El cuervo
Pata de Mosca caminaba presuroso por el aire caliente como entre algodón. Una y otra vez levantaba su nariz puntiaguda olfateando. Sí, el aljibe debía encontrarse justo al pie de la colina, bajo el gran árbol del incienso. Ya olía el agua con toda claridad. Se abría camino afanosamente entre los escombros y la hierba espinosa. Sus miembros le dolían horrores de tanto jugar al escondite en la mochila de Ben.
Todo eso se lo debía a Piel de Azufre, esa duende estúpida, desconfiada y sabihonda. Bah, se burlaba de que él comiera moscas y ella se atiborraba de setas apestosas. Sólo esperaba que pillara pronto una venenosa, que le royera a fondo la barriga, a ver si dejaba de ser descarada para siempre.
Entre unos arbustos enmarañados, Pata de Mosca topó con unas huellas, seguramente de conejos que corrían veloces hacia el agua. Siguió la estrecha senda, hasta que de repente una sombra oscura se abatió sobre él. Asustado, el homúnculo dio un grito y se tiró boca abajo.
Unas garras negras se hundieron en el polvo a su lado. Un pico curvo le tiró de la chaqueta.
—Te saludo, Pata de Mosca —graznó una voz familiar.
El homúnculo levantó la cabeza con cautela.
—¿Cuervo?
—¡El mismo! —graznó el cuervo.
Pata de Mosca se sentó suspirando y se apartó de la frente el cabello revuelto. Después, cruzó los brazos ante el pecho y lanzó al pájaro negro una mirada de reproche.
—¿Y te atreves a presentarte aquí? —le increpó—. Tengo ganas de arrancarte las plumas y hacerme un cojín con ellas. ¡El diablo sabe que no es mérito tuyo que yo siga con vida!
—Sí, sí —graznó el cuervo contrito—. Tienes razón. Pero ¿qué podía hacer? Me tiraron piedras y tú no te movías, así que me busqué un árbol seguro y no te quité ojo de encima.
—¿Que no me quitaste ojo de encima? ¡Bah! —Pata de Mosca se levantó—. Llevo tres noches viajando alrededor del mundo sin dar contigo. Vamos, tengo que encontrar agua —y sin más reemprendió la marcha.
El cuervo aleteaba detrás malhumorado.
—Para ti es muy fácil hablar —despotricaba—. ¿Crees que era fácil seguir a ese miserable dragón? Vuela tres veces más veloz que el viento.
—Bueno, ¿y qué? —Pata de Mosca escupió con desprecio al polvo—. ¿Para qué te alimentó nuestro maestro con grano mágico desde que empezaste a dar saltos? Y ahora, cállate. Tengo cosas más importantes que hacer que oír tus graznidos.
El antiguo aljibe estaba detrás de una colina no muy alta. Una estrecha escalera de piedra conducía hasta abajo. Los escalones estaban agrietados y en las hendiduras crecían flores silvestres. Pata de Mosca bajó a saltos. El agua de la vieja pila estaba turbia y cubierta de polvo. El homúnculo respiró hondo y se acercó al borde.
—Dile que no pude evitarlo, ¿me oyes? —graznó el cuervo, y aleteando se marchó hasta un desnudo árbol de incienso.
Pero Pata de Mosca no le prestaba atención. Escupió en el agua y en lo más profundo del aljibe apareció una imagen, la cabeza de Ortiga Abrasadora. Barba de Guijo, en medio de los dos poderosos cuernos, les quitaba el polvo con un plumero de pavo.
—¡Tres… días! —gruñó Ortiga Abrasadora con voz ronca y amenazadora—. ¿Qué es lo que te dije?
—No había nada que informar, maestro —contestó Pata de Mosca—. Sol y polvo es todo cuanto hemos visto los últimos días, nada más que sol y polvo. Me he pasado casi todo el tiempo escondido en la mochila del chico. Estoy completamente magullado.
—¿Cuándo iréis a ver al djin? —rugió Ortiga Abrasadora.
—Mañana. —Pata de Mosca tragó saliva—. Ah, otra cosa, maestro, el cuervo ha vuelto. Así que será mejor que vaya montado en él.
—¡Sandeces! —Ortiga Abrasadora enseñó los dientes—. Seguirás en la mochila. Cuanto más cerca estés de ellos, antes oirás la respuesta del djin. El cuervo te seguirá para casos de apuro.
—Pero la duende… ¡no confía en mí! —objetó Pata de Mosca.
—¿Y el dragón y el chico?
—Ellos sí —el homúnculo agachó la cabeza—. El chico incluso me protege de la duende.
Ortiga Abrasadora torció su horrible boca en una mueca burlona.
—¡Pequeño imbécil! —gruñó—. Tengo que estarle agradecido de veras. Sobre todo cuando mañana averigüe para mí dónde están los demás dragones. ¡Aaaah! —cerró sus ojos rojos—. ¡Menuda fiesta me espera! En cuanto conozcas la respuesta, me informarás, ¿entendido? Yo me pondré en marcha inmediatamente. Y antes de que ese estúpido dragón vuelva a estar en el aire, habré alcanzado La orilla del cielo.
Pata de Mosca clavó la vista, atónito, en la imagen de su maestro.
—¿Cómo pensáis hacerlo? —quiso saber—. Es un largo camino para vos.
—Oh, tengo mis propios medios —bufó Ortiga Abrasadora—, pero eso a ti no te importa, patas de araña. Y ahora regresa antes de que sospechen algo. Yo iré a coger unas cuantas vacas.
Pata de Mosca asintió.
—Ahora mismo, maestro. Pero hay algo más —añadió acariciando una flor que crecía junto al agua—. El humano grande, Wiesengrund, tenía dos de vuestras escamas.
De repente se hizo un silencio sepulcral, sólo roto por el canto de unas cigarras entre la hierba.
—¿Qué has dicho? —preguntó Ortiga Abrasadora.
Sus ojos rojos ardían.
Pata de Mosca hundió la cabeza entre los hombros.
—Tenía dos escamas —repitió—. Una aún sigue en sus manos. La otra se la regaló al chico. Yo la vi, maestro. Debe de ser una de las que perdisteis hace mucho tiempo en las montañas.
Ortiga Abrasadora soltó un gruñido de furia.
—Así que están en poder de los humanos.
Sacudió la cabeza indignado. Tan fuerte que Barba de Guijo a duras penas logró agarrarse a uno de sus cuernos.
—¡Quiero recuperarlas! —vociferó Ortiga Abrasadora—. Nadie debe poseerlas. Nadie. Donde faltan, la piel me pica. ¿Acaso ese hombre pretende averiguar el secreto de mi coraza? —Ortiga Abrasadora entornó sus ojos rojizos—. Quítale la escama al muchacho, ¿entendido?
Pata de Mosca asintió en el acto.
Ortiga Abrasadora se pasó la lengua por los dientes.
—De la que está en poder del hombre grande me ocuparé personalmente —refunfuñó—. ¿Cómo dices que se llama?
—Wiesengrund —respondió Pata de Mosca—. Profesor Barnabas Wiesengrund. Pero pronto abandonará el lugar desde el que os informé la última vez.
—¡Yo soy rápido! —bufó Ortiga Abrasadora—. Muy rápido —se sacudió de tal forma que sus escamas tintinearon—. Y ahora, lárgate. No te preocupes por el duende desconfiado. Me lo zamparé muy pronto de aperitivo. Y al hombrecito, también.
Pata de Mosca tragó saliva. De pronto, su corazón se desbocó.
—¿Al chico también? —dijo con un hilo de voz.
—¿Por qué no? —Ortiga Abrasadora bostezó aburrido. Pata de Mosca pudo divisar el fondo de su garganta dorada—. No saben nada mal, esos bípedos vanidosos.
Después, la imagen de Ortiga Abrasadora desapareció. Sólo polvo flotaba sobre la turbia superficie del agua. Pata de Mosca se apartó del borde del aljibe y, al girarse, se sobresaltó.
Arriba en la escalera estaba Piel de Azufre, con su botella de agua vacía en la mano.
—¡Caramba! —exclamó ella, descendiendo los escalones despacio—. ¿Qué andas haciendo por aquí? Pensé que te apetecía dar un paseo.
El homúnculo intentó pasar rápidamente a su lado, pero Piel de Azufre se interpuso en su camino. Él miró por encima del hombro. El amenazador borde del aljibe estaba cerca. Y él no sabía nadar. Piel de Azufre se arrodilló a su lado y llenó su botella con el agua polvorienta.
—¿Con quién estabas hablando?
Pata de Mosca se apartó del agua cuanto pudo. Si volvía a aparecer su maestro, estaba perdido.
—¿Hablando? —tartamudeó—. Ejem, pues sí, estaba hablando. Con mi reflejo, si no tienes nada que objetar.
—¿Con tu reflejo? —Piel de Azufre sacudió burlona la cabeza.
Pero luego miró en torno suyo y descubrió al cuervo que, posado en el árbol, los contemplaba con curiosidad. Pata de Mosca trepaba a toda prisa escaleras arriba. Piel de Azufre lo sujetó por la chaqueta.
—Espera, espera, no tengas tanta prisa —le dijo—. ¿Acaso has estado hablando con ese plumas negras de ahí?
—¿Con ese? —Pata de Mosca tiró de su chaqueta librándola de su presa y simuló sentirse ofendido—. ¿Tengo yo pinta de hablar con pájaros?
Piel de Azufre se encogió de hombros e, incorporándose, tapó su botella.
—No tengo ni idea —contestó—. Pero es preferible que no te sorprenda haciéndolo. ¡Eh, plumas negras! —dijo volviéndose y alzando la vista hacia el cuervo—. ¿Conoces por casualidad a este alfeñique?
Pero el cuervo se limitó a batir sus alas negras, y se alejó de allí con un estrepitoso graznido.