Raptado
—¡Ahí están! —gritó Ben—. ¡Las vi en el ojo de Asif! ¡Seguro! ¿Las ves, Lung?
Con ademán excitado señaló hacia el este, donde la luz roja del sol naciente caía sobre una cordillera de formas extrañas. Llevaban dos noches sobrevolando tierras calurosas y llanas, lagos cubiertos de aves y antiquísimas fortalezas que se alzaban en montañas verdes, de cuyo aspecto cabría deducir que el tiempo se había detenido. A Ben algunos lugares le resultaban familiares. Creía haberlos visto en los ojos del djin. Aquellas montañas, sin embargo, las recordaba perfectamente. Eran como la espalda dentada de un dragón dormido.
—¡Ten cuidado, si sigues pataleando de esa forma acabarás rompiendo las correas! —le regañó Piel de Azufre mientras Lung descendía suavemente.
—¡Estoy completamente seguro, Piel de Azufre! —exclamó Ben—. ¡El monasterio tiene que estar detrás de esas montañas!
—¡Aún se encuentran muy lejos! —comentó Lung—. Pero conseguiremos llegar a sus estribaciones.
Con unos aletazos se deslizó sobre el río, que buscaba su camino por entre las orillas rocosas. La luna desaparecía ya, pero Lung siguió volando hasta que tuvo debajo de él las estribaciones de las Montañas del Dragón como unas zarpas rocosas. Sobrevoló en círculo las laderas buscando, hasta que se posó en una cima rocosa.
Abajo en las profundidades, se oía el rumor del río. Ante sus ojos las montañas, primero suaves, después cada vez más escarpadas, se alzaban hacia el cielo. Una cumbre seguía a otra igual que los picos de un dragón gigantesco. La siguiente cordillera era todavía más alta. Sus laderas cubiertas de nieve relucían a la luz del sol.
Lung se plantó de golpe entre las rocas, estiró bostezando sus cansados miembros y dejó que Ben y Piel de Azufre descendieran de su lomo.
—Parece que estamos en el camino correcto —dijo Piel de Azufre escudriñando a su alrededor—. Ni rastro de humanos. Sólo la carretera ahí abajo que sigue el curso del río, y por lo visto nadie la utiliza desde hace siglos.
—¡Qué cansado estoy! —murmuró Lung tumbándose con un bostezo a la sombra de un peñasco—. En los últimos días he dormido muy poco y he charlado en exceso.
—Te despertaremos cuando vuelva a oscurecer —contestó Ben. Miró hacia las montañas en forma de lomo de dragón y todas las imágenes que había presenciado en los ojos del djin reaparecieron de repente—. Ya no puede estar muy lejos —murmuró—. Estoy completamente seguro. Qué extraño. Me da la impresión de que he estado aquí antes.
—Bueno, es que has estado —comentó burlona Piel de Azufre—. ¿O no eres acaso el jinete del dragón revivido?
—Anda, déjalo ya.
Ben cogió dos de las exquisitas tortas que le había empaquetado Subaida Ghalib y se sentó con el mapa al lado de Lung. El dragón ya se había dormido.
—Detrás todo es amarillo —musitó Ben mordisqueando su torta—. ¿Qué significará? —pensativo apartó del mapa unas miguitas—. Bueno, da igual, nos limitaremos a permanecer cerca del río.
Pata de Mosca, adormilado, sacó la cabeza de la mochila y observó a su alrededor.
—¿Dónde estamos? —preguntó.
—En el buen camino —respondió Piel de Azufre hurgando en su mochila—. ¡Qué faena! Una cantimplora de agua se ha abierto. ¡Y la otra está casi vacía! —dio un codazo a Ben que seguía inclinado sobre el mapa—. ¡Eh, jinete del dragón!, si todo te resulta tan familiar seguro que sabrás dónde podemos encontrar agua, ¿no?
—¿Agua? —Ben levantó la vista preocupado.
Dobló el mapa, lo guardó en la mochila y miró en torno suyo.
—Iré a buscarla —dijo—, eh, Pata de Mosca, ¿te apetece acompañarme?
—Aquí estoy —dijo el homúnculo saliendo de la mochila—. Ya veréis, soy un buscador de agua de primera.
—Desde luego, y todos conocemos el motivo —gruñó Piel de Azufre.
—Vamos, Piel de Azufre, no seas quisquillosa.
Y sentando en su hombro a Pata de Mosca, Ben se colgó las cantimploras al cuello y se enroscó alrededor de la cabeza el pañuelo que le había regalado el profesor.
—Hasta ahora —se despidió.
—Hasta ahora —musitó Piel de Azufre acurrucándose junto a Lung—. No hace falta que os molestéis en buscar setas. En este yermo no crecería ni la amanita más raquítica.
Chasqueó la lengua y luego empezó a roncar.
—¿Qué es una amanita? —preguntó Ben en voz baja a Pata de Mosca—. Yo no la reconocería ni aunque me diera saltos en la mano.
—Las amanitas son un género de setas al que pertenecen las especies más exquisitas y también las más venenosas —contestó susurrando Pata de Mosca—. Se dividen en numerosas especies.
—¿Ah, sí? —Ben le miró asombrado—. ¿También eres un experto en setas? En serio, chico, me tienes completamente asombrado por la cantidad de conocimientos que caben en esa cabeza tan pequeña. En comparación, la mía está tan vacía como esta cantimplora. ¡Dime algunas!
Pata de Mosca obedeció mientras emprendían la marcha: amanita caesarea, amanita phalloides, amanita muscaria, amanita pantherina, amanita rubescens.
Ben halló una pendiente que no caía demasiado a pico y confió en el buen olfato de Pata de Mosca. Muy pronto se toparon con una fuente. Un agua espumeante manaba entre las piedras y buscaba después su camino montaña abajo. Ben depositó a Pata de Mosca en una piedra, se arrodilló junto al manantial y sumergió las cantimploras en el agua clara.
—La verdad es que me encantaría saber por qué la rata sombreó en amarillo todo lo de ahí enfrente —murmuró.
En las laderas de las montañas situadas frente a ellos no se descubría ningún ser viviente. Su sombra oscura se proyectaba sobre el valle.
—Lo ignoro, joven señor —contestó Pata de Mosca escurriéndose de la piedra en la que estaba sentado—. Pero creo que deberíamos regresar junto a los demás por el camino más corto.
—¡Qué va! —Ben enroscó el tapón de las cantimploras y se las colgó al cuello—. Me has vuelto a llamar «joven señor». La próxima vez te daré un pellizco en la nariz.
Ben se disponía a alzar al homúnculo hasta su hombro cuando de repente oyó un rumor encima de él. Una sombra cayó sobre las rocas que le rodeaban, como si las nubes ocultasen el sol. Ben miró al cielo y, asustado, se apretó contra la ladera de la montaña.
Un pájaro gigantesco se abatió sobre él, sacó las garras para cogerlo, y lo arrancó de las rocas como si fuera un escarabajo.
—¡Joven señor! —chilló Pata de Mosca—. ¡Joven señor!
Ben intentó morder las garras del pájaro gigante. Se retorció como una lombriz de tierra, pero no sirvió de nada. El pájaro profirió un grito áspero y ascendió hacia el cielo con su botín.
—¡Pata de Mosca! —gritó Ben desde las alturas—. ¡Ve a buscar a Lung, Pata de Mosca! ¡Ve a buscar a Lung! —después, el enorme pájaro se lo llevó.
Volaba hacia las montañas con forma de lomo de dragón.
Durante unos instantes, Pata de Mosca se quedó paralizado. Conteniendo la respiración de horror, siguió con la vista al formidable pájaro. Un sollozo brotó de su pecho. Luego, se incorporó y trepó presuroso como una araña peñas arriba.
—¡Más deprisa, Pata de Mosca, más deprisa! —jadeaba.
El precipicio que se abría a su espalda le inspiraba tal pavor que sentía náuseas. Resbalaba continuamente, perdiendo apoyo y deslizándose pendiente abajo. Sus finos dedos pronto quedaron desollados, sus rodillas huesudas, magulladas. Su corazón latía cada vez más deprisa, pero él no le prestaba atención. Sólo pensaba en las enormes alas del pájaro, que con cada aleteo se alejaba un poco más con el muchacho. Cuando divisó al fin la punta del rabo de Lung asomando entre las rocas, Pata de Mosca sollozó de alivio.
—¡Socorro! —gritó con el poquito aliento que le quedaba—. ¡Socorro, deprisa!
Con sus manitas sacudió el rabo del dragón dormido y tiró del pelaje de Piel de Azufre hasta que, entre sus dedos, se quedó con un mechón de pelos. Lung abrió los ojos, medio dormido. Piel de Azufre se levantó de un brinco, como si acabase de morderla una serpiente.
—¿Estás loco? —le rugió al homúnculo—. ¿Qué…? —no pudo seguir hablando.
—¡El joven señor! —chilló Pata de Mosca con voz estridente—. ¡Por favor, deprisa! ¡Deprisa! Un pájaro gigante… ¡Se lo ha llevado un pájaro gigante!
Lung se incorporó de un salto.
—¿Dónde? —preguntó.
—Se ha marchado volando hacia las Montañas del Dragón —gritó Pata de Mosca—. ¡Tienes que seguirlo!
—¡Eso es imposible! —gimió Piel de Azufre señalando el cielo—. Lung no puede volar. La luna ha desaparecido hace mucho rato.
—Saca la botellita —ordenó Lung—. Apresúrate.
Con las piernas temblorosas, Piel de Azufre sacó el rocío de luna de la mochila de Ben y vertió tres gotas en la lengua de Lung. Ella y el homúnculo contemplaron al dragón conteniendo el aliento. Este cerró los ojos unos instantes, volvió a abrirlos y se acercó al borde del precipicio.
—Aprisa, subid —les dijo—. Hemos de intentarlo.
Piel de Azufre cogió a Pata de Mosca y las mochilas y trepó al lomo de Lung. El dragón abrió las alas, se impulsó con los pies, y alzó el vuelo.
—¡Funciona! —gritó Pata de Mosca aferrándose a los brazos peludos de Piel de Azufre—. ¡Gracias al cielo!
Lung se sentía tan fuerte como si la luna llena iluminase desde el cielo. Iba disparado por entre las rocas, ascendiendo más y más, mientras su sombra se deslizaba veloz por las montañas iluminadas por la luz del día. Pronto llegaron a la cordillera del Dragón. Cinco cumbres se elevaban en el cielo azul, proyectando sus sombras sobre valles y gargantas. Lung miró buscando en torno suyo.
—¡Trompeta de los muertos! —se lamentó Piel de Azufre—. Aquí es más difícil encontrar un pájaro gigante que una trufa en el bosque.
—¡Pues hemos de encontrarlo! —se lamentó Pata de Mosca retorciéndose sus manitas—. ¡Oh, por favor!
Lung se adentró volando en la primera garganta.
—¡Ben! —gritaba Piel de Azufre—. ¡Contesta, Ben!
—¡Contesta, joven señor! —vociferaba Pata de Mosca.
El dragón giró la cabeza y profirió un fuerte berrido como Piel de Azufre nunca había oído hasta entonces. El grito del dragón resonó entre las piedras, recorrió las gargantas y no se extinguió hasta mucho más allá, pero ni siquiera los finos oídos de Piel de Azufre captaron una respuesta.
—Yo he leído algo de ese pájaro —clamaba Pata de Mosca—, en el libro del profesor. Es el ave Roc. La hemos atraído nosotros, igual que al basilisco y a la serpiente. ¡Qué desgracia más grande!
—¡Hablas demasiado, alfeñique! —le regañó Piel de Azufre—. El nombre del pájaro de nada nos sirve. Tenemos que encontrarlo, así que cierra el pico y abre los ojos.
—¡Sí, sí! —se lamentaba Pata de Mosca—. Pero si se ha comido ya al joven señor, ¿qué?
Su pregunta quedó en el aire.