Un cúmulo de mentiras

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A Pata de Mosca le encantaba la fiesta de los humanos: los cantos, la risa, el baile, y los niños persiguiéndose por la playa mientras la luna dibujaba una calle luminosa sobre el mar.

El homúnculo estaba sentado con Ben, Piel de Azufre y los Wiesengrund delante de la cabaña de Subaida Ghalib. Lung se había tumbado en la playa, y sólo acertaban a divisar su cabeza, tan rodeado estaba por los habitantes del pueblo. Siempre había alguien deseoso de acariciar las escamas del dragón, de trepar por su lomo picudo o de sentarse entre sus zarpas. Lung lo soportaba todo amablemente, pero Piel de Azufre lo conocía bastante como para percibir su impaciencia.

—¿Veis cómo se contraen sus orejas? —dijo embutiéndose una pata llena de arroz en la boca.

Dentro había pasas, almendras dulces y especias tan suculentas que, por primera vez en su larga vida, Piel de Azufre no se hartaba de la comida de los humanos.

—Cuando las orejas de Lung respingan de esa manera —precisó chasqueando la lengua— es que está impaciente, muy impaciente diría yo. ¿Veis esa arruga sobre su hocico? Os lo aseguro, lo que más le gustaría ahora es levantarse de un salto y emprender el vuelo.

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—Muy pronto podrá hacerlo —dijo Subaida Ghalib sentándose a su lado. En la mano sostenía una botellita de cristal rojo en la que relucía un líquido plateado—. He recogido todas las gotas de las hojas de las flores de dragón. Lamento no poder hacer más por vosotros. Toma, jinete del dragón —entregó la botellita a Ben—, guárdala con mucho cuidado. Confío en que no la necesitéis, pero estoy segura de que os ayudará.

Ben asintió y depositó el rocío de luna en su mochila. También llevaba dentro el mapa de la rata. Había hablado con Barnabas Wiesengrund de las indicaciones del djin. El profesor había explicado a Ben que el palacio que había visto en el ojo del djin sólo podía ser un monasterio que los Wiesengrund conocían de un viaje anterior. Se encontraba a poca distancia del lugar donde el Indo cambia su curso hacia el este, muy dentro del Himalaya. En ese territorio, el mapa de Gilbert Rabogris mostraba numerosas manchas blancas.

—¿Qué opinas tú, especialista en dragones? —le preguntó Piel de Azufre sacudiéndose de la piel unos granos de arroz—. ¿Puede llevarse un duende hambriento algo de comida humana como provisión?

Subaida Ghalib se echó a reír.

—Desde luego —afirmó—. Al fin y al cabo todos deseamos que conserves tus fuerzas. Quién sabe cuántos cuervos encantados tendrás que espantar todavía en el cielo.

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—Sí, quién sabe —murmuró Piel de Azufre mirando hacia arriba.

Sus ojos penetrantes no descubrieron ni el menor puntito negro entre las estrellas, pero desconfiaba. La noche era una excelente capa tras la que ocultar las plumas negras.

—Eh, Pata de Mosca —dijo tirando de la manga al homúnculo—, búscate algún charco. Ya va siendo hora de hablar con tu maestro.

Pata de Mosca, que estaba sentado en la rodilla de Ben contemplando con expresión soñadora a los asistentes a la fiesta, se sobresaltó.

—¿Qué has dicho?

—¡Ortiga Abrasadora! —repitió Piel de Azufre impaciente—. ¡Tu antiguo maestro! Averigua si sigue en el desierto. Pronto emprenderemos el vuelo.

—Oh, claro —musitó Pata de Mosca, deprimido.

—¿Quieres que te acompañe? —preguntó Ben.

—Oh, ¿haríais eso, joven señor? —Pata de Mosca miró, agradecido, al muchacho.

—Por supuesto. —Ben sentó al homúnculo en su hombro y se levantó—. Pero como vuelvas a llamarme «joven señor», me marcharé y tendrás que hablar solo con el monstruo.

Pata de Mosca asintió y se agarró al jersey del chico.

—Bien, encargaos de eso vosotros —les recomendó Barnabas Wiesengrund mientras se alejaban—. Entretanto, Subaida y yo libraremos a Lung de sus admiradores.

Ben condujo a Pata de Mosca hasta el huerto de flores de dragón. En el suelo, junto a la valla, estaba incrustado el pilón de una fuente poco profunda, que Subaida utilizaba para regar las plantas cuando el calor marchitaba sus hojas. Estaba tapada con un plástico negro para que el valioso líquido no se evaporara con el sol.

Ben depositó en el suelo a Pata de Mosca, apartó el plástico y se sentó en la valla. Las flores de dragón habían abierto del todo sus capullos y sus hojas espinosas brillaban en la oscuridad.

—¿Qué ocurrirá si realmente continúa en el desierto? —preguntó Ben—. ¿Podrá contestarte a pesar de todo?

El homúnculo meneó la cabeza.

—No, sin agua, imposible. Pero no creo que Ortiga Abrasadora siga en el desierto.

—¿Por qué?

—Lo intuyo —murmuró Pata de Mosca cogiendo una piedra pequeña.

Ben se deslizaba, inquieto, por encima de la valla.

—Si llegara a aparecer ¿crees que podría verme aquí? —inquirió.

Pata de Mosca sacudió la cabeza. Con las piernas temblorosas se acercó al borde del agua. Su reflejo era más pálido que el de la luna. Pero el aroma de las flores inundaba la noche y tranquilizó su desbocado corazón.

—Permanece oscura —susurró el homúnculo—. ¡Permanece oscura, agua!

Después tiró la piedra. ¡Plas! Círculos brillantes se expandieron por la superficie. Pata de Mosca contuvo la respiración. En la oscura pila apareció una imagen. Pero no era la de Ortiga Abrasadora.

—¡Barba de Guijo! —Pata de Mosca retrocedió, sorprendido.

—¡Oh, Pata de Mosca, por fin das señales de vida! —el enano de las rocas echó hacia atrás su desmesurado sombrero; gruesas lágrimas rodaban por su nariz—. El maestro, el Gran Dorado —levantó de golpe sus cortos bracitos y volvió a dejarlos caer con aire de impotencia—, él, él, él…

—¿Qué… qué… qué le ha pasado? —tartamudeó Pata de Mosca.

Ben, curioso, se inclinó hacia abajo apoyado en la valla.

—¡Se hundió! —gimió Barba de Guijo—. ¡En la arena! Zas, desapareció. ¡Oooh! —puso los ojos en blanco y prosiguió con voz ronca—: ¡Fue taaaan horrible, Pata de Mosca! Los chirridos. Los chillidos… y luego, de repente… —el enano se inclinó hasta que pareció que su nariz iba a atravesar el agua—… todo quedó en silencio. En completo silencio —volvió a enderezarse y se encogió de hombros—. ¿Qué podía hacer yo? ¿Desenterrarlo?, imposible. ¡Soy demasiado pequeño!

Pata de Mosca observó pensativo al compungido enano. Lo que acababa de contarle Barba de Guijo le resultaba increíble. ¿Era de verdad posible que todas sus preocupaciones hubieran desaparecido en la arena de un desierto lejano?

—¿Dónde estás ahora, Barba de Guijo? —preguntó Pata de Mosca al enano, que se sorbía los mocos.

—¿Yo? —Barba de Guijo se limpió la nariz en la manga de su chaqueta—. Tuve suerte. Pasó una caravana por donde… —volvió a echarse a llorar—, por donde se hundió mi Áureo Señor. Logré aferrarme a la pata de un camello. Así llegué a una ciudad, una ciudad humana repleta de oro y diamantes. Un lugar maravilloso, te lo aseguro, absolutamente maravilloso.

Pata de Mosca asintió y, clavando sus ojos en el agua, se enfrascó en sus pensamientos.

—¿Y tú? —le preguntó el enano—. ¿Dónde estás ahora?

Pata de Mosca estaba a punto de abrir la boca, pero en el último instante se contuvo.

—Nosotros —dijo rehuyendo la respuesta— no conseguimos salir del desierto hasta ayer, y tampoco hemos descubierto a los dragones. Ese infame djin nos mintió.

—Sí. ¡Menudo canalla! —Barba de Guijo observaba a Pata de Mosca, pero el homúnculo apenas conseguía distinguir los ojos del enano, la sombra de la gigantesca ala de su sombrero caía sobre ellos.

—¿Qué vais a hacer ahora? —quiso saber Barba de Guijo—. ¿Por dónde piensa seguir su búsqueda el dragón?

Pata de Mosca, encogiéndose de hombros, adoptó una expresión de indiferencia.

—No lo sé. Anda terriblemente cabizbajo. ¿Has visto a Cuervo últimamente?

Barba de Guijo sacudió la cabeza.

—No, ¿por qué lo preguntas? —miró a su alrededor—. Ahora tengo que terminar —cuchicheó—. Que te vaya bien, Pata de Mosca. Quizá volvamos a vernos algún día.

—Sí —murmuró Pata de Mosca mientras la imagen de Barba de Guijo se desvanecía en el agua negra.

—¡Hurraaaa! —Ben bajó de la valla de un salto.

Levantó a Pata de Mosca, se lo puso en la cabeza y bailó con él alrededor de las flores de dragón.

—¡Nos hemos librado de él! —cantaba—. ¡Nos hemos librado de éeeeeel! Hundido ha quedado en la arena, hasta las mismas orejas. Hundido está en la miseria. Ese viejo y repulsivo engendro de dragón, por fin desapareció. ¡Caramba, amigo! —rio apoyándose en la valla—. ¿Lo has oído? ¡Soy un verdadero poeta! ¡Je!

Volvió a quitarse de la cabeza a Pata de Mosca y lo sostuvo delante de su rostro.

—¿Callas? No pareces muy dichoso que digamos. ¿Acaso le tenías cariño a ese devorador de dragones?

—¡No! —Pata de Mosca sacudió la cabeza indignado—. Es sólo… —se frotó su nariz puntiaguda—… que parece demasiado bueno para ser verdad, ¿sabéis? Me ha fastidiado tantísimo tiempo, le he tenido tanto miedo durante cientos y cientos de años que ahora… —miró al chico—, ahora ¿se hunde sin más ni más en la arena? ¡No! —sacudió la cabeza—. Me resisto a creerlo.

—¡Pero qué dices! —Ben le dio un empujoncito con el dedo en su pecho esmirriado—. El enano no parece un mentiroso. El desierto está plagado de arenas movedizas. Lo vi una vez por televisión. Esas arenas movedizas son capaces de tragarse a un camello entero como si fuera una pulga, créeme.

Pata de Mosca asintió.

—Sí, sí, yo también he oído hablar de eso. Pero…

—No hay pero que valga —replicó Ben colocándolo en su hombro—. Tú nos has salvado. Después de todo, tú fuiste quien le envió al desierto. ¿Te figuras la cara que pondrá Piel de Azufre cuando se lo contemos? ¡Me muero de impaciencia por hacerlo!

Y a continuación echó a correr hacia la playa tan rápido como se lo permitían sus piernas, para transmitir la buena noticia.