La sima del Djin

34

Ben se despertó cuando Lung aterrizaba. Asustado, miró a su alrededor. El cielo estaba claro. Una lechosa bruma matinal pendía sobre las montañas. La carretera terminaba detrás de una curva muy pronunciada y ante ellos las rocas caían a pico en el vacío como si la tierra se hubiese partido en dos. No había puente que condujese hasta el otro lado de la sima.

«Tiene que ser esa», pensó Ben. «La sima del djin azul». Lung se detuvo junto al precipicio y miró hacia abajo. Un rumor ascendía desde el fondo.

Ben se volvió. Piel de Azufre seguía roncando apaciblemente. El muchacho cogió en brazos con cuidado al durmiente Pata de Mosca y descendió con él del lomo de Lung.

—¿Qué, has dormido ya tu borrachera de elfo? —le preguntó el dragón dándole un empujoncito burlón con el hocico cuando estuvo a su lado—. Fíjate en esto. Creo que hemos encontrado la morada del djin.

Ben, cauteloso, bajó los ojos hacia la sima. No era muy ancha, apenas el doble que la carretera que ellos habían seguido. Al principio, las rocas caían desnudas hacia las profundidades, pero a los pocos metros proliferaban espesos matorrales. Las flores cubrían la piedra y desde el fondo de la sima gigantescas palmeras se estiraban hacia la luz. Allí abajo estaba oscuro. En ese preciso momento, un rumor llegó con toda claridad a oídos de Ben. Debía de proceder del río del que les había informado el profesor. Pero Ben escuchó además otros rumores: voces de animales, chillidos roncos de pájaros extraños.

—Eh, ¿por qué no me habéis despertado? —protestó malhumorada Piel de Azufre desde el lomo del dragón.

Pata de Mosca, que seguía durmiendo en brazos de Ben, se despertó sobresaltado y miró, desconcertado, a su alrededor.

—Puedes quedarte ahí encima, Piel de Azufre —dijo Lung, asomando el cuello por la sima—. Vamos a volar hacia ahí abajo. Pero no será fácil posarse en medio de esa espesura.

El dragón se deslizó hacia el fondo como una sombra. Las hojas de palmera azotaron el rostro de Ben cuando Lung atravesó el techo verde de los árboles. El dragón batió las alas con fuerza unas cuantas veces y aterrizó suavemente a la orilla de un río que fluía perezosamente. Los rayos del sol caían sobre el agua. Ben miró hacia arriba. El cielo parecía infinitamente lejano. Alrededor de ellos, entre miles de hojas, sonaban silbidos y chirridos, gruñidos y graznidos. El aire era sofocante y húmedo, y enjambres de mosquitos zumbaban por encima de la corriente.

—¡Negritos y moreletes! —Piel de Azufre se bajó de la espalda de Lung y se hundió hasta el pecho en las enredaderas—. ¿Cómo vamos a encontrar nada en esta selva? —miró molesta a su alrededor.

—Empezando a buscar —repuso Lung abriéndose camino por la espesura.

—¡Eh, eh, aguarda un momento! —Piel de Azufre se agarró con fuerza a su cola—. ¡Para ti es fácil hablar! Tú no te hundes hasta la barbilla en estas hojas. ¡Hmm! —mordió una para probarla—. Son deliciosas. Absolutamente deliciosas.

—¿Quieres montarte sobre mi espalda? —le preguntó Lung volviéndose hacia ella.

—¡No, no! —Piel de Azufre denegó con una seña—. Está bien. Ya me abriré camino. Hmm. De veras —y arrancando una hoja tras otra, las embutía en su mochila—. Estas hojas son demasiado exquisitas.

Ben sentó a Pata de Mosca en su hombro y sonrió.

—Piel de Azufre —dijo Lung mientras su cola se movía con impaciencia de un lado a otro—. Ven de una vez. Ya recogerás provisiones cuando hayamos encontrado al djin.

Se volvió. Ben le siguió. No tardaron en desaparecer los dos entre los árboles.

—¡Qué mala idea! —refunfuñó Piel de Azufre, caminando tras ellos—. Como si ese djin no pudiera esperar ni cinco minutos. Yo no me alimento exclusivamente de la luz de la luna. ¿Acaso pretende que en algún momento me caiga, muerta de hambre, de su espalda?

Lung se abría camino siguiendo el curso del río. Cuanto más avanzaban, más se estrechaba la sima. Al final, una enorme palmera caída cerró el paso al dragón. Sus raíces hirsutas se elevaban al aire. El largo tronco, sin embargo, descansaba sobre unos grandes peñascos en el río, formando una especie de puente sobre el agua.

—¡Espera un momento! —Ben sentó a Pata de Mosca en el rabo de Lung, trepó al tronco de la palmera caída y caminó un corto trecho por él.

—¡Mirad! —gritó señalando la otra orilla—. Allí, entre las flores rojas.

Lung dio un paso en el agua y estiró el cuello.

Efectivamente, allí estaba el enorme coche gris, invadido por las enredaderas, cubierto de flores caídas y lagartos que tomaban el sol sobre el capó.

Sin perder el equilibrio, Ben recorrió el tronco de la palmera y saltó a la otra orilla. El dragón vadeó el agua poco profunda y se detuvo en la orilla, a la espera. Ben apartó las enredaderas y atisbo el interior del automóvil. Al mirar por una ventanilla lateral, un gran lagarto sentado en el asiento delantero le rugió. Ben retrocedió asustado. El lagarto desapareció entre los asientos de un salto.

—No tiene cristales —comentó Ben en voz baja—. Tal como dijo el profesor.

Con cautela, volvió a introducir la cabeza por la ventanilla del coche. El lagarto había desaparecido, pero en el asiento trasero se enroscaban dos serpientes. Ben apretó los labios, metió la mano por la ventanilla y tocó la bocina. Luego, retrocedió rápidamente.

Bandadas de pájaros echaron a volar con gran estrépito. Los lagartos se deslizaron veloces por la chapa caliente del vehículo y desaparecieron entre las enredaderas.

De nuevo reinó el silencio.

Ben retrocedió, cauteloso. Según el profesor, tenían que esperar a diecisiete pasos del coche. Ben los contó. Uno… dos… tres… cuatro… Diecisiete pasos eran muchos pasos. Deliberadamente no los dio demasiado grandes. Tras el decimoséptimo se sentó en una piedra. Lung se tumbó tras él, en medio de flores y hojas. Piel de Azufre y Pata de Mosca se acomodaron en sus zarpas. Todos miraban, expectantes, al coche.

Asif no se hizo esperar demasiado.

Un humo azulado ascendió de las ventanas del automóvil, cada vez más alto hasta que Ben tuvo que echar la cabeza sobre la nuca para contemplar la columna de humo. Entre las copas de las palmeras se aglomeraban cendales de humo que comenzaron a girar alrededor de sí mismos cada vez más deprisa hasta que la gigantesca columna de humo formó un cuerpo, azul como el cielo vespertino y tan descomunal que su sombra oscurecía la sima. Sobre su piel, los hombros, los brazos y la gorda barriga centelleaban los mil ojos de Asif, pequeños y relucientes como piedras preciosas.

Ben retrocedió hasta percibir a sus espaldas las escamas de Lung. Piel de Azufre y Pata de Mosca se acurrucaron sobre el lomo del dragón. Sólo Lung permaneció inmóvil, contemplando al djin con la cabeza levantada.

—¡Aaaahhh! ¡Fíjateeee! —el djin se inclinó sobre ellos.

Mil ojos, mil imágenes brillaron sobre sus cabezas y el aliento de Asif recorrió la sima de un extremo a otro como el viento cálido del desierto.

—¿Qué teneeemos aquiiiií? —dijo el djin con voz atronadora—. Un dragón, un dragón auteeeéntico. ¡Caraaaamba! —su voz sonaba hueca como el eco y rebotaba en las paredes rocosas de la sima—. Por tu cuuuulpa me ha picado tanto la piel, que han tenido que rascármela mil sirvientes.

—No fue esa mi intención, djin —declaró Lung mirando hacia arriba—. Hemos venido para hacerte una pregunta.

—¡Ooooooooooh! —el djin esbozó una sonrisa—. Yo sóooooolo respondo a las preguntas de los humanos.

—Lo sabemos. —Ben se incorporó de un salto, se apartó el pelo de la frente y alzó la vista hacia el gigantesco ser—. ¡Yo soy quien te pregunta, Asif!

—¡Ooooooh! —musitó el djin—. Conque el escarabajillo conooooce nuestro nombre. ¿Qué preguuuunta es esa? Y tuuuú, ¿conooooces mis condiciones?

—Sí —contestó Ben.

—Bieeeen.

El djin se inclinó un poco más. Su aliento calentaba como el vapor de una cacerola. A Ben le caían gotas de sudor de la punta de la nariz.

—Preguuuunta —susurró Asif—. No me vendriiiía nada mal otro criaaaado. Uno que me limpiara las orejas, por ejemplo. Tuuuú tienes justo el tamaño adecuaaaado.

Ben tragó saliva. La cara de Asif estaba ahora precisamente sobre su cabeza. En sus fosas nasales crecían pelos azules, gruesos como troncos de árbol joven, y sus orejas puntiagudas, que sobresalían mucho del cráneo calvo, eran mayores que las alas de Lung. Desde lo alto, dos ojos gigantescos, verdes como los de un gato colosal, contemplaban burlones a Ben. Este descubrió en ellos su propio reflejo, diminuto y perdido. En los demás ojos de Asif la nieve caía sobre ciudades remotas y los barcos se hundían en el mar.

Ben se limpió las gotas de sudor de la punta de su nariz y preguntó en voz alta:

—¿Dónde podemos encontrar La orilla del cielo?

Piel de Azufre cerró los ojos, Lung contuvo la respiración y Pata de Mosca empezó a temblar de los pies a la cabeza. Ben esperaba la respuesta del djin con su corazón latiendo desbocado.

—La oriiiiilla del cielo —repitió Asif.

Se estiró hacia el cielo unos cuantos metros más. Después soltó tal carcajada que de las paredes de la sima se desprendieron piedras y rodaron con estrépito hacia el fondo. Su gorda barriga tembló sobre la cabeza de Ben como si fuera a caerse en cualquier momento.

—¡Hombrecillo, hombrecillo! —atronó el djin inclinándose de nuevo sobre el chico.

Lung se situó ante Ben en ademán protector, pero Asif apartó suavemente al dragón con su mano colosal.

—La oriiiiiilla del cielo —repitió de nuevo—. ¿Eso no lo preguntas para ti, verdaaaaad?

—No —respondió el muchacho—. Mis amigos necesitan saberlo. ¿Por qué?

—¿Por qué? —el djin le dio un empujón en el pecho con su imponente dedo índice, pero en el lugar donde le rozó el gigante Ben sólo sintió un soplo cálido.

—¿Por queeeeeé? —atronó Asif tan alto que Pata de Mosca se tapó los oídos con las manos—. Tuuuuuú eres el primero. El primeeeero que no pregunta para él, humano pequeño como un escarabajo. El primeeeero en tantos miiiiles de años que yo mismo he perdido la cueeeeeenta. Por eso responderé a tu pregunta doblemente complacido. A pesar de lo bieeeeeen que me vendrías como criado.

—¿Tú… tú… tú… tú conoces la respuesta? —la lengua de Ben se le pegaba en la boca.

—¿Que si conooooozco la respuestaaaaaa? —el djin soltó otra carcajada.

Dejándose caer de rodillas, colocó su pulgar azul ante el rostro de Ben.

—Miiiira ahí deeeeentro —susurró—. Mira en mi ojo doscientos veintitrés. ¿Qué es lo que ves?

Ben se inclinó sobre el pulgar de Asif.

—Un río —musitó en voz tan queda que Lung tuvo que aguzar el oído para entenderlo—. Fluye entre montañas verdes. Cada vez más lejos. Ahora se vuelven más altas. Todo se queda sin árboles y vacío. Ahí hay montañas de forma muy extraña, como, como… —pero la imagen cambió.

—El río fluye junto a una casa —murmuró Ben—. No es una casa normal. Es un palacio o algo parecido.

El djin asintió.

—Míralo ateeeeeentamente —le aconsejó en voz baja—. Con mucha atencioooooón.

Ben así lo hizo hasta que la imagen se desvaneció. Entonces Asif le mostró su dedo índice.

—He aquí mi ojo doscientos cincuenta y cinco —le explicó—. ¿Qué ves en él?

—Un valle —dijo Ben—. A su alrededor hay nueve montañas altas, con las cumbres cubiertas de nieve. Casi todas de idéntica altura. El valle está sumergido en la niebla.

—¡Bieeeeen! —Asif parpadeó.

Y la imagen volvió a difuminarse, al igual que las otras novecientas noventa y nueve imágenes de sus ojos, y apareció una nueva.

Ben abrió los ojos de par en par.

—¡Ahí, ahí! —preso del nerviosismo, se inclinó sobre el descomunal dedo de Asif—. ¡Lung, ahí hay un dragón! ¡Un dragón igual a ti! ¡En una cueva gigantesca!

Lung inspiró profundamente. Intranquilo, dio un paso hacia delante. Pero en ese momento Asif volvió a parpadear y la imagen de su ojo doscientos cincuenta y cinco desapareció como las otras. Ben se incorporó decepcionado. El djin retiró la mano y la apoyó en su ciclópea rodilla, mientras con la otra se acariciaba el largo bigote.

—¿Has grabado bieeeeen en la memoria lo que has visto? —preguntó al muchacho.

Ben asintió.

—Sí —balbuceó—. Pero, pero…

—¡Cuidaaaaado! —Asif se cruzó los brazos delante del pecho y miró al chico con severidad—. Has hecho una pregunta. Pero guaaaarda tu lengua o acabaraaaaás convertido en mi criaaado.

Ben inclinó la cabeza confundido.

El djin se incorporó y, ligero como un globo, flotó en el aire.

—Sigue el curso del Indo y busca las imágenes de mis ojos —le recomendó Asif con voz de trueno—. Búscalas. Entra en el palacio adosado a la montaña y destruye la luz de la luna en la cabeza del dragón de piedra. Entonces, veinte dedos te indicarán el camino hacia La orilla del cielo. Y el oro valdrá menos que la plata.

Ben, sin habla, alzó la mirada hacia el imponente djin. Asif sonreía.

—Tuuuuuuú has sido el primero —repitió.

Luego se hinchó como una vela al viento y sus piernas y brazos volvieron a convertirse en humo azul. Asif empezó a girar hasta que hojas y flores bailaron en su remolino y él no fue más que una columna de humo azul. Con un golpe de viento, esta se disolvió y desapareció.

—Busca las imágenes —murmuró Ben cerrando los ojos.