Trabajo para Barba de Guijo
Lola Rabogris se había equivocado. Ortiga Abrasadora estaba muy cerca. Acechaba desde el fondo del Indo, profundamente hundido en el cieno, justo donde la sombra del monasterio se proyectaba sobre el agua. En aquella zona el río era tan profundo que ni un mísero destello de las escamas doradas de Ortiga Abrasadora salía a la superficie. Allí yacía él, paciente, esperando el regreso de su limpiacorazas. Antes de que Ortiga Abrasadora se sumergiera en el río al amparo de la noche, Barba de Guijo había saltado a la orilla, ocultándose entre unos matojos de hierba. Y cuando un largo día y media noche después llegó Lung volando desde las montañas, el enano de las rocas se puso en camino. Recorrió a grandes zancadas los campos de labor y las cabañas, hasta alcanzar la montaña en cuya ladera se alzaba el monasterio. Barba de Guijo comenzó a trepar.
La montaña era alta, muy alta, pero, a fin de cuentas, Barba de Guijo era un enano de las rocas. Le gustaba escalar casi tanto como el oro. Las piedras de la montaña murmuraban y susurraban bajo los dedos de Barba de Guijo como si estuvieran esperándole. Le hablaron de cuevas gigantescas con columnas de piedras preciosas, de vetas de oro y de extraños seres que moraban en su interior. Mientras ascendía por la pedregosa pendiente, Barba de Guijo reía de felicidad. Habría podido continuar su escalada eternamente, pero cuando la aurora se arrastraba sobre las cumbres, se izó sobre el muro bajo que rodeaba el monasterio y se asomó con cautela para contemplar el patio que se extendía a sus pies.
Barba de Guijo llegó justo a tiempo de ver desaparecer en el dukhang a Lung y a sus amigos. El enano incluso los siguió escaleras arriba, pero a su llegada la pesada puerta de la sala ya se había cerrado, y por más que intentó abrir una rendija con sus dedos fuertes y cortos, aquella no se movió.
—Bueno —murmuró el enano escudriñando a su alrededor—, mala suerte, pero tarde o temprano tendrán que salir.
Revisó el patio buscando un escondrijo desde el que poder vigilar la escalera y el patio sin ser molestado. No le resultó difícil encontrar el agujero adecuado en los viejos muros.
—Maravilloso —susurró Barba de Guijo introduciéndose entre las piedras—. Como hecho a medida.
Después, esperó.
Su escondite estaba bien elegido. Cuando Lung y los demás volvieron a salir de la sala de oración, Barba de Guijo apenas acertó a percibir otra cosa que las desgastadas sandalias de innumerables monjes. Mientras todos rezaban arriba, en el dukhang, Ben y Ginebra se sentaron en el muro a un tiro de piedra de él. Así se enteró Barba de Guijo de que una rata voladora había estado buscando a su maestro sin encontrarlo y de que el chico creía de verdad que Ortiga Abrasadora se había hundido en la arena del desierto. El enano vio la piedra en la mano de llama y oyó hablar de las enigmáticas palabras del djin. Presenció cómo Ben recibía la piedra, y cuando Lung y sus jinetes siguieron al monje para resolver el enigma del djin, Barba de Guijo se deslizó furtivamente tras ellos.