Despedida y partida
—¡Dubidai, bah! —rezongó Piel de Azufre en cuanto desapareció Burr-Burr-Chan—. ¿Y eso es un duende? La verdad, cualquiera sabe. Igual nos lleva derechitos a las fauces de Ortiga Abrasadora.
—¡No digas bobadas! —Ben dio unos tirones a sus puntiagudas orejas—. ¡Alégrate, duende gruñón! ¡Lo hemos conseguido! ¡Nos guiará hasta La orilla del cielo! ¡Y si Ortiga Abrasadora asoma su horrible hocico por allí, lo haremos huir hasta el mar!
—¡Vaya, vaya! —Piel de Azufre arrugó la nariz—. ¿Sabes una cosa? ¡Estás chalado, hombrecillo!
El lama susurró algo a los Wiesengrund.
—¿Qué ha dicho? —preguntó Ben a Pata de Mosca.
—Lo pequeño vencerá a lo grande —contestó el homúnculo—, y la amabilidad a la crueldad.
—Eso espero —refunfuñó Piel de Azufre. De repente, giró la cabeza y olfateó—. ¡Puaj, aquí huele a enano de las rocas! Esos tipos de sombreros ridículos andan picando por todas las montañas.
—¿Qué dices? —preguntó Ginebra asustada.
—Que huele a enano —repitió Piel de Azufre—. ¿Qué pasa?
—¿Dónde? —susurró Ben agarrándola del brazo—. ¿Dónde exactamente?
En ese preciso instante, una figura pequeña salió disparada de un agujero de la piedra y se alejó de allí a la velocidad del rayo.
—¡Barba de Guijo! —gritó Pata de Mosca, a punto de caerse de cabeza del hombro de Ben—. ¡Es Barba de Guijo! ¡El nuevo limpiacorazas de Ortiga Abrasadora! ¡Capturadlo! ¡Deprisa, capturadlo! ¡Lo revelará todo!
Se abalanzaron todos sobre él, tropezando entre ellos y cortándose el paso unos a otros. Cuando llegaron a la plaza situada ante la sala de oraciones, el enano había desaparecido.
Piel de Azufre olfateó, despotricando, cada rincón oscuro. Unos monjes que volvían de recoger leña la miraron asombrados. Cuando el lama les preguntó si habían visto a una figura pequeña salir corriendo, señalaron el muro en el que Lola Rabogris seguía roncando al lado de su avión.
Ben y Ginebra corrieron hacia allí, se asomaron por el muro y atisbaron en la oscuridad. Sin embargo, en el flanco de la montaña, cortado a pico, no captaron el menor movimiento sospechoso.
—¡Maldición! —exclamó Ben enfurecido—. ¡Se nos ha escapado!
—¿Quién? —preguntó Lola Rabogris incorporándose adormilada.
—Un espía —contestó Ben y, volviéndose hacia Lung, añadió—: Y ahora, ¿qué? ¿Qué haremos? Se lo contará todo a Ortiga Abrasadora.
El dragón se limitó a menear la cabeza.
—¿Un espía? —preguntó la rata, incrédula—. ¿A quién te refieres?
—Al que tú no descubriste en tu vuelo de reconocimiento —le reprochó Piel de Azufre alzando su nariz al viento—. ¡Mira que no poder oler a ese cuesco de lobo averrugado! Hay algo que me tapona la nariz.
Miró a su alrededor y señaló un montón de tortas marrones que se apilaban delante del muro.
—¿Eso qué es?
—Estiércol —respondió Barnabas Wiesengrund—. Boñigas secas de yak, ni más ni menos.
El lama asintió y pronunció unas palabras.
—Dice que necesitan el estiércol para calentarse, pues aquí la madera escasea —tradujo Pata de Mosca.
Piel de Azufre suspiró.
—¿Cómo demonios voy a oler algo? —exclamó desesperada—. ¿Cómo voy a oler al maldito enano, si todo apesta a estiércol de yak? Sea lo que sea eso.
—¿Quieres que baje por las peñas, joven señor? —preguntó el homúnculo.
Ben negó con la cabeza.
—Es demasiado peligroso —suspiró—. Se nos ha escapado, no hay nada que hacer.
—Que se pueda correr tan rápido con unas piernas tan cortas es increíble —comentó Vita Wiesengrund—. En fin, los enanos de las rocas son unos tipos muy ágiles, sobre todo en las montañas.
—Mientras nadie les quite el sombrero.
Pata de Mosca se subió al muro y miró hacia las profundidades. Durante un segundo creyó percibir un ligero resoplido. Pero el precipicio lo mareaba y apartó la cabeza.
—¿Qué pasa si les quitas el sombrero? —quiso saber Ben.
—Les entra vértigo —respondió Pata de Mosca trepando de nuevo al brazo del chico.
—¡Esto ocurre por no creer uno a sus hijos! —murmuró con expresión sombría Barnabas Wiesengrund, pasando la mano por el hombro de Ginebra—. He de disculparme contigo. Tenías razón, soy un viejo cegato.
—Bueno, ya está bien —replicó Ginebra—. Haber tenido razón no me consuela.
Lung estiró el cuello por encima del muro y miró hacia el río, en cuyas aguas pardas se reflejaba el sol.
—Por lo tanto hemos de ser más rápidos que Ortiga Abrasadora —sentenció—. Seguro que el enano ha oído las palabras de Burr-Burr-Chan, y ellos se pondrán en marcha inmediatamente.
—¡Ajá! ¡De modo que os habéis enterado del emplazamiento de La orilla del cielo y ese espía lo ha oído! —Lola Rabogris se levantó de un salto—. Bueno, ¿y qué? Ese dragón dorado no puede volar, ¿verdad? Pues entonces, para Lung será un juego de niños dejarlo atrás.
Pero Pata de Mosca sacudió la cabeza agobiado.
—No creas que es tan sencillo. Ortiga Abrasadora conoce muchos caminos —y golpeándose las rodillas picudas, añadió—: Ay, ¿por qué describiría con tanto detalle Burr-Burr-Chan el lugar donde se encuentran los dragones?
—No logrará dar con la entrada de la cueva —comentó Ginebra—. Burr-Burr-Chan dijo que nadie podrá encontrarla.
—Sí, siempre que no guiemos hasta allí a Ortiga Abrasadora —gruñó, malhumorada, Piel de Azufre.
Todos callaron.
—Lo cierto es que lo de hundirse en la arena habría sido demasiado bonito —murmuró Ben, apesadumbrado.
Entonces, el lama le puso la mano sobre los hombros y musitó algo. Ben miró interrogante a Pata de Mosca.
—Eso sería demasiado fácil, jinete del dragón —tradujo el homúnculo.
Ben negó con la cabeza.
—Es posible —admitió—. Pero lo cierto es que por una vez me encantaría que las cosas fueran fáciles.
Ben y los demás ya se habían acostumbrado al aire enrarecido del techo del mundo. Los monjes, sin embargo, insistieron en darles provisiones y ropa de abrigo para sobrevolar las altas montañas. Hasta Piel de Azufre comprendió que para combatir el frío por encima de las nubes necesitaría ponerse ropas humanas sobre su pelaje. Un chico de la edad de Ben condujo a este y al profesor a una casa situada al borde de las dependencias del monasterio, donde los monjes guardaban provisiones y ropa. Mientras se dirigían allí, Ben reparó en lo grande que era el monasterio y en la cantidad de personas que acogía.
—A todos nosotros nos encantaría acompañaros —le decía Barnabas Wiesengrund mientras seguían al joven monje—. Me refiero a Vita, a Ginebra y a mí. Pero me temo que en esta empresa los humanos no tenemos nada que hacer —dio a Ben una palmada en el hombro—, excepto el jinete del dragón, como es lógico.
Ben sonrió. El jinete del dragón. Todos los monjes con los que se cruzaban se inclinaban a su paso. Y él no sabía dónde fijar la vista.
—¿Sabes ya qué harás después? —preguntó el profesor sin mirar a Ben—. Quiero decir, si encontráis La orilla del cielo y todo va bien y… —carraspeando, se pasó la mano por sus cabellos grises—… y Lung regresa a buscar a sus parientes. ¿Quieres quedarte para siempre con los dragones?
Dirigió a Ben una tímida mirada de reojo.
El chico se encogió de hombros.
—No lo sé, aún no lo he pensado. De momento no hay un antes y un después, ¿sabe?
El profesor asintió.
—Claro, claro, conozco esa sensación. Surge casi siempre que uno experimenta algo extraordinario. Pero —carraspeó nuevamente— en el caso de que te apeteciera, es decir —se sonó la nariz con un pañuelo muy grande—, en el caso de que tras todas estas aventuras te apeteciera volver a vivir entre los seres humanos… —miró al cielo—. Bueno, Vita te adora y Ginebra se ha quejado muchas veces de ser hija única. A lo mejor —miró a Ben y se puso colorado—, a lo mejor te apetecería considerarnos tu familia durante algún tiempo. ¿Qué te parece?
Ben contempló en silencio a Barnabas Wiesengrund.
—Naturalmente, es una simple propuesta —se apresuró a precisar el profesor—. Una de mis locas ideas. Pero…
—Me gustaría mucho —le interrumpió Ben—. Muchísimo.
—¿Ah, sí? —Barnabas Wiesengrund soltó un suspiro de alivio—. ¡Oh, qué alegría tan grande! Esto hará aún más dura la espera. Ahora nos proponemos buscar a Pegaso —informó con una sonrisa—. ¿Lo recuerdas?
Ben asintió.
—Me encantaría participar en la búsqueda —contestó el muchacho tendiendo la mano a Barnabas Wiesengrund.
Todo estaba preparado para partir en cuanto oscureciera entre las montañas. Ben y Piel de Azufre iban muy abrigados, con cálidos gorros cónicos en la cabeza, guantes y chaleco. Pata de Mosca, envuelto en un trozo de piel de oveja, estaba en el regazo de Ben, con la punta cortada del pulgar de un guante cubriendo su cabeza. La mochila de Piel de Azufre contenía albaricoques secos y un termo lleno de té caliente con manteca «por si acaso», comentó el lama sonriendo mientras Piel de Azufre olfateaba con desconfianza.
Lung no temía al frío y los monjes tampoco parecían notarlo. Con sus finos ropajes acompañaron al dragón en medio de la gélida noche hasta las cuevas de los dubidai. A la luz de las antorchas, Lung brillaba con la misma claridad que la luna que caía sobre ellos. Lola Rabogris volaba ante ellos con un zumbido. La rata había decidido unirse al dragón. Saludó con la mano a los monjes, como si toda aquella agitación fuera en su honor.
Burr-Burr-Chan ya esperaba a Lung en el mismo agujero de la roca por el que había salido esa tarde, pero en esta ocasión no estaba solo. Otros dubidai asomaban por los demás agujeros. Todos habían venido para ver al dragón extranjero. Cuando Lung se detuvo debajo de las cuevas y miró hacia arriba, se levantó un murmullo de excitación. Cabezas peludas, grandes y pequeñas, se asomaron para contemplar al dragón plateado.
Burr-Burr-Chan se echó la mochila a la espalda, se descolgó por las rocas y trepó al lomo de Lung como si no hubiera hecho otra cosa en su vida.
—¿Queda sitio para mi equipaje? —preguntó acomodándose delante de Piel de Azufre.
—Dámelo —refunfuñó Piel de Azufre colgando la mochila junto a las suyas—. ¿Qué llevas dentro, piedras?
—¡Setas! —le dijo al oído Burr-Burr-Chan—. Las setas más exquisitas del mundo. Apuesto a que no las has comido mejores jamás.
—Permíteme que lo dude —farfulló Piel de Azufre mientras se ataba con las correas—, porque si son de estas montañas, seguro que rechinan entre los dientes.
Burr-Burr-Chan se limitó a sonreír.
—Toma —le dijo poniendo unas cuantas setas diminutas en la pata de Piel de Azufre—. No saben muy bien, pero en cambio ayudan a combatir el mal de altura. Dale otra al joven humano y a los dos diminutos. Al dragón no le hará falta, pero vosotros debéis comerlas sin rechistar, ¿entendido?
Piel de Azufre asintió y se introdujo una seta en la boca.
—La verdad es que no son nada del otro mundo —murmuró, pasando el resto a los demás.
Burr-Burr-Chan apoyó sus cuatro patas en las cálidas escamas de Lung.
—Oh, había olvidado por completo lo maravilloso que es cabalgar a lomos de un dragón —susurró.
Lung se giró hacia él.
—¿Listo? —preguntó.
Burr-Burr-Chan asintió.
—Hemos sujeto una correa más en tu puesto —le gritó Ben desde atrás—. Átate bien.
Burr-Burr-Chan se ciñó la correa alrededor de su barriga peluda.
—Una cosa más. —Piel de Azufre le dio un golpecito en el hombro—. A lo mejor no nos hemos librado de ese dragón dorado. Su enano de las rocas nos estaba escuchando ayer cuando tú describías con maravillosa exactitud el camino hacia La orilla del cielo. ¿Comprendes lo que esto significa?
Burr-Burr-Chan se rascó, pensativo, la barriga.
—Sí. Que debemos llegar antes que él, ¿verdad? —se apoyó en el cuello de Lung—. ¿Qué piensas hacer? —preguntó al dragón—. ¿Qué piensas hacer si aparece el Dorado en La orilla del cielo? ¿Esconderte con los demás?
Lung volvió la cabeza hacia él.
—No volveré a esconderme nunca —aseguró.
—¡Claro que sí! —exclamó asustada Piel de Azufre—. ¡Por supuesto que te esconderás! Hasta que se marche de nuevo. ¿Qué vas a hacer si no?
Lung no contestó.
—¿Preparados? —preguntó.
—¡Preparados! —contestó Burr-Burr-Chan deslizándose un poco más hacia delante—. ¡Vamos a despertar de su sueño a los dragones!
Los monjes retrocedieron con sus antorchas y Lung desplegó las alas. La media luna iba disminuyendo, y por eso había tomado por precaución un poco de rocío de luna. Sentía sus alas tan ligeras como las plumas de un pájaro.
—¡Mucha suerte! —gritó Barnabas Wiesengrund.
—¡Volved pronto! —les deseó Vita, y Ginebra lanzó a Ben una tableta de chocolate.
Él la atrapó justo antes de que cayera en el regazo de Piel de Azufre. Lola Rabogris puso en marcha su avión y Lung se elevó en el cielo por encima del monasterio. Tras sobrevolar la montaña en cuya ladera se alzaba, salió disparado hacia las cumbres cubiertas de nieve que bordeaban el cielo por el este.