Consejos y advertencias

9

Al llegar, encontraron a Barba de Pizarra a la entrada de su cueva escuchando la lluvia.

—¿No has cambiado de idea? —preguntó cuando Lung se echó a su lado en el suelo rocoso. El joven dragón negó con la cabeza.

—Pero no volaré solo. Piel de Azufre me acompañará.

—¡Caramba! —el viejo dragón miró a Piel de Azufre—. Bien. Podrá serte útil. Conoce a los humanos, posee una aguda inteligencia y es por naturaleza más desconfiada que nosotros, lo que no te perjudicará en tu viaje. El único problema podría ser su voraz apetito, pero ya se acostumbrará a pasar un poquito de hambre.

Piel de Azufre se miró, intranquila, la barriga.

—Prestad atención —prosiguió Barba de Pizarra—, no es mucho lo que recuerdo. Las imágenes se confunden cada vez más en mi cabeza, pero hay algo que sé con certeza: tenéis que volar a la montaña más alta del mundo. Está situada muy lejos hacia Oriente. Allí buscaréis La orilla del cielo, una cadena de cumbres cubiertas de nieve que rodean un valle como si fuesen un anillo de piedra. Las flores azules de allí… —Barba de Pizarra cerró los ojos—, por las noches, su aroma pende tan denso en el aire frío que se puede paladear —suspiró—. Ay, mis recuerdos palidecen y parecen envueltos en niebla. Pero es un lugar maravilloso —su cabeza cayó sobre sus zarpas, cerró los ojos y su aliento se aceleró—. Había algo más —musitó—. El ojo de la luna. No consigo acordarme.

—¿El ojo de la luna? —Piel de Azufre se inclinó hacia él—. ¿Qué es eso?

Pero Barba de Pizarra se limitó a menear, somnoliento, la cabeza.

—No me acuerdo —resopló—. Guardaos… —su voz se hizo tan queda que apenas se la podía oír—, guardaos de El Dorado —y a continuación un ronquido brotó de su boca.

Lung se incorporó meditabundo.

—¿Qué habrá querido decir? —preguntó Piel de Azufre inquieta—. Anda, vamos a despertarle.

Pero Lung negó con la cabeza.

—Déjale dormir. Creo que no puede decirnos más de lo que hemos escuchado.

Abandonaron la cueva en silencio. Cuando Lung miró al cielo, vio la luna por primera vez en esa noche.

—Vaya —dijo Piel de Azufre levantando la mano—, por lo menos ha dejado de llover —de repente, se dio una palmada en la frente—. ¡Por el bejín y la foliota escamosa! —exclamó dejándose resbalar por el lomo de Lung—. Todavía tengo que empaquetar mis provisiones. Quién sabe a qué parajes desolados y sin setas iremos a parar. Enseguida vuelvo. Pero —añadió agitando amenazadoramente un dedo peludo ante el hocico de Lung—, ay de ti como se te ocurra echar a volar solo.

Y tras estas palabras, desapareció en la oscuridad.

—Oye, Lung, tú no sabes mucho que digamos sobre la meta de tu búsqueda —le comentó preocupada la rata con voz nasal—. No estás acostumbrado a guiarte por las estrellas, y Piel de Azufre está casi siempre tan ocupada con las setas que confundirá el sur con el norte y la luna con el lucero vespertino. No. —Rata se acarició la barba y miró al dragón—. Créeme, necesitáis ayuda. Tengo un primo que dibuja mapas, unos mapas muy especiales. Quizá no sepa dónde está La orilla del cielo, pero seguro que puede decirte dónde encontrarás la montaña más alta del mundo. Ve a verle. Visitarlo no está exento del todo de peligros, porque… —Rata frunció el ceño—, vive en una gran ciudad. Pero creo que deberías correr el riesgo. Si te pones pronto encamino, estarás allí dentro de dos noches.

—¿En una ciudad? —Piel de Azufre surgió de la niebla como un fantasma.

—¡Maldición, me has dado un susto de muerte! —exclamó Rata—. Sí, mi primo vive en una ciudad de los humanos. Una vez hayáis dejado el mar a vuestras espaldas, volad siempre tierra adentro hacia el Oriente: no tiene pérdida. Es gigantesca, cien veces más grande que este valle, repleta de puentes y torres. Allí, en un viejo almacén junto al río, vive mi primo.

—¿Se parece a ti? —preguntó Piel de Azufre embutiéndose unas cuantas hojas en la boca. Cargaba a la espalda una mochila rebosante, botín de una excursión al mundo de los humanos—. Claro, vosotras las ratas sois todas iguales: grises, grises, grises…

—¡Un color muy práctico! —bufó Rata—. Al contrario que tus ridículas manchas. Pero mi primo es blanco, blanco como la nieve. Él lo lamenta mucho.

—Dejad de discutir —ordenó Lung levantando la vista hacia el cielo.

La luna estaba muy alta. Si quería partir esa misma noche, ya iba siendo hora.

—Sube, Piel de Azufre —le dijo—. ¿O crees que debemos llevarnos a Rata para que tengas con quien discutir?

—¡No, gracias! —Rata retrocedió unos pasitos asustada—. No me apetece nada viajar. Me basta con conocer el mundo a través de las historias. Es mucho menos peligroso.

—Y yo no discuto jamás —rezongó Piel de Azufre con la boca llena mientras trepaba a lomos del dragón—. Es que estas narices puntiagudas son muy puntillosas.

Lung extendió las alas. Piel de Azufre se agarró deprisa a una de las tremendas púas de su espalda.

—Cuídate, Rata —dijo el dragón, y, agachando el cuello, dio al pequeño animal un tierno empujoncito con el morro—. Ahora durante mucho tiempo no podré protegerte de los gatos salvajes.

Después dio un paso atrás, se separó del suelo húmedo con un vigoroso impulso y se elevó en el aire batiendo poderosamente las alas.

—¡Oh, no! —gimió Piel de Azufre, aferrándose con tanta fuerza que le dolían los dedos.

Lung ascendía cada vez más en el cielo oscuro. Un viento gélido silbaba alrededor de las orejas puntiagudas de la duende.

—Jamás me acostumbraré —murmuró—. A no ser que algún día me salgan plumas —se asomó con cuidado al abismo—. Ni uno —masculló—, pero es que ni uno saca el cuello de la cueva para despedirse. Seguramente no volverán a salir hasta que el agua les llegue a la barbilla. ¡Eh, Lung! —gritó al dragón—. Conozco un sitio encantador ahí delante, tras las colinas. ¿No sería mejor que nos quedásemos aquí?

Pero Lung no contestó.

Y las colinas negras se deslizaron entre él y el valle en el que había nacido.