Desaparece la luna

36

Tres días y tres largas noches después, Lung había alcanzado la orilla del mar de Arabia y esperaba la noche. Sus escamas estaban polvorientas y cubiertas de arena amarilla. Había transcurrido mucho tiempo desde que partiera del valle del norte para emprender la búsqueda de La orilla del cielo. Su ciudad le parecía infinitamente lejana e infinito era el mar oscuro que se extendía ante él.

Lung alzó los ojos hacia el cielo. La última luz desapareció como tragada por las olas, y sólo la luna pendía sobre el agua, redonda y clara como la plata. Faltaba mucho tiempo para la llegada de la luna nueva, de la luna negra, ¿habría encontrado para entonces La orilla del cielo?

—Diez días aún —musitó Ben.

Estaba en la arena junto al dragón, e igual que Lung miraba hacia donde el mar y el cielo se fundían y hacia donde, oculta entre las olas y las montañas, se encontraba la meta de su viaje.

—Antes de diez días hemos de pisar el palacio que vi en el ojo de Asif. Entonces seguro que quedará poca distancia. Lung asintió. Miró al chico.

—¿Sientes nostalgia?

Ben negó con la cabeza y se apoyó en las cálidas escamas del dragón.

—No —contestó—. Podría seguir volando así siempre.

—Yo tampoco siento nostalgia —reconoció Lung—. Pero me encantaría saber cómo les va a los demás. Si los humanos se han acercado más. Si el estrépito de sus máquinas resuena ya en las oscuras montañas. Mas, por desgracia —suspiró y volvió a mirar al mar, donde la luz de la luna nadaba entre las olas formando charcos plateados—, por desgracia yo no tengo miles de ojos como Asif. Quién sabe, a lo mejor encuentro La orilla del cielo cuando ya sea demasiado tarde.

—¡Qué va! —Ben acarició con ternura el flanco plateado del dragón—. Has conseguido llegar muy lejos. Apenas hayamos cruzado el mar, casi habremos alcanzado nuestro destino.

—Cierto —dijo Piel de Azufre tras ellos.

Había salido a llenar de agua las cantimploras.

—Huele —aconsejó a Ben, colocando debajo de su nariz un puñado de hojas espinosas que exhalaban un olor denso y especiado—. Estas pican en la lengua, pero su sabor es casi tan exquisito como su olor. ¿Dónde están las mochilas?

—Aquí. —Ben las empujó hacia ella—. Pero ten cuidado, no vayas a aplastar a Pata de Mosca. Está durmiendo entre mis jerseys.

—Vale, vale, no te preocupes, no le romperé ninguna piernecita —refunfuñó Piel de Azufre mientras guardaba en su mochila las hojas aromáticas.

Cuando se inclinaba sobre el equipaje de Ben, Pata de Mosca asomó los brazos bostezando. Tras mirar a su alrededor, volvió a esconder la cabeza con rapidez.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Ben sorprendido.

—¡Agua! —respondió el homúnculo desapareciendo hasta la punta de la nariz entre los jerseys llenos de arena de Ben—. Tanta agua me pone nervioso.

—Pues qué bien, en eso coincidimos, sin que sirva de precedente —comentó Piel de Azufre echándose la mochila sobre sus hombros peludos—. Yo tampoco soy muy amiga del agua que digamos. Pero ahora tenemos que cruzar por ahí.

—Uno nunca sabe a quién puede ver en el agua —murmuró Pata de Mosca.

Ben, asombrado, inclinó la vista hacia él.

—¿Qué quieres decir? ¿A qué te refieres? ¿A los peces?

—Claro, claro. —Pata de Mosca soltó una risita nerviosa—. A los peces, por supuesto.

Piel de Azufre trepó al lomo de Lung meneando la cabeza.

—Hay que ver, las cosas que suelta a veces —gruñó—. Ni siquiera los elfos dicen tales tonterías. Y mira que rajan esos cuando la noche es larga.

Pata de Mosca le sacó su lengua picuda.

Ben no pudo reprimir una sonrisa.

—¿Quieres que deje la mochila abierta? —preguntó al homúnculo.

—No, no —contestó—, ciérrala con toda tranquilidad, joven señor. Estoy acostumbrado a la oscuridad.

—Como quieras.

Ben ató la mochila, subió con ella al lomo del dragón y se ató a las púas de Lung con las correas. Luego, sacó su compás del bolsillo del pantalón. Si no querían fiarse del olfato de Piel de Azufre, les haría muchísima falta en los días y noches siguientes. Ante ellos se extendían cientos de millas de agua y nada más que agua. No había costa alguna que les permitiera orientarse, sólo las estrellas, y de estas ninguno de ellos entendía demasiado.

—¿Listos? —gritó Lung sacudiéndose por última vez la arena del desierto de las escamas y extendiendo sus alas.

—¡Listos! —respondió Piel de Azufre.

El dragón ascendió hacia el cielo oscuro y voló hacia la luna.

Era una hermosa noche, cálida y cuajada de estrellas.

Muy pronto dejaron atrás la costa montañosa. La oscuridad se tragó la tierra firme y delante de ellos, a sus espaldas, a la izquierda y a la derecha sólo se veía agua. De vez en cuando las luces de un barco fulguraban abajo, entre las olas. Las aves marinas pasaban volando y graznaban asustadas al divisar a Lung.

Poco después de medianoche, Piel de Azufre profirió de repente un grito de pánico y se inclinó sobre el cuello del dragón.

—¡Lung! —gritó—. ¡Lung! ¿Has visto la luna?

—¿Qué le pasa? —preguntó el dragón.

Durante todo el tiempo se había limitado a mirar a las olas, pero ahora alzó la cabeza. Lo que vio hizo que sus alas se tornaran pesadas como el plomo.

—¿Qué sucede? —Ben se inclinó asustado sobre el hombro de Piel de Azufre.

—La luna —gritó ella excitada—. Se está tiñendo de rojo.

Entonces también lo vio Ben. Un resplandor rojizo como el cobre cubría la luna.

—¿Qué significa eso? —balbuceó confundido.

—¡Que está a punto de desaparecer! —exclamó Piel de Azufre—. ¡Se avecina un eclipse lunar, un mohoso y asqueroso eclipse lunar! ¡Precisamente ahora! —y desesperada, miró hacia abajo, al mar rugiente y encrespado.

Lung volaba cada vez más despacio. Batía las alas exhausto, como si de ellas pendieran pesos invisibles.

—¡Vuelas demasiado bajo, Lung! —le advirtió Piel de Azufre.

—No puedo evitarlo —contestó el dragón, fatigado—. Estoy tan débil como un polluelo de pato, Piel de Azufre.

Ben levantó la vista hacia el cielo, donde la luna pendía entre las estrellas como una moneda oxidada.

—¡Oh, ya hemos experimentado esto un par de veces! —clamaba Piel de Azufre—. ¡Pero entonces estábamos sobre la tierra! ¿Qué vamos a hacer ahora?

Lung descendía poco a poco. Ben sentía en los labios el sabor salado de la espuma. Y entonces, de repente, a la luz del último fulgor rojizo que la luna agonizante proyectó sobre las olas, vio asomar a lo lejos en medio del agua una cadena de pequeñas islas muy extrañas. Se elevaban por encima del mar como una sucesión de jorobas medio hundidas.

—¡Lung! —gritó Ben lo más alto que pudo.

El rumor del mar le arrancaba las palabras de los labios, pero el dragón tenía fino el oído.

—¡Ahí delante! —vociferó el chico—. Ahí delante se divisan islas. Intenta posarte allí.

En ese preciso instante, la sombra negra de la Tierra se tragó a la luna.

Lung se precipitó desde el cielo como un pájaro herido, pero la primera de las extrañas islas estaba ya debajo de él. A Ben y Piel de Azufre les pareció que ascendía hacia ellos desde el encrespado mar. Más cayendo que aterrizando, el dragón se posó, arrancando casi a sus jinetes de las correas. Ben notó que todo su cuerpo temblaba. Piel de Azufre no se sentía mejor. Pero el dragón, con un suspiro, se desplomó, plegó las alas y se lamió el agua salada de las patas.

—¡Puercoespín y cantaor! —Piel de Azufre se deslizó del lomo de Lung con las piernas temblorosas—. ¡Este viaje me costará cien años de vida! ¡Qué digo!, ¿cien?, ¡quinientos, mil! ¡Brrr! —sacudiéndose, observó la escarpada pendiente en la que rompían las olas negras—. Esto habría podido convertirse en un baño infernal.

—¡No lo entiendo! —Ben se echó las mochilas al hombro y descendió por el rabo de Lung—. En el mapa no había señalada ninguna isla.

Con los ojos entornados escudriñó la oscuridad, donde una puntiaguda colina tras otra se elevaban sobre el mar.

—Eso sólo demuestra lo que yo digo siempre —sentenció Piel de Azufre—. Que el mapa no sirve para nada —olfateando, miró en torno suyo—. Qué raro, huele a pescado.

Ben se encogió de hombros.

—Bueno, ¿y qué? Estamos en medio del mar.

—No, no. —Piel de Azufre sacudió la cabeza—. Quiero decir que esta isla huele a pescado.

Lung volvió a incorporarse sobre sus patas y contempló con más detenimiento el suelo sobre el que se encontraba.

—Fijaos —les comentó—. Esta isla está cubierta de escamas de pez. Como si fuera un… —levantó la cabeza y se quedó mirando a los otros dos—. ¡Un pez gigantesco! —susurró Ben.

—¡Volved a mi lomo! —gritó Lung—. Deprisa.

En ese mismo momento, un temblor sacudió la isla.

—¡Corre! —gritó Piel de Azufre empujando a Ben hacia el dragón.

Resbalaban por la joroba mojada y escamosa. Lung alargó el cuello hacia ellos, y mientras la isla se abombaba ascendiendo cada vez más por encima de las olas, los dos se elevaron asidos a sus cuernos y, agarrándose a sus púas, treparon a su lomo y se ataron a él con manos temblorosas.

—¡Pero la luna, la luna sigue sin aparecer! —gritó Ben desesperado—. ¿Cómo vas a volar así, Lung?

Tenía razón. Un agujero negro se abría en el cielo donde debía estar la luna.

—¡Tengo que intentarlo! —gritó el dragón desplegando las alas.

Mas por mucho que se esforzase, su cuerpo no se elevaba en el aire ni un centímetro. Ben y Piel de Azufre intercambiaron una mirada de pánico.

De repente, una cabeza formidable salió disparada del mar ante ellos con un estrepitoso resoplido. Sobre ella crecían grandes aletas como si fueran un penacho de plumas. Unos ojos oblicuos relucían burlones bajo los gruesos párpados y una lengua bífida bailoteaba entre los dos dientes afilados como agujas que asomaban por la estrecha boca.

—¡Una serpiente marina! —exclamó Ben—. Nos hemos posado en una serpiente marina.

La serpiente elevó fuera del agua su largo e interminable cuello hasta que su cabeza se cernió justo por encima de la de Lung. El dragón se había quedado petrificado sobre su lomo escamoso.

—¡Caramba! —siseó la serpiente con voz suave y melodiosa—. Qué extraña visita en mi reino de sal y de agua. ¿Qué impulsa a salir al mar a un dragón, a un pequeño humano y a una velluda duendecilla, tan lejos de las piedras y de la tierra? Seguramente no sólo el apetito por unos cuantos peces brillantes y escurridizos —su lengua bailoteaba sobre la cabeza de Lung como un animal hambriento.

—¡Agachaos! —ordenó el dragón en voz baja a Ben y a Piel de Azufre—. Agachaos cuanto podáis detrás de mis púas.

Piel de Azufre obedeció en el acto, pero Ben se quedó con la boca abierta y la vista clavada en la serpiente. Era maravillosa, genial. A pesar de que en aquella noche sin luna sólo las estrellas proyectaban algo de luz, cada una de sus millones de escamas relucía como si hubiera apresado todos los colores del arco iris. Cuando la serpiente reparó en la admiración de Ben, lo miró desde lo alto con una sonrisa burlona. Él apenas tenía el tamaño de la palpitante punta de su lengua.

—¡Agacha la cabeza de una vez! —cuchicheó Piel de Azufre—. ¿O prefieres que te la arranque de un mordisco?

Pero Ben no la escuchaba. Notó que Lung tensaba cada uno de sus músculos, como si se aprestase a combatir.

—No buscamos nada en tu reino, serpiente —gritó, y su voz resonó igual que cuando salvó a Ben de los humanos desconocidos en la vieja fábrica—. Nuestro objetivo está allende el mar.

Un estremecimiento recorrió el cuerpo de la serpiente marina. Ben oyó, para alivio suyo, que se estaba riendo.

—Vaya, ¿y qué importa eso? —siseó ella—. Por lo que sé de tu fogosa especie, necesitas la luna para ascender en el aire, así que tendrás que quedarte conmigo hasta que vuelva a aparecer. Pero no te preocupes. Estoy aquí por curiosidad, por pura e insaciable curiosidad. Quería comprobar por qué me picaban mis escamas desde la puesta del sol como no lo hacían desde hace cientos de años. Un ser fabuloso atrae a otro, seguro que conoces esta regla, ¿verdad?

—Cada vez estoy más harto de ella —replicó Lung, pero Ben notó que sus músculos se distendían poco a poco.

—¿Harto? —la serpiente meció de un lado a otro su largo cuerpo—. A esa regla le debes que la luna negra no os haya ahogado a tus dos amigos y a ti —inclinó su hocico afilado hasta la altura de Lung—. Bueno, ¿de dónde vienes? ¿Y Adónde vas? No he visto a uno de tu especie desde el día en que tus plateados parientes fueron molestados durante su baño y desaparecieron de mi reino.

Lung se irguió más derecho que una vela.

—¿Conoces esa historia? —preguntó.

La serpiente sonrió y repanchigó en las olas su cuerpo colosal.

—Por supuesto. Incluso la presencié.

—¿Que la presenciaste? —Lung dio un paso atrás. Un gruñido brotó de su pecho—. ¡Entonces el monstruo marino fuiste tú! ¡Tú los ahuyentaste!

Piel de Azufre, asustada, rodeó con sus brazos a Ben.

—¡Oh, no! ¡No! —gimió—. ¡Cuidado, ahora nos comerá!

La serpiente, sin embargo, se limitó a observar a Lung con expresión sarcástica.

—¿Yo? —dijo con voz sibilante—. ¡Qué disparate! Yo sólo cazo barcos. Fue un dragón. Un dragón como tú, sólo que mucho, mucho más grande, con una coraza de escamas doradas.

Lung le dirigió una mirada de incredulidad.

La serpiente asintió.

—Sus ojos eran rojos como la luna que agoniza, ansiosos y sedientos de muerte —el recuerdo borró la sonrisa de su hocico afilado—. Aquella noche —refirió mientras el mar columpiaba su enorme cuerpo—, llegaron tus parientes desde las montañas al mar, como siempre que la luna pendía, llena y redonda, en el cielo. Yo me dejé arrastrar muy cerca de la costa con mi hermana, tan cerca que podíamos distinguir los rostros de las personas que, sentadas delante de sus cabañas, esperaban a los dragones. Nosotras ocultamos nuestros cuerpos en el agua para no asustarlos, porque los humanos temen lo que desconocen, sobre todo si es más grande que ellos. Además —sonrió—, no sienten demasiado aprecio por nosotras, las serpientes.

Ben agachó la cabeza, abochornado.

—Los dragones —prosiguió la serpiente— se sumergieron en las espumosas olas del mar, y parecía como si todos estuvieran hechos de luz de luna —miró a Lung—. Las gentes de la orilla sonreían. Tu especie —volvió a dirigirse al dragón— aplaca la ira que siempre llevan consigo. Vosotros, los dragones, disipáis su tristeza. Por eso os consideran portadores de la buena suerte.

Pero aquella noche —siseó bajito la serpiente—, llegó uno que traía la desgracia. Cuando salió del mar, el agua se encrespó alrededor de sus enormes fauces. Los peces flotaban muertos sobre las olas. Los dragones, asustados, extendieron sus alas mojadas, pero de repente bandadas de pájaros negros ocultaron la luna. Ninguna nube, por muy negra o pesada que sea, es capaz de arrebatar su poder a la luna. Pero esos pájaros lo lograron. Sus plumas negras se tragaban su luz, y los dragones, por mucho que batiesen sus alas, eran incapaces de volar. Todos habrían estado perdidos si entonces mi hermana y yo no hubiéramos atacado al monstruo.

La serpiente marina calló unos instantes.

—¿Lo matasteis? —quiso saber Lung.

—Lo intentamos —repuso la serpiente—. Nos enroscamos alrededor de su coraza y le cerramos la boca con nuestros cuerpos. Pero sus escamas doradas eran frías como el hielo y nos quemaban. No transcurrió mucho tiempo antes de que nos viésemos obligadas a soltarlo, pero nuestro ataque al monstruo hizo huir a la desbandada a los pájaros negros y con la luz de la luna los dragones recobraron su capacidad de volar. Los humanos, desde la orilla, petrificados por el horror y la tristeza, los siguieron con la vista mientras seguían el curso del Indo y desaparecían en la oscuridad. El monstruo se sumergió en las olas y por más que mi hermana y yo lo buscamos en las profundidades abismales, no descubrimos ni rastro de él. Los pájaros negros se alejaron volando y graznando. Los dragones, sin embargo, nunca regresaron, a pesar de que los humanos se pasaron muchas noches de plenilunio esperando en la orilla.

Cuando la serpiente concluyó su relato, nadie dijo una palabra.

Lung levantó la vista hacia el cielo negro.

—¿Y nunca has vuelto a oír hablar de él? —preguntó.

La serpiente se mecía de un lado a otro.

—Oh, una oye muchas historias. Tritones y ondinas, que suelen subir nadando por el Indo, hablan de un valle situado en lo alto de las montañas, sobre cuyo fondo se proyecta a veces la sombra de un dragón en pleno vuelo. También se dice que los duendes ayudaron a los dragones a esconderse. Si miro a tu acompañante —añadió observando a Piel de Azufre—, eso resulta bastante probable, ¿no es cierto?

Lung calló. Estaba enfrascado en sus pensamientos.

—Me gustaría saber de verdad dónde se encuentra ese monstruo —gruñó Piel de Azufre—. No me gusta nada eso de que aparezca de repente para luego volver a desaparecer.

La serpiente inclinó la cabeza hasta que su lengua cosquilleó las puntiagudas orejas de Piel de Azufre.

—Ese monstruo está aliado con los poderes del agua, duende —informó con voz sibilante—. A pesar de su condición de seres del fuego, todos los dragones pueden nadar pero este domina el agua. El agua es su medio natural, mucho más que el mío. Yo nunca he vuelto a ver a ese dragón, pero a veces siento pasar algo gélido por las profundidades abismales del mar. Entonces sé que él, el dragón de la coraza dorada, ha salido de caza.

Lung seguía callado.

—Dorado —murmuró—. Era dorado. Piel de Azufre, ¿no te recuerda nada eso?

La duende lo miró desconcertada.

—Pues no. ¿A qué? Bueno, sí, espera un momento…

—¡El viejo dragón! —exclamó Lung—. Nos previno contra el Dorado antes de nuestra partida. Es curioso, ¿no crees?

De repente, Ben se dio una palmada en la frente.

—¡Dorado! —exclamó—. ¡Justo! ¡Escamas doradas! —abrió apresuradamente la mochila—. Perdona, Pata de Mosca —dijo cuando la cabeza del homúnculo apareció por entre su ropa—. Sólo busco mi bolsa. Por la escama.

—¿Por la escama? —el homúnculo se despabiló de golpe.

—Sí, quiero enseñársela a la serpiente.

Ben apartó con cuidado el objeto dorado del resto de sus recuerdos.

Pata de Mosca se deslizó, intranquilo, fuera de su cálido escondite.

—¿A qué serpiente? —preguntó atisbando fuera de la mochila y desapareciendo de nuevo entre los jerseys de Ben con un grito de pánico.

—¡Eh, Pata de Mosca! —Ben volvió a sacarlo cogido por el cuello—. No temas. Es bastante grande, pero muy simpática. Palabra de honor.

—¿Simpática? —masculló Pata de Mosca enterrándose lo más hondo que pudo—. Con su tamaño, incluso la simpatía es peligrosa.

La serpiente marina, curiosa, acercó más su cabeza.

—¿Qué quieres enseñarme, pequeño humano? —preguntó—. ¿Y qué es lo que anda cuchicheando en tu bolsa?

—Oh, sólo es Pata de Mosca —contestó Ben, y, colocándose con cuidado sobre el lomo de Lung, mostró su mano abierta con la escama a la serpiente—. ¡Mira! ¿Podría pertenecer esta escama al dragón gigante?

La serpiente se inclinó tan cerca de la mano de Ben, que la punta de su lengua le cosquilleó el brazo.

—Sí —siseó—. Tal vez. Presiónala contra mi cuello.

Ben la miró atónito, pero cumplió su deseo. Cuando la escama dorada rozó el cuello de la serpiente, todo su cuerpo se estremeció hasta el punto de que Lung casi resbala de su lomo.

—Sí —siseó—. Es una escama de ese monstruo. Quema como el hielo, a pesar de que parece oro cálido.

—Siempre está helada —informó Ben—. Incluso cuando la pones al sol. Lo he comprobado.

La devolvió a su bolsa con esmero. De Pata de Mosca no se veía ni rastro.

—Hermoso primo —la serpiente se dirigió al dragón—. Deberías vigilar bien a tu hombrecito. Poseer algo que procede de un ser tan rapaz y salvaje entraña sus riesgos. A lo mejor algún día exige la devolución de lo que le pertenece. Aunque sólo sea una de sus escamas.

—Tienes razón. —Lung se volvió intranquilo hacia Ben—. Quizá deberías tirar la escama al mar.

El muchacho meneó la cabeza.

—Ay, no, por favor —suplicó—. Me gustaría conservarla, Lung. Es un regalo, ¿comprendes? Además, ¿cómo puede saber ese monstruo que la tengo?

Lung asintió pensativo.

—Es cierto. ¿Cómo puede saberlo? —alzó la vista hacia la luna. Un leve resplandor de un tono rojo herrumbroso brillaba donde esta había desaparecido.

—Bien, pronto reaparecerá la luna —anunció la serpiente al reparar en la mirada de Lung—. ¿Quieres volver a remontarte en el aire, fogoso primo, o debo llevaros por el mar sobre mi espalda? Aunque en ese caso deberías confiarme cuál es vuestro destino.

Lung la miró sorprendido. Sus alas seguían pesándole y notaba sus miembros tan cansados como si llevase años sin dormir.

—Oh, sí, vamos —dijo Ben, poniendo su mano sobre las escamas—. Déjala que nos lleve. Seguro que ella no se extravía y tú podrás descansar. ¿De acuerdo?

Lung se giró hacia Piel de Azufre.

—Seguramente me marearé —gruñó esta—. Pero a pesar de todo… la verdad es que deberías descansar un poco.

Lung asintió y se volvió de nuevo hacia la serpiente.

—Nuestra meta es el pueblo ante cuya costa fueron ahuyentados los dragones. Queremos visitar a alguien.

La serpiente asintió y dejó que su cuello se deslizara de nuevo en el agua.

—Os llevaré hasta allí —prometió.