En el nido del ave gigante

54

El pájaro aún no se había comido a Ben.

Lo arrastraba cada vez más hacia el interior de las montañas. El muchacho apenas se atrevía a mirar hacia abajo. Primero había luchado contra las afiladas garras, pero ahora se aferraba a ellas desesperado, temeroso de que el pájaro lo soltase si encontraba en otro sitio una presa más atractiva.

A lomos de Lung no se había mareado jamás, pero balancearse indefenso en el aire sin un apoyo, sin nada entre él y la tierra salvo el vacío, era una sensación completamente distinta. Era comida para pájaros. No se había imaginado así el final de su viaje. Ben apretó los dientes, que siguieron castañeteando a pesar de todo. No sabría decir si era debido al viento o al temor. De pronto, el pájaro gigante voló sobre una pared rocosa muy escarpada y, tras ascender, soltó al muchacho.

Ben gritó y cayó de golpe en un nido enorme situado como una corona hirsuta en la punta de una roca. Estaba hecho con troncos de árboles arrancados. En el centro, sobre un grueso colchón de plumas, se acomodaba la cría del pájaro, que saludó a su madre con roncos graznidos y el pico muy abierto, pero esta había vuelto a extender sus alas y se alejaba volando en busca de nuevas presas.

La cría giró de improviso la cabeza, sobre la que apenas crecían unos cañones, y bajó los ojos hacia Ben, clavando su mirada hambrienta en el chico.

—¡Maldición! —susurró Ben—. ¡Oh, maldición!

Desesperado, miró a su alrededor. Sólo había una posibilidad de salvarse de ese pico ávido. Levantándose de un salto, se abrió paso entre las plumas hacia el borde del nido.

Al ver salir corriendo a su presa, la cría graznó furiosa. Con su pico gigante lanzó un picotazo a Ben, pero este logró apartarse por los pelos. Desesperado, se hundió entre las plumas y se arrastró bajo ellas hasta que sus dedos chocaron con el borde del nido. Justo cuando se disponía a introducirse entre los troncos protectores, el pollo lo agarró por la pierna. Con sus últimas fuerzas, Ben logró liberarse del poderoso pico y se deslizó entre los troncos entrelazados.

La cría adelantó la cabeza sorprendida, se incorporó con torpeza y picoteó la pared del nido. Pero Ben se había hundido tanto entre las ramas, que no llegó a alcanzarlo. El pollo daba picotazos cada vez más furiosos. Arrancaba troncos enteros, pero en cuanto se acercaba al escondrijo de Ben, este se metía en el agujero más cercano. Le faltó poco para ser ensartado por las ramas y vástagos, que desgarraron su ropa y arañaron su rostro, pero eso era preferible a terminar en el pico hambriento del pájaro.

Cuando la cría, encolerizada, había despedazado casi la mitad del borde del nido, Ben oyó de pronto un bramido. Resonó tan potente y furioso entre las quebradas que el pollo, asustado, apartó de repente su pelado cuello. «¡Es Lung!», pensó Ben. «¡Seguro!». Su corazón latió más deprisa, pero esta vez de alegría. Después oyó a alguien gritar su nombre.

—¡Piel de Azufre! —vociferó a su vez—. ¡Piel de Azufre, estoy aquiiií! ¡Aquí arriba!

La cría adelantó la cabeza hacia él. A pesar de todo, Ben se abrió paso con esfuerzo entre las ramas hasta que logró mirar garganta abajo. Ahí venía Lung. Se acercaba disparado al nido gigante batiendo sus alas. Piel de Azufre, sentada sobre su lomo, agitaba los puños.

—¡Ya vamos! —gritaba—. ¡No te dejes comer!

Con un poderoso aleteo, Lung se posó en el borde del nido, a escasa distancia del lugar que Ben ocupaba entre los troncos. El joven polluelo gigante retrocedió atemorizado. Sus graznidos se hicieron más roncos y abría el pico con gesto amenazador. Ben comprobó, preocupado, que Lung no era mucho mayor que el pollo. Pero cuando este intentó pegarle otro picotazo a Ben, el dragón enseñó los dientes y gruñó de una forma tan ominosa que la cría retrocedió aterrada.

Ben avanzó entre las ramas hasta que su cabeza apareció junto a las patas de Lung.

—¡Ay, joven señor! —exclamó Pata de Mosca inclinándose preocupado desde el lomo del dragón—. ¿Estáis ileso?

—¡Pues claro que lo está! ¡Pero no por mucho tiempo! —Piel de Azufre se descolgó por el cuello de Lung y tiró de la mano del muchacho.

Las ramas se enganchaban en la ropa del chico, pero Piel de Azufre consiguió sacarlo de entre la maleza y subirlo al lomo del dragón. Pata de Mosca se agarró a la chaqueta de Ben y recorrió el cielo con cara de preocupación. Sin embargo, aún no se divisaba a la madre.

Lung dirigió a la cría otro gruñido amenazador, extendió las alas y se elevó de nuevo en el aire. Tras salir disparado como una flecha, describió una curva y se deslizó quebrada abajo. Pero no llegó muy lejos.

—¡Allí! —gritó Pata de Mosca señalando hacia el frente con dedos temblorosos—. ¡Allí! ¡Ya viene!

El ave gigante venía derecha hacia ellos, con una cabra montés entre sus garras. Los extremos de sus formidables alas rozaban las paredes rocosas de la garganta.

—¡Da la vuelta! —aconsejó Ben a Lung—. Da la vuelta, es mucho mayor que tú.

Pero el dragón vacilaba.

—¡Da la vuelta, Lung! —chilló Piel de Azufre—. ¿O prefieres recogernos del suelo cuando hayas terminado de luchar con ella?

El pollo piaba a sus espaldas. Su madre le respondió con un grito iracundo. Dejando caer su presa, se lanzó contra el dragón, abalanzándose sobre él con las plumas erizadas y las garras dispuestas a clavarse. Ben divisaba ya el blanco de sus ojos cuando Lung dio la vuelta.

—Sujetaos bien —les ordenó.

Se dejó caer como una piedra hasta muy abajo, allí donde la quebrada se estrechaba tanto que impediría al ave gigante seguirlo.

Pata de Mosca miró, temeroso, a su alrededor. El pájaro gigante estaba justo encima de ellos. Su sombra negra caía sobre Lung. Se dejaba caer, pero sus alas chocaban contra las peñas. Con furiosos graznidos volvía a ascender para intentarlo de nuevo. Y a cada caída en picado se acercaba un poco más al dragón en fuga.

Lung notó que sus fuerzas le abandonaban. Sus alas comenzaron a pesarle y entró en barrena.

—¡Ya no hace efecto! —gritó Piel de Azufre; desesperada, echó mano hacia atrás—. ¡Deprisa, deprisa, la botellita!

Ben buscó en su mochila y se la entregó a Piel de Azufre. Esta desató las correas y se deslizó hacia delante.

—¡Ya voy! —gritó mientras se descolgaba por el largo cuello del dragón—. ¡Gira la cabeza, Lung!

Ben oyó a lo lejos a la cría del pájaro gigante piando cada vez más desesperada. Su madre volvió a intentar descender por la garganta, pero en vano. Al fin, con un ronco graznido, dio la vuelta.

—¡Retrocede! —gritó Ben—. ¡Regresa junto a su cría, Piel de Azufre!

—¿Cómo? —le contestó esta—. ¿Y no se le podía haber ocurrido antes?

Colgando del cuello del dragón, vertió en su lengua una gota de agua de luna con brazos temblorosos.

Lung sintió renacer sus fuerzas en el acto.

—¿Puedes sostenerte todavía, Piel de Azufre? —gritó planeando despacio hacia el suelo.

—¡Sí, sí! —respondió la duende—. Tú sigue volando. ¡Aléjate como sea de ese miserable pajarraco!

La garganta siguió estrechándose y no tardó en convertirse en una rendija entre las paredes rocosas. Lung se deslizó entre ellas como por el ojo de una aguja. Delante se extendía un valle extenso, yermo, como un manantial lleno de piedras colocado entre las montañas. No parecía haber sido hollado jamás por pie alguno. Sólo el viento jugueteaba con la escasa hierba.

Lung se posó al pie de una montaña redonda como el lomo encorvado de un gato. Tras ella se alzaban otras cumbres nevadas de un blanco resplandeciente que brillaban al sol.

Con un suspiro de alivio, Piel de Azufre se soltó del cuello de Lung dejándose caer de golpe sobre la hierba.

—¡No volveré a hacerlo nunca más, os lo garantizo! —jadeó—. Por nada del mundo. ¡Trompetas de la muerte y pedos de lobo, qué mal me encuentro! —y sentándose en el suelo, arrancó más briznas de hierba de entre las piedras y se las embutió apresuradamente en la boca.

Ben se deslizó por el lomo de Lung con Pata de Mosca en brazos. Aún resonaban en sus oídos los graznidos del polluelo. Su pantalón estaba roto, tenía las manos arañadas y había perdido su kefia entre las ramas del nido gigante.

—¡Qué horror! —exclamó Piel de Azufre al verlo, y soltó una risita—. A juzgar por tu aspecto, se diría que has intentado robar sus zarzamoras a las hadas.

Ben se quitó algunas hojas mustias del pelo y esbozó una sonrisa.

—No puedes imaginar lo que me alegré al veros.

—Agradéceselo a Pata de Mosca —replicó Piel de Azufre mientras guardaba la botellita con el rocío de luna entre los objetos de Ben—. A Pata de Mosca y a la investigadora de dragones. Sin su elixir, Lung habría tenido que ir a buscarte a pie.

Ben sentó en su brazo a Pata de Mosca y golpeó suavemente su nariz.

—Muchas gracias —le dijo.

Luego acarició el largo cuello de Lung y propinó un tímido codazo en el costado a Piel de Azufre.

—Gracias —repitió—. A decir verdad, creía que iba a terminar mis días convertido en alpiste.

—¡Eso jamás lo habríamos permitido! —repuso Piel de Azufre chasqueando la lengua y limpiándose los labios con la mano—. Anda, echa un vistazo a ese mapa tuyo tan completo y dinos dónde hemos aterrizado —señaló las montañas que les rodeaban—. ¿También tienes la impresión de haber estado aquí antes?

Ben miró a su alrededor y sacudió la cabeza.

—¿Oyes el río? —preguntó preocupado.

Piel de Azufre aguzó el oído.

—No, hace mucho que he dejado de oírlo. Pero esas de ahí —señaló las cumbres cubiertas de nieve— se han acercado un buen trecho, si no me equivoco.

—Cierto —murmuró Ben.

A su lado, Lung se estiró y dejó escapar un bostezo.

—Ay-ay-ay —balbució Ben—. Te has quedado de nuevo sin dormir.

—No importa —dijo Lung bostezando de nuevo.

—¿Qué significa eso de «no importa»? —Piel de Azufre meneó la cabeza—. Necesitas dormir. Quién sabe cuántas montañas tendremos que cruzar todavía. Seguramente las peores aún están por llegar. ¿Cómo quieres atravesarlas bostezando?

Trepó un poco por la ladera y escudriñó en torno suyo.

—¡Aquí! —gritó de repente desde más arriba—. Aquí hay una cueva. Venid.

Lung y Ben subieron cansados hasta ella.

—Espero que no sea la morada de otro de esos horribles basiliscos —murmuró el dragón mientras Piel de Azufre desaparecía en su interior—. ¿O alguno de vosotros lleva encima un espejo?