El monasterio

58

Lung volvió a alcanzar el Indo justo a medianoche. El agua refulgía a la luz de las estrellas. El valle fluvial era vasto y fértil. Ben distinguió campos de labor y cabañas en la oscuridad. Muy por encima de ellos, al otro lado del río, en la escarpada pendiente de una montaña, se alzaba el monasterio. Sus muros claros brillaban como el papel a la luz de la luna menguante.

—¡Ahí está! —susurró Ben—. Era justo así. Exactamente igual. Con un zumbido, el avión de Lola Rabogris pasó volando a su lado. La rata abrió la cabina y se asomó inclinándose hacia Ben.

—¿Qué? —gritó entre el ruido de la hélice—. ¿Es este?

Ben asintió.

Lola volvió a cerrar satisfecha el techo de la carlinga y salió zumbando hacia delante. Aunque su avión era mucho más rápido de lo que habían supuesto, aquel vuelo fue para Lung el más cómodo de todo el viaje. El dragón se deslizó sigiloso sobre el extenso valle, dejó atrás el río y se dirigió hacia los altos muros del monasterio.

Pegados a la roca había varios edificios, grandes y pequeños, estrechamente apiñados. Ben divisó altos zócalos de piedra, sin aberturas, paredes que ascendían inclinándose, ventanas estrechas y oscuras, techos planos, muros y senderos de piedra que serpenteaban monte abajo.

—¿Dónde aterrizo? —gritó Lung a la rata.

—En la plaza de delante del edificio principal —le respondió esta—. No debes temer nada de estos humanos. Además, a estas horas están todos durmiendo. Yo me adelantaré volando.

El pequeño avión desapareció en las profundidades con un ruidoso zumbido.

—¡Eh, mirad ahí! —exclamó Piel de Azufre cuando Lung describía círculos sobre la plaza delantera del edificio más grande—. ¡Ahí abajo está el profesor!

El dragón se dejó caer. Una figura alta se irguió en los peldaños de la escalera del monasterio y corrió hacia Lung.

—¡Dios mío, estaba ya preocupadísimo! —gritó Barnabas Wiesengrund—. Pero ¿dónde os habéis metido tanto tiempo?

Su voz resonaba entre los viejos muros, pero todo permanecía en calma. Unos ratones pasaron por las piedras como una exhalación.

—Ay, sólo tuvimos que impedir que nuestro hombrecito terminara en la panza de un pájaro gigante —le respondió Piel de Azufre descendiendo del lomo del dragón con su mochila.

—¿Cómo? —el profesor, asustado, levantó la vista hacia Ben.

—No fue tan terrible —explicó Ben deslizándose por el rabo de Lung hacia el suelo.

—¿En serio? —exclamó el profesor cuando Ben llegó a su lado—. ¡Pero si estás lleno de arañazos!

—¡Arañado es mejor que devorado! —sentenció Piel de Azufre—. Algo es algo, ¿no?

—Bueno, bien mirado… —Barnabas Wiesengrund retrocedió y por poco pisa el avión de la rata.

—¡Eh, eh! —gritó Lola con voz estridente—. ¡Ten algo más de cuidado, gigantón!

El profesor se volvió sorprendido. Lola Rabogris salió de su cabina y saltó pesadamente delante de sus pies.

—He oído hablar mucho de usted, profesor —le dijo.

—¿De veras? Confío en que sólo para bien. —Barnabas Wiesengrund se arrodilló y estrechó con cuidado la pata de Lola—. Encantado —saludó—. ¿Con quién tengo el gusto de hablar?

Lola soltó una risita, halagada.

—Con Rabogris —precisó ella—. Con Lola Rabogris, piloto, cartógrafa y, en este caso concreto, guía.

—Nos hemos extraviado un poco —explicó Piel de Azufre situándose junto a ellos—. ¿Qué tal te ha ido a ti, profesor?

—Oh, hemos tenido una travesía muy tranquila. —Barnabas Wiesengrund volvió a levantarse con un suspiro—. Aunque Ginebra afirma… —rascándose la cabeza, levantó los ojos hacia las oscuras ventanas del monasterio—. Para ser sinceros, no sé siquiera si debo contároslo…

—¿Qué es lo que afirma? —preguntó Ben.

Pata de Mosca se apoyó en su mejilla bostezando.

—Ginebra… —el profesor carraspeó—, Ginebra afirma que ha visto a Ortiga Abrasadora.

—¿Dónde? —gritó Piel de Azufre.

Al homúnculo se le cortó la respiración del susto. Lung y Ben intercambiaron una mirada de preocupación.

—¿Qué sucede? —Lola se abrió paso entre las largas piernas y los miró de hito en hito, muerta de curiosidad.

—¡Alguien nos persigue! —gruñó Piel de Azufre—. Creíamos habernos librado de él. Pero quizá nos equivocamos.

—¿Qué os parecería un pequeño vuelo de reconocimiento? —preguntó Lola solícita—. Describidme el aspecto de vuestro perseguidor y su situación aproximada, y partiré en el acto.

—¿Lo harías? —preguntó Lung.

—Por descontado que sí —la rata se acarició las orejas—. Y con sumo placer. Es algo distinto a medir estúpidas montañas y aburridos valles para mi querido tío. Así pues, ¿qué debo buscar? ¿Un duende, un humano, un dragón o acaso algo parecido al pequeño homiculpus o algo así?

Lung negó con la cabeza.

—Es un dragón —respondió—. Mucho más grande que yo. Con escamas dé oro…

—Lleva consigo a un enano de las rocas —añadió Barnabas Wiesengrund—. Un enano con un sombrero desmesurado. Mi hija cree haber visto a ambos en el río, al oeste del gran puente colgante, donde la carretera está sepultada por un corrimiento de tierras.

—Conozco ese paraje, vaya si lo conozco —comentó con indiferencia Lola Rabogris—. Saldré zumbando enseguida a echar una ojeada.

La oronda rata volvió a subir a su avión a la velocidad del rayo. El motor empezó a ronronear y el pequeño aparato ascendió como una bala hacia el cielo estrellado. Muy pronto desapareció incluso para los agudos ojos de Piel de Azufre.

—Una joven muy despierta —dijo el profesor admirado—. Me tranquiliza mucho que eche una ojeada por nosotros. ¿De qué la conocéis?

—Oooh, estas ratas están por todas partes —contestó Piel de Azufre mirando a su alrededor—. Basta con esperar y al momento te sale al paso una.

—Es la sobrina de la rata que nos vendió el mapa —le explicó Ben—. Su tío la ha enviado aquí para medir unos cuantos lugares blancos de las montañas —miró al profesor—. Lola sostiene que La orilla del cielo no existe.

Barnabas Wiesengrund devolvió la mirada a Ben, pensativo.

—¿Eso dice? Bueno, yo en tu lugar sólo confiaría en lo que te mostró el djin. Ahora mismo nos ocuparemos de descifrar sus indicaciones. Sígueme —y, pasando al chico el brazo por los hombros, lo condujo hacia la gran escalinata que ascendía hasta el edificio principal del monasterio—. Quiero presentaros a alguien. Le he contado lo de vuestra búsqueda y os espera desde hace mucho tiempo.

Lung y Piel de Azufre los siguieron subiendo por los numerosos escalones.

—Esto es el dukhang —les explicó Barnabas Wiesengrund cuando llegaron ante la pesada puerta de entrada, pintada con extrañas figuras y con un picaporte artísticamente forjado—. Es la sala de oración y reunión de los monjes. Pero no vayáis a pensar que aquí ocurre lo mismo que en nuestras iglesias. Aquí se ríe mucho, es un lugar alegre.

Abrió la pesada puerta.

La sala en la que penetraron era tan alta que hasta Lung podía permanecer erguido en su interior. Estaba oscuro, pero innumerables lamparillas titilaban en la descomunal estancia. Altas columnas sustentaban el techo. Las paredes estaban adornadas con frescos, y grandes cuadros colgaban entre estantes repletos de libros antiquísimos. Eran tan coloristas y extraños que a Ben le habría gustado detenerse delante de cada uno de ellos. Pero el profesor los condujo más allá. Entre las columnas se veían filas de asientos bajos. En la primera les esperaba un hombre bajito de pelo gris cortado al rape.

Vestía unos ropajes de un rojo brillante. Cuando el profesor y Ben se le acercaron, sonrió.

Lung los seguía vacilante. Era la segunda vez en su vida que entraba en una casa de humanos. La luz de las miles de lamparillas hacía refulgir sus escamas. Sus garras raspaban el suelo y su cola arrastraba tras él con un ligero susurro. Piel de Azufre permanecía pegadita a su cuerpo, con la pata apoyada en las cálidas escamas de Lung, mientras sus orejas se contraían nerviosamente y su mirada inquieta vagaba de una columna a otra.

—Árboles —susurró a Lung—, aquí tienen árboles de piedra.

Cuando se detuvieron ante el monje, este se inclinó.

—Permitidme que os presente —informó Barnabas Wiesengrund—, este es el honorable lama de este monasterio. El monje de mayor rango aquí.

El lama empezó a hablar en voz baja.

—Sed cordialmente bienvenidos al monasterio de las piedras de luna —tradujo Pata de Mosca a Ben—. Nos alegramos sobremanera. Según nuestras creencias, la llegada de un dragón anuncia un acontecimiento feliz. Pero nuestra alegría también es grande porque al fin, tras largo tiempo, volvemos a acoger bajo nuestro techo a un jinete de dragón.

Ben, sorprendido, miraba alternativamente al monje y al profesor.

Barnabas Wiesengrund asintió.

—Sí, sí, has oído bien. El jinete del dragón, cuya tumba nos enseñó Subaida, estuvo aquí. Varias veces incluso, si he entendido bien a mi amigo. Existe incluso un cuadro que lo recuerda. Está colgado ahí enfrente.

Ben se volvió y se dirigió a la hornacina que le señalaba el profesor. Entre dos estantes colgaba un gran kakemono en el que se veía a un dragón volando con un chico sobre su lomo. Tras él aparecía una figura pequeña.

—¡Piel de Azufre! —exclamó Ben muy excitado, indicando con una seña a la duende que se acercara—. Fíjate, es casi igual que tú, ¿no crees?

Lung también se acercó. Curioso, adelantó la cabeza por encima del hombro del muchacho.

—Es cierto, Piel de Azufre —reconoció asombrado—. Esa figura es igual que tú.

—Bueno… —Piel de Azufre se encogió de hombros, aunque no pudo disimular una sonrisa de orgullo—, los dragones siempre han sentido predilección por los duendes. Lo sabe todo el mundo.

—Pero me llama la atención una diferencia —susurró Pata de Mosca desde el hombro de Ben—. Ese tiene cuatro brazos.

—¿Cuatro brazos? —Piel de Azufre se acercó un poco más al cuadro—. Es verdad —murmuró—. Pero no creo que signifique nada. Mirad un momento a vuestro alrededor. En los cuadros, casi todos tienen un montón de brazos.

—Cierto —admitió Ben mirando en torno suyo; muchos de los cuadros de las paredes mostraban figuras con varios brazos—. ¿Qué significará?

—¡Acercaos a ver esto! —gritó en ese momento el profesor—. El jinete del dragón se dejó olvidado algo aquí.

El lama los condujo hasta un pequeño cofrecillo de madera colocado en un nicho junto al altar de la sala de oración.

—Estas —volvió a traducir Pata de Mosca— son las sagradas piedras de luna que el jinete del dragón donó al monasterio. Dan suerte y salud y mantienen a los malos espíritus alejados de este valle.

Las piedras era blancas como la leche y apenas mayores que el puño de Ben. En su interior se percibía un resplandor, como si la luz de la luna estuviera atrapada dentro.

—Destruye la luz de la luna —susurró Ben mirando a Lung—. ¿Lo recuerdas? ¿Crees que el djin se referiría a una de estas piedras?

El dragón meneó la cabeza, meditabundo. Barnabas Wiesengrund tradujo al lama las palabras de Ben. El monje sonrió y observó al chico.

—Dice —cuchicheó Pata de Mosca al oído de Ben— que después del refrigerio matinal devolverá al jinete del dragón lo que le pertenece. Para que de ese modo pueda cumplir su misión.

—¿Quiere decir que me dará una de las piedras sagradas? —Ben miró primero a Lung y luego al lama.

El monje asintió.

—Sí, creo que lo has entendido bien —dijo Barnabas Wiesengrund.

Ben hizo una tímida reverencia al monje.

—Gracias. Es realmente muy amable por su parte. Pero ¿no cree usted que se perderá la suerte si la rompo?

El profesor tradujo al lama la pregunta.

El monje soltó una estrepitosa carcajada. Cogiendo de la mano a Ben, se lo llevó consigo.

—Jinete del dragón —tradujo Pata de Mosca—, ninguna piedra puede entrañar tanta suerte como la que entraña la visita de un dragón. Pero tú debes golpear con fuerza, para que la piedra de luna se rompa de verdad, pues esos a quienes quieres llamar gustan de dormir mucho tiempo. Después del desayuno te mostraré la cabeza del dragón.

Ben miró asombrado al monje.

—¿Le contó usted todo eso? —preguntó al profesor en voz baja—. Lo que dijo el djin, quiero decir.

—No fue necesario —le respondió Barnabas Wiesengrund entre susurros—. Ya lo sabía todo. Tú pareces estar cumpliendo una profecía tras otra. Formas parte de una historia antiquísima, muchacho.

—Increíble —musitó Ben girándose para admirar de nuevo el cofrecillo con las piedras de luna.

Luego, él y los demás siguieron al monje hasta el exterior, donde el sol rojo brillante asomaba por encima de los picos cubiertos de nieve. Los edificios del monasterio eran ahora un hervidero de monjes, algunos de ellos más jóvenes que él mismo, según comprobó el chico sorprendido.

—Pero si hay niños entre ellos —dijo en voz muy baja a Barnabas Wiesengrund.

El profesor asintió.

—Sí, claro. Las personas de esta zona del mundo creen que todos nosotros vivimos muchas vidas en este planeta. Por eso cada uno de esos niños puede ser mayor que el más viejo de los monjes adultos. Una idea interesante, ¿no te parece?

Ben asintió, confundido.

De repente, entre la apacible muchedumbre de la plaza del monasterio se produjo un alboroto. Lung había asomado su largo cuello por la puerta del dukhang. La mayoría de los monjes se detuvieron como si se hubiesen quedado petrificados. El lama levantó las manos y dirigió unas palabras a la multitud.

—Dice que la suerte manará de las escamas de Lung como nieve lunar —musitó Pata de Mosca— y que tú y Piel de Azufre sois jinetes de dragón que necesitáis su ayuda.

Ben asintió y contempló a todos los congregados abajo, que miraban al dragón asombrados, pero sin temor.

—Ben, de desayuno nos ofrecerán enseguida tsampa, harina de cebada tostada, y té caliente con manteca —le informó Barnabas Wiesengrund en voz baja—. Es muy sano y ventajoso en estas alturas, pero a uno puede sentarle bastante mal la primera vez que lo prueba. ¿Quieres que te disculpe y acompañar a Ginebra mientras dura el refrigerio? Ella seguro que ha preparado un desayuno mucho más suculento.

Ben observó al lama. Este le devolvió la mirada y sonrió. Luego, susurró algo al oído de Pata de Mosca.

—El lama dice que entiende bastante bien algunas palabras de nuestro idioma —tradujo el homúnculo— y que nadie te acusará de descortesía si tú, jinete del dragón, renuncias a tomar tsampa y té con manteca y prefieres la compañía de la inteligente hija del profesor.

—Gracias —balbuceó Ben devolviendo al lama la sonrisa—. Pata de Mosca, dile que me encanta este lugar y que… —miró las montañas que se alzaban al otro lado del valle—… y que en cierto modo me siento aquí como en casa, a pesar de que en el lugar de donde procedo todo es distinto, completamente distinto. Díselo, ¿eh? Sólo que con mejores palabras.

Pata de Mosca asintió y se volvió de nuevo hacia el lama, que escuchó atentamente al homúnculo y luego respondió con una leve sonrisa.

—El lama dice que, en su opinión, es muy posible que tú ya hayas estado aquí —transmitió Pata de Mosca a Ben—. En otra vida.

—Ven, jinete del dragón —le aconsejó Barnabas Wiesengrund—. Antes de que tu cabeza estalle de tanta sabiduría, te llevaré a ver a Ginebra. Cuando finalice el desayuno, iré a recogerte.

—Barnabas, ¿qué crees que deberíamos hacer Piel de Azufre y yo? —preguntó Lung alargando su hocico sobre los hombros del profesor.

—Oh, estas personas colmarán todos tus deseos, Lung —contestó el profesor Wiesengrund—. ¿Qué te parece si te echas a dormir sin más en el dukhang? Allí nadie te molestará, al contrario, te cubrirán de oraciones hasta el punto de que por fuerza hallarás La orilla del cielo.

—¿Y yo? —preguntó Piel de Azufre—. ¿Qué será de mí mientras Lung duerme y vosotros bebéis té con manteca? A mí no me gustan el té ni la manteca, y no digamos ambas cosas juntas.

—También te llevaré con Ginebra —respondió el profesor—. En nuestra habitación hay una cama muy blanda y mullida, y seguro que sus galletas te gustarán.

Después condujo a los dos escaleras abajo, entre la multitud de monjes parados con aire reverente, hasta llegar a una casita que se apoyaba en el elevado muro del dukhang.

Lung, por su parte, siguió al lama hasta la colosal sala de oraciones, se hizo un ovillo entre las columnas y se durmió profundamente, mientras los monjes se sentaban a su alrededor y murmuraban en voz baja sus oraciones, deseando que toda la suerte de la Tierra y del cielo descendiera sobre las escamas del dragón.