Ortiga Abrasadora se entera de todo
—¡Escupe! —bramaba Ortiga Abrasadora—. ¡Escupe de una vez, enano inútil!
Con el rabo contrayéndose convulsivamente, estaba sentado entre las dunas, rodeado por las montañas de arena de las que Barba de Guijo le había liberado. Fue una suerte para Ortiga Abrasadora que los enanos de las rocas estuvieran acostumbrados a cavar. Barba de Guijo reunió con esfuerzo una gota de saliva en su boca seca y, frunciendo los labios, la escupió en la fuente que había tallado en el cactus mordido.
—¡Esto será inútil, Áureo Señor! —despotricaba—. ¡Fijaos! El sol nos asará antes de haber reunido el líquido suficiente.
—¡Escupe! —gruñó Ortiga Abrasadora, contribuyendo él mismo con un charco de saliva de un verde tóxico.
—¡Uyyyyy! —Barba de Guijo se inclinó sobre la fuente tan excitado que su sombrero estuvo a punto de caerse dentro—. ¡Eso ha sido colosal, Áureo Señor! ¡Un lago entero! ¿Lago digo?, ¡un mar de saliva! ¡Y funciona! ¡Increíble! El sol se refleja en él. ¡Ojalá no lo evapore enseguida!
—¡Pues sitúate de forma que puedas darle sombra, cabeza de chorlito! —gruñó Ortiga Abrasadora.
Después volvió a escupir. ¡Plas! Un charco verde flotó sobre la carne del cactus. ¡Pis, pas!, Barba de Guijo aportó su parte. Escupieron y escupieron hasta que las fauces de Ortiga Abrasadora se secaron.
—¡Aparta! —rugió.
Y tirando de un empujón al enano a la arena caliente, clavó un ojo rojo en el charquito que habían creado entre los dos. Por un instante aquel caldo verde siguió turbio, pero de repente comenzó a relucir como un espejo y la oscura figura de un cuervo apareció en la fuente hecha con la carne del cactus.
—¡Por fin! —graznó el cuervo, dejando caer la piedra que sostenía en el pico—. ¿Dónde estabais, maestro? He tirado más piedras a este mar que estrellas hay en el cielo. ¡Tenéis que devorar al duende! ¡Al instante! ¡Mirad esto!
Levantó furioso el ala izquierda donde seguía pegada la piedrecita que Piel de Azufre le había arrojado. La saliva de duende era muy consistente.
—¡No seas tan quejica! —gruñó Ortiga Abrasadora—. Y olvídate del duende. ¿Dónde está Pata de Mosca? ¿Qué hizo cuando escuchó al djin? ¿Meterse pasas en las orejas? ¡En este maldito desierto al que me ha enviado no se encuentra ni la punta de la cola de un dragón!
El cuervo abrió el pico, lo cerró y volvió a abrirlo.
—¿Desierto? ¿Cómo que desierto? —graznó asombrado—. ¿De qué me habláis, maestro? El dragón plateado hace mucho que sobrevoló el mar, y Pata de Mosca con él. Los vi por última vez a lomos de una serpiente marina. ¿Acaso no os ha informado de ello? —volvió a levantar sus alas con gesto acusador—. Allí es donde el duende hizo magia con la piedra. Por eso os llamaba. Pata de Mosca no movió ni un dedo para impedir a esa cara peluda que lo hiciera.
Ortiga Abrasadora frunció el ceño.
—¿El mar? —gruñó.
El cuervo se inclinó un poco hacia delante.
—¡Maestro! —gritó—. Maestro, os veo tan mal.
Impaciente, Ortiga Abrasadora volvió a escupir en el recipiente hecho con el cactus.
—¡Sí! —exclamó el cuervo—. Sí, ahora os percibo mucho mejor.
—¿Qué mar? —le interpeló rudamente Ortiga Abrasadora.
—¡Vos lo conocéis, maestro! —respondió el cuervo—. Y también a la serpiente. ¿No recordáis la noche que disteis caza a los dragones mientras se bañaban? Estoy seguro de que era la misma serpiente que os detuvo entonces.
—¡Silencio! —rugió Ortiga Abrasadora.
Poco le faltó para destrozar la fuente de un zarpazo de rabia. Resollando, hundió sus garras en la arena.
—¡Yo no me acuerdo! ¡Y será mejor que tampoco te acuerdes tú! Ahora lárgate, necesito reflexionar.
El cuervo retrocedió asustado.
—¿Y el duende? —graznó pusilánime—. ¿Qué pasa con el duende?
—¡Que te largueeeees! —bramó Ortiga Abrasadora.
La imagen del cuervo se esfumó y en el charco verde tan sólo se reflejó el sol del desierto.
—¡Pa-ta-de-Mos-ca! —bufó Ortiga Abrasadora.
Se incorporó y, resoplando, golpeó la arena con sus coletazos.
—¡Eeeeesa pulga pestilenteeee! ¡Ese engendro de patas de araña! ¡Ese narigudo cerebro de mosquito! ¡Ha osado de verdad mentirme a miiiiiií! —los ojos de Ortiga Abrasadora ardían como fuego—. ¡Lo aplastaré! —vociferaba en medio de la inmensidad del desierto—. ¡Lo cascaré como a una nuez, lo devoraré igual que a sus hermanos! ¡Aaaarg! —abría la boca y gritaba tan fuerte que Barba de Guijo se arrojó temblando sobre la arena, cubriéndose los oídos con su sombrero.
—¡A mi espalda, limpiacorazas! —le ordenó Ortiga Abrasadora con tono grosero.
—¡Sí, Vuestra Doracidad! —balbuceó el enano.
Con las rodillas temblorosas corrió por el rabo de su maestro y trepó hasta arriba con tal celeridad que por poco pierde el sombrero.
—Y ahora, ¿volveremos por fin a casa, Vuestra Doracidad? —le preguntó.
—¿A casa? —Ortiga Abrasadora rio roncamente—. Ahora vamos de caza. Pero antes le contarás al traicionero Pata de Mosca mi espantoso final en el desierto.
—¿Vuestro qué? —preguntó Barba de Guijo estupefacto.
—¡Que me he oxidado, cretino! —le increpó Ortiga Abrasadora—. Oxidado, enarenado, sepultado, desecado, piensa lo que se te antoje. Basta con que parezca sincero, tan sincero que el pequeño traidor dé saltos de alegría y nos conduzca hasta nuestro botín sin sospechar nada.
—Pero, —Barba de Guijo se elevó jadeando hasta la gigantesca cabeza de su maestro—, ¿cómo volveréis a encontrar a ese patas de araña?
—Deja que yo me ocupe de eso —le respondió Ortiga Abrasadora—. Adivino hacia dónde se dirigía el dragón plateado. Pero ahora, lo primero que necesitamos es un espejo de agua grande y hermoso para que relates tu falsa historia. Y como no la cuentes de forma que crea cada una de tus palabras, enano. —Ortiga Abrasadora deformó su hocico en una sonrisa horrenda—, te devoraré.
Barba de Guijo se estremeció.
Ortiga Abrasadora hundió una garra negra en el charquito de saliva y desapareció del Gran Desierto como un espectro. En la arena sólo quedaron las huellas de sus formidables zarpas. Y el plumero de Barba de Guijo. Pero el viento del desierto no tardó en cubrirlos para siempre.