El informe de la rata
A Piel de Azufre le gustó tanto el desayuno de Ginebra, que casi se comió la mitad ella sola. A Ben no le importó. De todos modos no tenía hambre. Las emociones de los días pasados y el pensamiento de lo que les deparaba el porvenir le habían quitado el apetito. Le sucedía lo mismo siempre que estaba nervioso.
Cuando Piel de Azufre se enroscó con la barriga bien repleta en la cama de Ginebra y empezó a roncar en voz alta, Ben y la chica se deslizaron hasta el exterior, se sentaron en uno de los muros bajos del monasterio y dirigieron la vista hacia abajo, al río. La niebla matinal aún estaba suspendida entre las montañas, pero el sol ascendía sobre las cumbres nevadas, calentando poco a poco el frío ambiente.
—¿Qué hermoso es esto, verdad? —dijo Ginebra. Ben asintió. Pata de Mosca, sentado en su regazo, echaba una cabezadita. Abajo, en el valle, le gente trabajaba en los campos verdes. Desde allí arriba apenas eran mayores que escarabajos.
—¿Dónde está tu madre? —preguntó Ben.
—En el templo de los dioses furiosos —respondió Ginebra. Y volviéndose, señaló un edificio pintado de rojo situado a la izquierda del dukhang—. Cada monasterio de por aquí tiene uno. El que se encuentra al lado es el de los dioses amables, pero los furiosos son considerados de gran utilidad, pues tienen un aspecto tan aterrador que mantienen alejados a los malos espíritus que, según dicen, pululan por estas montañas.
—Ah, ya. —Ben miró admirado a la chica—. Hay que ver cuánto sabes.
—Bah. —Ginebra se encogió de hombros—. No es de extrañar con los padres que tengo. Mi madre copia las pinturas de las paredes de los templos. Cuando volvamos a casa, se las enseñará a gente rica y les sacará dinero para restaurarlas. Los monjes no tienen dinero para hacerlo y las pinturas son muy antiguas, ¿sabes?
—Ah, ya —repitió Ben mientras tapaba al durmiente Pata de Mosca con la punta de su chaqueta—. Tienes mucha suerte con tus padres.
Ginebra lo observó de reojo con curiosidad.
—Papá dice que tú no tienes padres.
Ben cogió una piedrecita del muro y la hizo rodar de un lado a otro entre los dedos.
—Es cierto. Nunca los tuve.
Ginebra lo miró pensativa.
—Pero ahora tienes a Lung —le dijo—. A Lung, y a Piel de Azufre y a… a Pata de Mosca —sonrió señalando al pequeño homúnculo.
—Cierto —respondió Ben—. Pero eso es diferente —de pronto, entornó los ojos y miró hacia el oeste, donde el río desaparecía detrás de las montañas—. ¡Creo que vuelve Lola! Allí, ¿la ves? —y arrojando la piedra por encima del muro, se inclinó hacia delante.
—¿Lola? —preguntó Ginebra—. ¿La rata de la que me has hablado?
Ben asintió. Se oyó un ligero zumbido que fue intensificándose, y por fin el pequeño avión aterrizó brioso sobre el muro, a su lado. Lola Rabogris abrió la cabina y salió con esfuerzo.
—¡Nada! —anunció, y, tras saltar sobre una de las alas, se descolgó hasta el muro—. Nada, ni rastro. Fin de la alarma, diría yo.
Pata de Mosca se despertó, se frotó los ojos y miró desconcertado a la rata.
—Ah, eres tú, Lola —murmuró medio dormido.
—Justo, ósculo goloso —contestó la rata, y volviéndose a Ginebra añadió—: ¿Y esta quién es, si puede saberse?
—Ginebra —la presentó Ben—. La hija del profesor, el que por poco pisa tu avión. Ella cree haber visto a Ortiga Abrasadora.
—Lo vi, no te quepa duda —remachó Ginebra—. Tan seguro como que me llamo Ginebra.
—Tal vez. —Lola Rabogris abrió una compuerta situada bajo el ala de su avión y sacó una lata de pan—, pero ahora esa bestia ha desaparecido. He sobrevolado el río tan bajo que los peces me tomaban por un mosquito y el agua salpicaba la cabina. Pero no he visto a ningún dragón dorado con un enano. Ni rastro de él.
—¡Uf, menuda suerte! —suspiró Ben aliviado—. Creía que volvíamos a tenerlo pegado a los talones. Gracias, Lola.
—No hay de qué —contestó la rata—. Siempre a tu servicio.
Se introdujo unas migas de pan entre los dientes y se tumbó sobre el muro.
—¡Ah! —suspiró poniendo al sol su hocico afilado—. Ser vaga es lo mejor del mundo. Menos mal que no me ve el bueno de mi tío. Del enfado, se haría nudos en el rabo.
Ginebra continuaba callada. Frunciendo el ceño, su mirada descendió hasta el río.
—Pues yo apuesto a que el monstruo está en algún lugar ahí abajo, acechándonos —apuntó.
—¡Qué va, está hundido en la arena! —la contradijo Ben—. Seguro. Tenías que haber oído a ese enano. Seguro que no mentía. Vamos —le dijo dándole un codazo—, cuéntame algo más de ese templo.
—¿Cuál? —murmuró Ginebra sin mirarle.
—El que está visitando tu madre —contestó Ben—, el dedicado a los dioses iracundos.
—El gonkhang —musitó Ginebra—. Así se llama. Bueno, si te empeñas…
Cuando Barnabas Wiesengrund bajó las escaleras de la gran sala de oración acompañado por Lung y el lama, se encontró a su hija y a Ben en el muro, entre Lola Rabogris, que roncaba ruidosamente, y Pata de Mosca, que en ese momento se dedicaba a estirar un poco las piernas. Los chicos estaban tan enfrascados en su conversación que ni siquiera los oyeron llegar.
—Siento mucho molestaros —les dijo Barnabas Wiesengrund apareciendo a sus espaldas—. Pero Ben puede empezar a destrozar la luz de la luna. El lama le ha traído una de las piedras sagradas.
El monje abrió las manos y mostró la piedra blanca, que también brillaba a la luz del día. Ben bajó del muro y la recogió con sumo cuidado.
—¿Dónde está Piel de Azufre? —preguntó Lung, acechando a su alrededor.
—En mi cama —contestó Ginebra—. Atiborrada de comida y roncando.
—Vaya, vaya —sonrió su padre—. ¿Y qué os ha contado nuestra amiga la rata?
—Ni rastro de Ortiga Abrasadora —respondió Ben contemplando la piedra de luna.
A la luz del sol le pareció más oscura.
—Caramba, eso es de lo más tranquilizador. —Barnabas Wiesengrund miró a su hija—. ¿O no, Ginebra?
Ginebra frunció el ceño.
—No lo sé.
—En fin, acompañadme —dijo Barnabas cogiendo del brazo a su hija y a Ben—. Vamos a buscar a Piel de Azufre y a Vita. Luego, el jinete del dragón se dispondrá a averiguar el enigma que le planteó el djin. Os aseguro que hacía mucho tiempo que no sentía tanta curiosidad. ¿Quién aparecerá cuando Ben rompa la piedra?