El dragón
Cuando Lung se dirigió al poblado con Ben y Piel de Azufre, el cielo brillaba a la suave luz de la mañana y el sol aún no calentaba demasiado. Bandadas de aves marinas blancas describían círculos por encima del dragón y anunciaban su llegada con gritos excitados.
Los habitantes del poblado ya estaban esperándole delante de sus cabañas, con sus hijos en brazos. La playa estaba alfombrada de flores. Sobre los techos de las cabañas tremolaban dragones de papel, y hasta los niños más pequeños llevaban puestas sus mejores galas. En lo alto del lomo del dragón Ben se sentía como un rey. Miró a su alrededor buscando a los cuervos, pero no logró descubrir ninguno. Los gatos del pueblo, blancos, amarillos, atigrados y moteados, pululaban por doquier, por los tejados, delante de las cabañas y en las ramas de los escasos árboles. Lung pasó ante gatos y humanos, pisando los pétalos de flores, hasta que descubrió a Barnabas Wiesengrund. Cuando se detuvo ante el profesor, todos a su alrededor retrocedieron respetuosamente. Sólo Subaida Ghalib y Ginebra permanecieron en su sitio.
—Mi querido Lung —dijo Barnabas con una profunda inclinación—. Contemplarte me hace hoy tan feliz como en nuestro primer encuentro. A mi esposa la conocerás después, pero ahora te presento a mi hija Ginebra. A su lado se encuentra Subaida Ghalib, la especialista en dragones más famosa del mundo, que te ayudará a vencer a la luna negra.
Lung volvió la cabeza hacia ella.
—¿Puedes hacerlo? —le preguntó.
—Creo que sí, Asdaha. —Subaida Ghalib se inclinó sonriente—. Asdaha, así te llamas en nuestra lengua. Khuea hasiz. Dios te guarde. ¿Sabes que me imaginaba tus ojos exactamente así? —con gesto vacilante levantó la mano y acarició las escamas de Lung.
Entonces, los niños perdieron el último resquicio de temor. Bajaron de los brazos de sus padres, rodearon al dragón y lo acariciaron. Lung se los permitió, dándoles a todos suaves empujones con el hocico. Los niños se escondían riendo entre sus patas y los más valientes se agarraron a las púas de su rabo y treparon hasta el lomo. Piel de Azufre observaba muy inquieta aquel barullo humano. Le picaban las orejas y ni siquiera mordisquear su robellón la tranquilizaba. Tenía por costumbre evitar el encuentro con humanos, esconderse cuando los olía o escuchaba. Aunque esto había cambiado gracias a Ben, esa multitud humana incrementaba dolorosamente los latidos de su corazón de duende.
Cuando el primer chico extraño apareció tras ella, del susto se le cayó la seta de las patas.
—¡Eh, eh! —bufó al chico—. ¡Baja de ahí, hombrecillo!
El chico, asustado, se agachó detrás de las púas de Lung.
—Déjalo, Piel de Azufre —la tranquilizó Ben—. ¿No ves que a Lung no le importa?
Piel de Azufre se limitó a gruñir mientras sujetaba con fuerza y desconfianza su mochila.
Pero el chico desconocido, poco interesado en su contenido, se limitaba a mirar fijamente a la peluda duende. Preguntó algo en voz baja. Otros dos niños más aparecieron a su espalda.
—¿Qué es lo que quiere? —rezongó Piel de Azufre—. Apenas entiendo este lenguaje humano.
—Ha preguntado si eres un pequeño demonio —tradujo Pata de Mosca, que estaba sentado entre las piernas de Ben.
—¿Cómo?
Ben sonrió burlón.
—Algo parecido a un espíritu maligno.
—¡Lo que me faltaba! —replicó Piel de Azufre enfurecida—. ¡Pues no, no lo soy! —bufó a los niños que atisbaban por detrás de las púas de Lung—. Soy un duende. Un duende de los bosques.
—¿Dubidai? —preguntó una niña señalando el pelaje de Piel de Azufre.
—¿Y eso qué significa? —la duende frunció la nariz.
—Parece ser la denominación local de «duende» —opinó Pata de Mosca—. Aunque se asombran de que sólo tengas dos patas.
—¿Dos solamente? —Piel de Azufre sacudió la cabeza—. ¿Acaso ellos tienen más?
Un niño pequeño alargó la mano como un valiente, vaciló un instante y acarició la pata de Piel de Azufre. Al principio, ella retrocedió sobresaltada, pero después se lo permitió. El niño murmuró algo.
—Vaya, vaya —refunfuñó Piel de Azufre—. Eso sí que lo he entendido. El hombrecillo de piel de boletus dice que parezco una reina de los gatos. ¿Qué me decís ahora? —dijo acariciándose halagada su piel moteada.
—Vamos, Piel de Azufre —le dijo Ben—. Dejemos un poquito de sitio libre aquí arriba. A nosotros el lomo de Lung nos resulta de lo más familiar, pero para estos niños es algo completamente nuevo.
Pero Piel de Azufre sacudió la cabeza con energía.
—¿Cómo? ¿Bajar ahí abajo? ¡De ninguna manera! —asustada, se agarró con fuerza a las púas de Lung—. No, yo me quedo aquí arriba tan ricamente. Baja tú y déjate pisotear por tus congéneres.
—Bueno, pues entonces quédate, gruñona peluda —y colocando a Pata de Mosca en su mochila, Ben pasó junto a los niños descolgándose del lomo de Lung.
El dragón estaba en ese momento dándole un lametón en la nariz a una niña que le había colgado una corona de flores en los cuernos. Cada vez más niños trepaban a su lomo, se agarraban a sus púas, tiraban de las correas de cuero con las que se ataban sus jinetes y acariciaban las cálidas escamas plateadas. Piel de Azufre, cruzada de brazos en medio de todo ese barullo, sujetaba con firmeza su mochila.
—Piel de Azufre está enfadada —murmuró Ben al oído del dragón.
Lung, tras echar un vistazo, sacudió la cabeza burlón.
También los adultos se apiñaban alrededor del dragón para tocarlo e intentar captar una mirada suya. Lung se volvió hacia Subaida Ghalib, que observaba con una sonrisa a los niños subidos a su lomo.
—Cuéntame cómo se puede vencer a la luna —le rogó.
—Para eso deberíamos buscar un lugar más tranquilo —repuso la investigadora—. Acompáñame al lugar donde hallé la solución al misterio.
Al levantar las manos, sus pulseras tintinearon y los anillos de su mano refulgieron a la luz del sol. En el acto reinó el silencio. Las voces excitadas enmudecieron. Los niños se deslizaron del lomo de Lung, y ya sólo se oyó el rumor del mar. Subaida Ghalib dirigió unas palabras a los habitantes del pueblo.
—Voy a ir con el dragón a la tumba del jinete del dragón —tradujo Pata de Mosca—. He de tratar con él cuestiones importantes que no pueden llegar a oídos indiscretos.
Los habitantes del pueblo levantaron la vista hacia el cielo. Subaida les había hablado de los cuervos. Pero el cielo estaba vacío, excepto una bandada de aves marinas blancas que se dirigía hacia el río. Un anciano avanzó y dijo algo.
—Entonces prepararemos la fiesta mientras tanto —continuó traduciendo Pata de Mosca—. La fiesta que celebra el regreso de los dragones y del jinete del dragón.
—¿Una fiesta? —quiso saber Ben—. ¿Para nosotros?
Subaida se volvió sonriente hacia él.
—Naturalmente. No os dejarán partir de nuevo sin asistir a ella. Las gentes de aquí creen que un dragón trae un año de suerte. Suerte y lluvia, que aquí es considerada casi la mayor suerte de todas.
Ben miró el cielo azul.
—Pues no tiene pinta de llover —comentó.
—Quién sabe. La suerte del dragón viene como el viento —respondió Subaida—. Pero ahora, acompañadme —y volviéndose, hizo una seña a Lung con su mano cuajada de anillos.
El dragón se disponía a seguirla cuando Ginebra Wiesengrund le dio unos tímidos golpecitos en la pata delantera.
—Por favor —le pidió—, ¿crees que te resultaría muy pesado…? Bueno, no sé, ¿no podrías…?
Lung agachó la cabeza.
—Sube —le contestó—. Puedo llevar a diez de tu tamaño sin darme cuenta.
—¿Y qué pasa conmigo? —exclamó Subaida Ghalib poniendo los brazos en jarras—. Temo que es demasiado incluso para un dragón, ¿me equivoco?
Lung volvió a agachar el cuello sonriendo. Entonces, Subaida se remangó sus amplios ropajes y trepó por las púas del dragón.
Piel de Azufre miró con expresión sombría a la chica y a la mujer, pero Ginebra le tendió la mano diciendo:
—Hola, estoy realmente muy contenta de conocerte.
Y su rostro peludo se iluminó.
Mientras Lung trasladaba a sus tres amazonas hasta la tumba del jinete del dragón, que estaba situada en una colina detrás de las cabañas, Ben, junto con Barnabas Wiesengrund y Pata de Mosca, le seguía a pie.
—Sí —dijo el profesor mientras delante de ellos el rabo de Lung se arrastraba por la arena—, la verdad es que a Ginebra también le encanta cabalgar sobre elefantes y camellos. Yo me doy por satisfecho con sostenerme a lomos de un burro. Ah, por cierto —pasó a Ben el brazo por los hombros—, mi esposa nos espera junto a la tumba. Espero que allí nos cuentes por fin todas vuestras aventuras desde nuestro último encuentro. Vita arde en deseos de conoceros, a ti, a Piel de Azufre y, sobre todo, a Pata de Mosca. Ella conoce a algunos duendes, pero siempre ha tenido muchas ganas de encontrarse con un homúnculo.
—¿Has oído, Pata de Mosca? —preguntó Ben volviendo la cabeza hacia el hombrecillo sentado en su hombro.
Pero el homúnculo estaba sumido en sus pensamientos. Ante sus ojos desfilaban aún los rostros felices de los habitantes del pueblo al paso de Lung por sus cabañas. Hasta entonces, sólo en dos ocasiones había entrado con su maestro en un pueblo de humanos, pero Ortiga Abrasadora jamás había sido portador de suerte. Miedo era todo lo que traía. Y disfrutaba con ello.
—¿Te ocurre algo, Pata de Mosca? —le preguntó Ben preocupado.
—¡Oh, no, no, joven señor! —respondió el homúnculo pasándose la mano por la frente.
El profesor rodeó los hombros de Ben con su brazo.
—¡Ay, me muero de curiosidad! Dime sólo una cosa —miró hacia el cielo, pero seguía sin divisar cuervo alguno. A pesar de todo, bajó la voz—. ¿Conocía el djin la respuesta? ¿Planteaste la pregunta correcta?
Ben sonrió.
—Sí, pero sus palabras fueron un tanto enigmáticas.
—¿Enigmáticas? Es típico de esas criaturas, pero… —el profesor meneó la cabeza—. No, no, luego me contarás lo que te dijo. Cuando esté presente Vita. Ella también merece oírlo. Sin ella jamás me habría atrevido a subir al maldito avión que nos trajo hasta aquí. Además, desde esa historia de espías me he vuelto muy cauteloso.
Pata de Mosca no pudo evitarlo. Al escuchar la palabra «espías», dio un respingo.
—Mi querido Pata de Mosca —le dijo el profesor—. En cierto modo pareces enfermo. ¿Acaso no te sienta bien volar?
—Yo también creo que tiene mal aspecto —confirmó Ben preocupado, dirigiendo a Pata de Mosca una mirada de reojo.
—No, no —balbuceó el homúnculo—. No es nada, de veras. Sólo que el calor me disgusta. No estoy acostumbrado a él —se limpió el sudor de la frente—. He sido creado para el frío. Para el frío y la oscuridad.
Ben lo miró sorprendido.
—¿Cómo? Yo creía que procedías de Arabia.
Pata de Mosca le miró asustado.
—¿Arabia? Yo… ejem, es verdad, pero…
Barnabas Wiesengrund ahorró al homúnculo la difícil respuesta.
—Perdonad que os interrumpa —les dijo señalando hacia delante—, pero estamos a punto de llegar a la tumba. Es eso de ahí arriba. ¡Ahí está Vita! —saludó agitando la mano, y la dejó caer asustado—. ¡Madre mía! ¿Estás viendo eso, hijo?
—Sí —contestó Ben frunciendo el ceño—. Ahí nos esperan ya dos cuervos gordos.