Un reencuentro sorprendente

42

Los pájaros revoloteaban chillando en el cielo nocturno mientras Ben vadeaba las aguas cálidas del río. Por los bancos de arena se arrastraban tortugas gigantescas que llegaban desde el mar para depositar sus huevos, pero Ben apenas tenía ojos para ellas. Con un suspiro contempló la tarjeta de visita de la especialista en dragones, que le había entregado Barnabas Wiesengrund. No le serviría de mucho. En ella figuraban dos direcciones, una en Londres y otra en Karachi, y su nombre: Subaida Ghalib. Ben contempló el mar. Una banda clara pendía sobre el horizonte. El día comenzaba a disipar la noche con sus cálidos dedos.

—A lo mejor le planto directamente la tarjeta delante de las narices a un par de niños —murmuró Ben— y alguno me dice dónde vive.

De pronto, Pata de Mosca le tiró del lóbulo de la oreja. Había salido de la mochila y se estaba acomodando en el hombro de Ben.

—Ellos no podrán leer la tarjeta —le comentó.

—¿Por qué? —Ben frunció el ceño—. Hasta yo puedo leerla. Su-bai-da Gha-lib.

—¡Magnífico! —Pata de Mosca soltó una risita—. Entonces deberíais leerles el nombre. Aquí apenas habrá quien pueda descifrar esa escritura. Eso contando con que los niños de este poblado sepan leer. ¡La carta está escrita con caracteres europeos, joven señor! Aquí se escribe de una manera completamente distinta. La especialista en dragones entregó al profesor una tarjeta de visita en el idioma de este, no en el suyo, ¿comprendéis?

—¡Ajá! —Ben contemplaba admirado al homúnculo y a punto estuvo de tropezar con una tortuga que se cruzó en su camino—. Hay que ver cuánto sabes, Pata de Mosca.

—Bueno… —el aludido se encogió de hombros—. He pasado infinidad de noches en la biblioteca de mi maestro leyendo libros sobre brujería y sobre la historia de los humanos. He estudiado Biología, hasta donde lo permiten los libros humanos, Astronomía, Astrología, Geografía, Ciencia de la Escritura y diversas lenguas.

—¿De veras?

Ben subió las suaves colinas que ocultaban el poblado. Pronto divisó las primeras cabañas. Delante había redes de pesca colgadas a secar. En una vasta playa llena de barcas resonaba el fragor del mar. Entre las barcas, Ben vio a hombres con turbante en la cabeza.

—¿Conoces también el idioma que se habla aquí? —le preguntó al homúnculo.

—¿El urdu? —Pata de Mosca hizo una mueca—. Por supuesto, joven señor. Lo aprendí cuando me dedicaba a las grandes religiones universales. No es mi idioma favorito, pero me las arreglaré.

—¡Estupendo! —a Ben se le quitó un peso de encima. Si Pata de Mosca entendía el idioma que se hablaba allí, no sería difícil encontrar a la especialista en dragones—. Creo que lo mejor será que en principio no te vea nadie —advirtió al homúnculo—. ¿Crees que podrás sentarte entre mi ropa para traducirme bajito lo que digan?

Pata de Mosca asintió y trepó de vuelta a la mochila.

—¿Qué tal así? —susurró—. ¿Me oís, joven señor?

Ben asintió. Tras descender por la colina, llegó a unos cercados de cabras. Las gallinas correteaban a sus pies. Los niños jugaban al sol de la mañana delante de cabañas bajas, saltando alrededor de mujeres que, sentadas delante de las cabañas, reían mientras limpiaban pescado. Ben, vacilante, prosiguió la marcha.

Los niños fueron los primeros en descubrirlo. Se le acercaron, llenos de curiosidad, hablándole, y, cogiéndolo de la mano, se lo llevaron con ellos. La mayoría eran más pequeños que Ben. Sus rostros eran casi tan oscuros como sus ojos, y su pelo, negro como ala de cuervo.

—¿Cómo se dice «buenos días»? —susurró Ben por encima del hombro.

Los niños le miraban asombrados.

—Salam aleikum —cuchicheó Pata de Mosca—. ¡Khuea hasiz!

—Salam aleikum. Khu… ejem… khuea hasiz —repitió Ben a duras penas.

A su alrededor, los niños rieron, le palmearon los hombros y le hablaron a mayor velocidad que antes.

Ben levantó las manos en un gesto de defensa.

—¡Alto! —exclamó—. No, no, no entiendo. Un momento —giró la cabeza—. ¿Cómo se dice, «vengo de muy lejos»? —musitó por encima del hombro.

Los niños miraban su mochila, perplejos. Entonces Ben comprobó, sorprendido, que Pata de Mosca salía de improviso, trepaba a su cabeza agarrándose de las orejas y pelos del chico y hacía una reverencia.

—Buenos y santos días —saludó en un urdu un tanto deficiente—. Venimos con intención amistosa y queremos visitar a alguien.

—¡Pata de Mosca! —cuchicheó Ben—. Baja ahora mismo de ahí. ¿Es que te has vuelto loco?

Casi todos los niños retrocedieron asustados. Solamente dos, un chico y una chica, se quedaron quietos, mirando atónitos al hombre diminuto que estaba subido a la cabeza del extranjero y hablaba su idioma. Entretanto, también algunos adultos se habían dado cuenta de que sucedía algo desacostumbrado. Tras abandonar sus quehaceres, se aproximaron y al ver al homúnculo se quedaron tan estupefactos como sus hijos.

—¡Maldita sea, Pata de Mosca! —se quejó Ben—. Eso no ha sido una buena idea. Seguramente ahora me tomarán por un brujo o algo parecido.

Pero de pronto la gente empezó a reírse. Se daban empujones, aupaban a sus hijos pequeños y señalaban al homúnculo situado sobre la cabeza de Ben con el pecho hinchado de orgullo y haciendo una reverencia tras otra.

—¡Oh, gracias, muchas gracias! —exclamó en urdu—. Mí maestro y yo estamos sumamente complacidos por tan amable recibimiento. ¿Tendríais ahora la bondad de mostrarnos la residencia de la famosa especialista en dragones Subaida Ghalib?

Los circundantes fruncieron el ceño.

Pata de Mosca hablaba un urdu muy pasado de moda, tan antiguo como los libros en los que lo había estudiado. Finalmente, el chico que seguía todavía junto a Ben preguntó:

—¿Queréis ir a casa de Subaida Ghalib?

Al oír el nombre de la especialista en dragones, Ben se sintió tan feliz que asintió con vehemencia, olvidando que Pata de Mosca estaba en su cabeza. El homúnculo se cayó y aterrizó en la mano del chico desconocido. Este, asombrado, miró con respeto a Pata de Mosca. Luego lo depositó con sumo cuidado en la mano extendida de Ben.

—¡Caramba, joven señor! —murmuró el homúnculo mientras se alisaba la ropa—. No me he desnucado por los pelos.

—Perdón —dijo Ben colocándolo sobre su hombro.

El chico que había cogido a Pata de Mosca al vuelo tomó de la mano a Ben y se lo llevó de allí. Todo el pueblo los siguió a lo largo de la playa, cruzando frente a las cabañas y barcas, hasta llegar a una cabaña algo apartada de las demás.

Junto a la puerta se veía la figura de un dragón de piedra con una corona de flores azules alrededor del cuello. Encima del marco, en la pared de madera de la cabaña, estaba pintada la luna llena y, sobre el tejado, tres dragones de papel con colas de varios metros de largo ondeaban al viento.

—Subaida Ghalib —dijo el chico desconocido señalando la abertura de la puerta apenas cubierta con un paño de colores. Después añadió algo más.

—Ella trabaja de noche y duerme de día —tradujo Pata de Mosca—, pues investiga el misterio de la luna negra. Pero ahora tiene visita y debería estar despierta. Sólo tenemos que tocar esas campanitas de ahí.

Ben asintió.

—Dile que muchas gracias —susurró al homúnculo.

Este tradujo. Los habitantes del pueblo sonrieron y retrocedieron un paso, pero no se marcharon. Ben se situó ante la puerta de la cabaña con Pata de Mosca y tiró del cordón de las campanas. El tintineo de las campanitas ahuyentó a dos pájaros del tejado de la cabaña, que se alejaron volando entre graznidos.

—¡Maldición! —exclamó Ben asustado—. Eran cuervos, Pata de Mosca.

En ese mismo momento, alguien apartó el paño de colores de la puerta, y Ben se quedó mudo de asombro.

—¡Profesor! —balbuceó—. Pero ¿qué hace usted aquí?

—¡Ben, muchacho! —exclamó Barnabas Wiesengrund introduciéndole en la cabaña con una sonrisa de oreja a oreja—. Me alegro de verte. ¿Dónde están los demás?

—Oh, se han escondido en el río —contestó Ben patidifuso mirando a su alrededor.

En un rincón de la pequeña estancia a la que le había arrastrado el profesor, una mujer robusta y una chica más o menos de la edad de Ben se sentaban sobre cojines dispuestos alrededor de una mesita baja.

—Buenos días —murmuró Ben con timidez. Pata de Mosca hizo una reverencia.

—Oh —dijo la chica volviéndose hacia el homúnculo—. Eres un elfo de lo más extraño. Nunca había visto uno como tú.

Pata de Mosca se inclinó por segunda vez sonriente y halagado.

—Perdón, respetable dama, no soy un elfo, sino un homúnculo.

—¿Un homúnculo? —la chica miró asombrada a Barnabas Wiesengrund.

—Este es Pata de Mosca, Ginebra —le explicó el profesor—. Fue creado por un alquimista.

—¿De veras? —Ginebra contempló al homúnculo llena de admiración—. Hasta hoy nunca me había topado con un homúnculo. ¿A partir de qué animal te hizo el alquimista?

Pata de Mosca se encogió de hombros apesadumbrado.

—Eso por desgracia lo ignoro, noble dama.

—Ginebra —les interrumpió el profesor mientras rodeaba con el brazo los hombros de Ben—. ¿Me permites presentarte también a mi joven amigo Ben? Ya has oído hablar de él. Ben, esta es mi hija Ginebra.

Ben se puso más colorado que un tomate.

—Hola —musitó.

Ginebra le dirigió una sonrisa.

—Tú eres el jinete del dragón, ¿verdad? —le preguntó.

—¡El jinete del dragón! —la mujer sentada junto a Ginebra alrededor de la mesita baja cruzó los brazos—. Mi querido Barnabas, ¿podrías presentarme por fin a este asombroso joven?

—¡Naturalmente! —Barnabas Wiesengrund sentó a Ben en un cojín libre junto a la mesa y se acomodó a su lado—. Este de aquí, querida Subaida, es mi amigo Ben, el jinete del dragón, del que tanto te he hablado. Esta, querido Ben —señaló a la mujer gorda y bajita vestida con ropas de colores cuyo pelo gris colgaba en una trenza hasta sus caderas—, es Subaida Ghalib, la famosa especialista en dragones.

La señora Ghalib inclinó la cabeza sonriendo.

—Es un gran honor para mí, jinete del dragón —contestó en el idioma de Ben—. Barnabas me ha contado cosas asombrosas acerca de ti. Al parecer, no sólo eres un jinete de dragón, sino también amigo de un duende y, según veo, llevas a un verdadero homúnculo sentado sobre tu hombro. Estoy muy contenta de que estés aquí. Barnabas no estaba seguro de si vendríais, así que desde su llegada hace dos días os hemos estado esperando con ansiedad. ¿Dónde… —miró interesada a Ben—, dónde está tu amigo, el dragón?

—Muy cerca de aquí —respondió el muchacho—. Él y Piel de Azufre se esconden junto al río. Yo quería comprobar primero si pueden venir aquí sin peligro, tal como me aconsejó —miró a Barnabas Wiesengrund— el profesor.

Subaida Ghalib asintió.

—Muy inteligente por tu parte, a pesar de que creo que en este pueblo no los amenaza ningún peligro. Porque no eres el primer jinete de dragón que llega hasta aquí. Sin embargo, de eso hablaremos más tarde —miró al chico sonriente—. Me alegro de que lo hayas organizado así. La llegada de un dragón habría provocado tal revuelo que seguramente no habríais conseguido nunca llegar hasta mi cabaña. ¿Sabes una cosa? —Subaida Ghalib sirvió a Ben una tacita de té y sus pulseras entrechocaron con un tintineo parecido al de las campanitas de su puerta—, para ti el dragón debe de ser algo cotidiano desde hace tiempo, pero mi corazón late como el de una jovencita cuando me imagino mi encuentro con él. Y seguro que a las gentes de este pueblo les ocurre lo mismo.

—Oh, a mí también me sigue pareciendo muy emocionante —musitó Ben mientras lanzaba una ojeada fugaz a Ginebra, que a su vez sonreía a Pata de Mosca.

El homúnculo, halagado, le tiró un beso.

—Debes traer aquí a Lung lo antes posible —le aconsejó Barnabas Wiesengrund—. He de informaros de algo a los tres —se frotó la nariz—. Por desgracia, no es una casualidad que volvamos a encontrarnos en este lugar. He venido a ver a Subaida para preveniros.

Ben le miró sorprendido.

—¿Para prevenirnos?

El profesor asintió.

—Sí, así es —se quitó las gafas y las limpió—. He tenido un encuentro muy desagradable con Ortiga Abrasadora, el Dorado.

Del susto, Pata de Mosca casi se quedó sin respiración.

—¿El Dorado? —exclamó Ben—. ¿El dueño de las escamas? ¿Sabía usted que fue él y no un monstruo marino quien expulsó del mar a los dragones?

—Sí, ya me lo ha contado Subaida —respondió Barnabas Wiesengrund asintiendo con una cabezadita—. Se me habría debido ocurrir su nombre mucho antes. Ortiga Abrasadora, el Dorado. Existen un par de historias espantosas sobre él, aunque todas ellas tienen muchos cientos de años de antigüedad. Excepto la que sucedió aquí, frente a estas costas.

Pata de Mosca se deslizaba inquieto por el hombro de Ben.

—Te lo aseguro, muchacho —prosiguió el profesor—, cuando pienso en ese monstruo todavía me tiemblan las piernas. Gracias a mi conocimiento de los enanos de las rocas estoy sentado aquí ahora. ¿Conservas aún la escama dorada que te di?

Ben asintió.

—Es suya, ¿verdad?

—Sí, y no estoy seguro de que debas conservarla. Pero todo eso lo referiré cuando se hayan reunido con nosotros Piel de Azufre y Lung. Te aconsejaría que fueses a buscarlos ahora mismo. ¿Qué opinas tú, Subaida? —miró inquisitivo a la investigadora de dragones.

Subaida Ghalib asintió.

—Con toda certeza, las personas de este pueblo no suponen el menor peligro —reconoció—, y por aquí apenas vienen forasteros.

—Pero, ¿y los cuervos? —preguntó Pata de Mosca.

Los demás lo miraron asombrados.

—¡Es verdad, los cuervos! —exclamó Ben—. Me había olvidado por completo de ellos. Había dos posados sobre el techo de la cabaña. Nosotros creemos que son espías. Espías de ese tal… ¿cómo dijo usted que se llamaba?

—Ortiga Abrasadora —contestó Barnabas Wiesengrund, intercambiando con Subaida una mirada de preocupación.

—Esos cuervos… —comentó la especialista en dragones cruzando sus manos; Ben observó que llevaba un anillo con una piedra diferente en cada dedo de su mano izquierda—. A mí también me inquietan desde hace algún tiempo. Ya estaban aquí cuando llegué. Suelen posarse arriba, junto a la tumba. A veces, sin embargo, tengo la sensación de que me siguen, vaya a donde vaya. Como es lógico, pensé inmediatamente en la antigua historia de los pájaros negros que oscurecieron la luna para impedir a los dragones huir de Ortiga Abrasadora. He intentado espantarlos, pero tan pronto los ahuyento vuelven a aparecer al cabo de pocos minutos.

—Piel de Azufre tiene un método —comentó Ben levantándose de su cojín—, con el que no regresan nunca más. Bueno, hasta ahora. Voy a buscar a esos dos.

—Un método peligroso —murmuró Pata de Mosca.

Los demás lo miraron sorprendidos. El homúnculo, asustado, hundió la cabeza entre los hombros.

—Mi querido Pata de Mosca —le interpeló Barnabas Wiesengrund—, ¿sabes algo más concreto acerca de esos cuervos?

—No, ¿por qué lo preguntas? —Pata de Mosca se encogió mucho—. ¡Por supuesto que no! Pero pienso que no deberíamos irritarlos. Los cuervos pueden ser muy malignos —carraspeó—, sobre todo los de ojos rojos.

—Ajá —asintió el profesor—. Sí, yo también lo he oído decir. Por lo que se refiere a tu sospecha de que sean espías —prosiguió mientras conducía a Ben hacia la puerta—. Ortiga Abrasadora estaba enterado de vuestra escapada para ver al djin. Me dio la impresión de que alguien cercano a vosotros le informa de todos vuestros movimientos. Me he devanado los sesos pensando en quién podría ser y…

—¿Los cuervos? —le interrumpió Ben asustado—. ¿Que le han contado todo los cuervos? Yo no vi ninguno donde el djin.

Pata de Mosca se puso primero rojo y luego blanco como el papel. Todo su cuerpo empezó a temblar.

—Eh, Pata de Mosca, ¿qué te pasa? —le preguntó Ben observándolo preocupado.

—Oh… eh… —Pata de Mosca apretaba sus manos temblorosas contra las rodillas sin atreverse a mirar a Ben—. Yo vi uno —balbuceó—. Un esp…, un cuervo, sí. Con toda seguridad. En las palmeras, mientras vosotros dormíais. Pero no quise despertaros.

Qué bien que nadie pudiera oír su corazón: latía enloquecido.

—Bueno, eso es fatal —murmuró Barnabas Wiesengrund—. Pero si Piel de Azufre conoce el modo de ahuyentarlos, quizá no debamos preocuparnos demasiado, aunque nuestro amigo el homúnculo no aprecie los métodos de duende. Duende y homúnculo… no simpatizan demasiado, ¿verdad, Pata de Mosca?

Pata de Mosca logró esbozar una débil sonrisa. ¿Qué podía contestar? ¿Que los cuervos mágicos son vengativos? ¿Que Piel de Azufre quizá había tirado hace mucho una piedra de más? ¿Que su maestro tenía cuervos de sobra?

Ben se encogió de hombros y apartó la tela que cubría la puerta de la cabaña.

—Me voy a buscar a Lung —anunció—. Si los cuervos están aquí, repararán en él de todos modos.

Subaida Ghalib se levantó de su cojín.

—Nosotros llevaremos a nuestros gatos a los tejados, y debajo de cada árbol. Tal vez así logremos mantener alejados a los cuervos para evitar que nos espíen.

—Bien.

Ben se inclinó con timidez ante ella, dirigió otra mirada a Ginebra y salió. Los habitantes del pueblo, que seguían esperando delante de la cabaña, le miraron con curiosidad.

—Diles que volveremos enseguida —susurró Ben a Pata de Mosca—. Y también que traeremos un dragón con nosotros.

—Como desees —contestó el homúnculo.

Y tradujo las palabras del muchacho.

Se levantó un rumor de asombro. La gente se echó a un lado y Ben se puso en marcha con Pata de Mosca.