Siempre hacia el sur
Durante las noches siguientes, Lung voló raudo como el viento. La impaciencia le impulsaba a avanzar. El viento de cara azotaba con tal fuerza a sus dos jinetes, que Piel de Azufre tuvo que meterse hojas en las orejas y Ben se ató con fuerza alrededor de la cabeza el paño que le había regalado el profesor. Las noches eran frescas, pero de día hacía tanto calor que apenas podían dormir. Descansaban entre los muros derrumbados de ciudades desaparecidas, siguiendo el consejo del profesor, lejos de carreteras y pueblos. Mientras Lung y Piel de Azufre dormían a la sombra, Ben se sentaba, a veces durante horas, entre las vetustas piedras y contemplaba la arena ardiente que se extendía hasta el horizonte, por donde de vez en cuando pasaba un polvoriento camión o unos camellos que se balanceaban sobre sus patas largas y delgadas en medio del calor del día. Le habría encantado conocer mejor ese exótico país; pero sólo de noche, cuando Lung sobrevolaba a veces las ciudades, lograba echar una breve ojeada sobre las cúpulas, esbeltas torres y casas blancas de techo plano que se apiñaban entre antiguas murallas.
El mar Rojo siempre quedaba a su derecha. Bajo ellos serpenteaba hacia el sur la interminable carretera al pie de una cadena montañosa igual de interminable. Detrás, un terreno árido y rocoso se extendía hasta el horizonte. Las ciudades y pueblos parecían inmersos en él como si fueran islas. Profundas simas se abrían como desgarros en el paisaje yermo.
El aire estaba cargado de aromas desconocidos. Pero la segunda noche, negros vapores se cernieron por encima de las montañas, envolviendo a Lung y a sus jinetes en una bruma hedionda antes de alejarse flotando sobre el mar. También de aquello les había advertido Barnabas Wiesengrund. Eran nubes de hollín procedentes de los pozos de petróleo de Oriente, que, tras una guerra, ardían como antorchas. Poco antes de que saliera el sol y abrasase la tierra con sus rayos, Lung se sumergió en las aguas del mar Rojo para limpiarse la suciedad negra, pero esa sustancia viscosa se había adherido firmemente a sus escamas. Piel de Azufre se pasó casi toda la mañana siguiente limpiando las alas del dragón y aseando entre denuestos su espesa piel. A Ben, la suya, lisa, le facilitó las cosas.
Cuando se disponía a sacar una camiseta limpia de su mochila, los dedos de Ben casi chocaron con la cabeza de Pata de Mosca.
El homúnculo tuvo el tiempo justo de agacharse. Desde su partida, sólo salía de la mochila cuando estaba completamente seguro de que todos dormían. Entonces estiraba sus miembros doloridos, cazaba moscas y mosquitos, que por fortuna abundaban por aquellos calurosos parajes, y se deslizaba de vuelta a su escondite en cuanto se movía uno de los otros tres.
Quería demorar al máximo el momento de ser descubierto. Su miedo a Piel de Azufre y su desconfianza eran demasiado grandes. En una ocasión había echado un vistazo a la escama que el profesor había entregado a Ben. El joven la guardaba en una bolsa que llevaba colgada del cuello. Pata de Mosca escudriñó el interior mientras Ben dormía. La bolsa contenía, además, una foto pequeña, una piedra, una concha y un poco de polvo plateado de la cueva del basilisco. La escama procedía, sin la menor duda, de la coraza de Ortiga Abrasadora. No había nada en el mundo tan frío y tan duro al tacto. Cuando Ben se agitó en sueños, él volvió a meterla en la bolsa con un escalofrío y se sentó junto al muchacho. Hacía lo mismo cada vez que dormían los otros tres. Apoyado con cuidado, con sumo cuidado, en los hombros del muchacho, leía el libro que el chico dejaba siempre abierto a su lado. Era el mismo que Barnabas Wiesengrund le había regalado, y lo leía todos los días hasta que se le cerraban los ojos. Estaba lleno de maravillas.
El libro contenía todos los conocimientos de los humanos sobre unicornios y genios del agua, sobre Pegaso, el caballo volador, y sobre el ave Roc, el pájaro gigante que alimenta con ovejas a sus crías. El libro también hablaba de hadas, de fuegos fatuos, de serpientes marinas y de trolls.
Pata de Mosca se saltó algunos capítulos, como el de los enanos de las rocas. Conocía de sobra a esos individuos. Pero finalmente, al tercer día, cuando los demás dormían y la luz del sol de la tarde lo bañaba todo en una neblina amarilla, Pata de Mosca topó con el capítulo dedicado a los homúnculos, los seres artificiales de carne y hueso creados por el hombre.
Su primera intención fue cerrar el libro.
Escudriñó a su alrededor. Ben murmuraba en sueños, pero Piel de Azufre roncaba con la tranquilidad de siempre y Lung dormía como un tronco.
Entonces Pata de Mosca empezó a leer con el corazón palpitando. ¡Oh, sí! Ya sabía que tenía un corazón. Pero aquellas páginas amarilleadas por el tiempo contaban más cosas. Un homúnculo suele vivir más que su creador, leyó. También lo sabía. Pero lo que venía después, lo ignoraba por completo. Por lo que se sabe, un homúnculo puede vivir casi ilimitadamente, a no ser que desarrolle un gran apego por una persona. En tales casos, el homúnculo muere el mismo día que la persona a la que ha entregado su corazón.
—¡Oh, oh! ¿Lo sabías? ¡Pues no lo olvides, Pata de Mosca! —susurró el alfeñique—. Preserva tu corazón si en algo aprecias tu vida. Has llegado a ser viejo, más viejo que todos tus hermanos, más viejo que tu creador. No te conviertas en un chiflado en la vejez y se te ocurra aficionarte a un humano.
Levantándose de un salto, pasó hacia atrás las páginas hasta llegar al punto donde Ben había abierto el libro. Después levantó la vista hacia el sol. Sí, ya iba siendo hora de informar a su maestro. Llevaba dos días sin dar noticias suyas, aunque lo cierto era que no había nada que informar.
Pata de Mosca se giró y contempló al joven humano. Mañana. Mañana por la noche llegarían a la sima del djin. Y si este conocía de verdad la respuesta que su maestro llevaba buscando desde hacía más de cien años, Ortiga Abrasadora se pondría en camino hacia La orilla del cielo para volver a salir por fin de caza.
Pata de Mosca sintió un escalofrío. No, no, mejor no pensarlo. ¿Qué le importaba a él? No era más que el limpiacorazas de su señor. Hacía lo que Ortiga Abrasadora le ordenaba desde que él, Pata de Mosca, había salido de un pequeño vaso de colores igual que un polluelo de su cascarón. ¿Qué importaba que aborreciese a su señor? Lo único importante era que su maestro se lo zamparía de un bocado si no le llevaba la respuesta que anhelaba desde hacía tanto tiempo.
—Cuida tu corazón, Pata de Mosca —susurró el homúnculo—. Y ahora ve, y haz tu trabajo.
Antes de que Lung tomara tierra, Pata de Mosca había visto brillar agua cerca, en un viejo aljibe que hacía mucho que nadie usaba, aunque seguía recogiendo la valiosa agua de lluvia. El homúnculo se disponía a encaminarse hacia allí cuando sintió moverse a Ben. Rápidamente se ocultó detrás de una piedra.
El chico se incorporó medio dormido, bostezó y se desperezó. Luego, se levantó y trepó a la alta muralla tras la que habían montado su campamento. Aquel día, Lung se había visto obligado a internarse un gran trecho en el interior del país hasta que sobre una colina, entre árboles del incienso que crecían como muertos en la tierra arenosa, descubrieron una fortaleza derruida. El patio seguía rodeado de murallas, pero los edificios traseros se habían desplomado y estaban cubiertos de arena. Allí sólo vivían las lagartijas y algunas serpientes, que Piel de Azufre espantó a pedradas apenas llegaron.
Ben se sentó en lo alto de la muralla con las piernas colgando y miró hacia el sur. Allí, altas montañas se alzaban en el cielo caluroso, ocultando el horizonte.
—Ya no puede quedar muy lejos —le oyó murmurar Pata de Mosca—. Si los datos del profesor son correctos, mañana llegaremos a la sima.
Pata de Mosca acechaba desde detrás de su piedra. Por un momento, deseó mostrarse al chico, que miraba al infinito sumido en sus pensamientos. Pero luego cambió de idea. Sigiloso, con una rápida ojeada a la durmiente Piel de Azufre, se deslizó dentro de la mochila y desapareció como una lagartija entre las pertenencias de Ben. Su informe al maestro tendría que esperar.
Ben permaneció un buen rato sentado en la muralla. Pero en cierto momento, suspiró y se pasó la mano por la cara, que le ardía por el sol. De un brinco saltó a la arena y corrió hacia Piel de Azufre.
—Eh, Piel de Azufre —dijo en voz baja sacudiendo por el hombro a la duende—. ¡Despierta!
Piel de Azufre se estiró y parpadeó al sentir el sol.
—¡Pero bueno, si todavía hay mucha luz! —cuchicheó mientras se volvía hacia Lung, que dormía plácidamente a la sombra de los viejos muros de la fortaleza.
—Ya lo sé, pero me prometiste que meditaríamos juntos sobre la pregunta. Ya sabes.
—Ah, claro, la pregunta. —Piel de Azufre se frotó los ojos—. Vale, pero sólo si antes comemos algo. Este calor da hambre.
Caminó torpemente sobre sus plantas peludas por la arena caliente en dirección a su mochila. Ben la siguió sonriente.
—El calor, no me hagas reír —replicó burlón—. Desde que estamos de viaje hemos tenido lluvia y tempestad y qué se yo qué más. Sin embargo, tú siempre estabas hambrienta.
—Bueno, ¿y qué?
Piel de Azufre extrajo de su mochila la bolsa de setas y la olfateó placenteramente mientras se relamía. Luego, colocó dos hojas grandes sobre la arena y sacudió las setas encima.
—¡Hmmm! ¿Qué comeré ahora?
Ben se limitó a menear la cabeza. Hurgó en su mochila para sacar la cantimplora de agua y algunas aceitunas de las que le había dado el profesor. La bolsa se había escurrido hasta el fondo. Al rebuscar, el muchacho tocó algo peludo. Asustado, retiró la mano.
—¿Qué pasa? —preguntó Piel de Azufre.
—Me parece que dentro hay un ratón —respondió Ben.
—¿Un ratón?
Piel de Azufre apartó su seta, se inclinó sobre la mochila y, rápida como el rayo, agarró fuerte. De un tirón sacó a Pata de Mosca, que pataleaba.
—¡Menuda sorpresa! —exclamó—. Pero ¿a quién tenemos aquí?
—¡Pata de Mosca! —exclamó Ben, sorprendido—. ¿Cómo ha sido a parar a mi mochila? Y… y… —contemplaba asombrado al pequeño homúnculo— ¿cómo es que has estado tan callado durante todo este tiempo?
—¡Oh, joven señor! Porque, porque…
Pata de Mosca intentaba liberarse de la fuerte presa de Piel de Azufre, pero la duende no aflojaba por mucho que el alfeñique se retorciera.
—Vaya, vaya, ¿así que eso te hace tartamudear, eh? —gruñó ella.
—¡Suéltame, monstruo peludo! —gritó Pata de Mosca—. ¿Cómo voy a poder explicar algo así?
—Vamos, suéltalo —le recomendó Ben—. Le harás daño.
A disgusto, Piel de Azufre depositó al homúnculo sobre la arena.
—Gracias —murmuró Pata de Mosca, mientras se enderezaba ofendido la chaqueta.
—Bueno, ¿por qué no dijiste nada? —preguntó el chico.
—¿Que por qué no dije nada? ¡Pues por ella, naturalmente! —Pata de Mosca señaló con dedo tembloroso a Piel de Azufre—. Sé de sobra que quiere librarse de mí, así que me escondí en la mochila. Y después —se pellizcó la nariz y lanzó una mirada furiosa a Piel de Azufre—, después callé porque me daba miedo que me arrojase al mar si me descubría.
—¡No es mala idea! —refunfuñó Piel de Azufre—. No es para nada una mala idea.
—¡Piel de Azufre! —Ben dio un codazo en el costado a la duende, y luego, volviéndose hacia el homúnculo con expresión preocupada, añadió—: Ella nunca haría algo así, Pata de Mosca. De veras. En realidad es muy simpática. Sólo que le gusta dárselas siempre de, de… —miró de reojo a Piel de Azufre—… de dura, ¿comprendes?
Pata de Mosca, sin embargo, no parecía muy convencido. Lanzó una mirada de desconfianza a Piel de Azufre, a la que ella respondió con gesto malhumorado.
—Toma. —Ben entregó al homúnculo unas miguitas de pande hogaza—. Seguro que tienes hambre, ¿verdad?
—Mi más rendida gratitud, joven señor, pero yo, ejem… —Pata de Mosca carraspeó tímidamente—… yo cazaré ahora mismo unas cuantas moscas.
—¿Moscas?
Ben contempló al hombrecillo con aire de incredulidad. Este, abochornado, se limitó a encogerse de hombros.
—¡Moscas! ¡Puaj, por la oronja mortal! —exclamó Piel de Azufre—. ¡Desde luego, te pega, ratón de patas de araña!
—¡Piel de Azufre! —gritó Ben enfadado—. ¡Déjalo ya! Él no te ha hecho nada, ¿está claro? Es más: te liberó de aquella jaula, ¿o ya lo has olvidado?
—¡Vale, vale! —Piel de Azufre volvió a concentrarse en sus setas—. De acuerdo, prometo que no lo tiraré al mar, ¿entendido? Pero ahora reflexionemos sobre la pregunta que tienes que hacer al mil ojos.
Ben asintió y sacó un papel arrugado del bolsillo del pantalón.
—Ya he apuntado algo. Presta atención.
—Un momento —le interrumpió Piel de Azufre—. ¿Es preciso que lo escuche el alfeñique?
Ben suspiró.
—Pero ¿otra vez con la misma canción? Por qué no va a poder escuchar, ¿eh?
Piel de Azufre miró al homúnculo de la cabeza a los pies.
—¿Y por qué habría de hacerlo? —replicó impertinente—. Opino que cuantos menos oídos escuchen esa pregunta, mejor.
—Me voy —advirtió Pata de Mosca—. Me voy ahora mismo.
Pero Ben lo sujetó por la chaqueta.
—Tú te quedas aquí —le dijo—. Yo confío en ti. Quien tiene que hacer la pregunta soy yo. De manera que deja de dar la tabarra, Piel de Azufre.
La duende lo miró con resignación.
—Como quieras. Pero tu credulidad nos traerá un montón de disgustos. Me apuesto mis setas.
—Estás loca, Piel de Azufre —repuso Ben—. Estás como una cabra.
Pata de Mosca estaba sentado en su rodilla sin saber Adónde mirar. Se había sentido pequeño e inútil muchas veces en su vida, pero nunca tanto como en ese momento. Estaba tan avergonzado que le habría gustado confesárselo todo al chico en el acto. Pero no fue capaz de pronunciar ni una sola palabra.
—Veamos, ¿cómo era eso? —Ben alisó su papel—. ¿Dónde-se-esconde-La-Orilla-del-Cielo? Siete palabras.
—Hmm, no está mal —murmuró entre dientes Piel de Azufre—. Pero en cierto modo, suena raro.
—Oh, se me ha ocurrido otra frase. —Ben dio la vuelta al papel—. Con otras siete palabras: ¿Dónde podemos encontrar La Orilla del Cielo?
|Pata de Mosca se deslizó de la rodilla de Ben sin llamar la atención y retrocedió unos pasos. Piel de Azufre se volvió en el acto hacia él.
—¡Eh, tú, ¿dónde demonios quieres ir otra vez?! —gruñó.
—Me voy a pasear, cara peluda —respondió Pata de Mosca—. ¿Tienes algo que objetar?
—¿A pasear? —Ben, sorprendido, siguió con la vista al homúnculo—. ¿No será mejor que te acompañe? —le gritó mientras se alejaba—. Quiero decir, que no sabemos qué tipo de animales vagan por aquí…
El corazón de Pata de Mosca se apesadumbró por tamaña solicitud.
—No, no, joven señor —le dijo por encima del hombro—. Soy pequeño, pero en absoluto desvalido. Además, no parezco nada apetitoso, tan delgado como soy.
Después, desapareció por un agujero de la muralla.