El segundo informe de Pata de Mosca
Pata de Mosca corría raudo en medio de la oscuridad. El sol se hundía, rojo, detrás de las ruinas, y las columnas proyectaban largas sombras sobre la arena. En la penumbra de la noche que se avecinaba, los rostros pétreos de las altas murallas parecían aún más inquietantes que por el día, pero el homúnculo no les prestó atención. Estaba acostumbrado a las caras de piedra. En el castillo de su maestro había cientos de ellas. No, a él le embargaban otras preocupaciones.
—Por todos los cielos y los infiernos —murmuraba mientras la arena caliente le quemaba los pies—, ¿dónde encontraré agua en estos parajes? No hay más que tierra abrasada, dura como las escamas de mi maestro. El sol absorbe hasta la última gota. ¡Ay, qué furioso estará conmigo por haberme retrasado tanto! ¡Qué furioso!
El homúnculo corría cada vez más deprisa. Se deslizaba sigiloso hacia los templos en ruinas, fisgaba entre las palmeras, pero, al final, acabó sentado sin saber qué hacer en el lecho reseco del río.
—Y ese cuervo bellaco también ha desaparecido —se lamentó—. ¿Qué voy a hacer ahora? ¿Qué voy a hacer?
El sol se puso tras las colinas pardas, y sombras negras se acercaron a Pata de Mosca. De pronto, se dio una palmada en la frente.
—¡El mar! —exclamó—. ¡Qué lastimosa cabeza hueca la mía! ¡El mar!
Se levantó de un salto tan rápido que tropezó con sus propios pies. Con la agilidad de una ardilla corrió por el lecho seco del río, resbaló y rodó por las escabrosas orillas que descendían poco a poco y cayó de culo en la fina arena que lamían las olas saladas del mar. El rumor inundó sus oídos. La espuma le salpicó la cara. Pata de Mosca trepó a una roca bañada por las olas y escupió al agua oscura. Poco a poco, apareció la imagen de su maestro, deformada por el oleaje, agrandándose y creciendo sobre el enorme espejo marino.
—¿Dónde has estado tanto tiempo? —rugió Ortiga Abrasadora.
Se estremecía de ira, hasta el punto de que Barba de Guijo, el enano, se tambaleaba sobre su lomo.
—¡No he podido evitarlo! —exclamó Pata de Mosca retorciéndose las manos—. Caímos en medio de una tempestad y luego el cuervo me dejó en la estacada. Los humanos me capturaron y… y… —soltó un gallo—, y luego el chico me liberó, y luego no pude escaparme sin ser visto, y luego no encontraba agua y luego…
—¡Y luego y luego y luego! —le interrumpió grosero Ortiga Abrasadora—. ¡Deja ya de aburrirme con tanta palabrería hueca! ¿Qué has averiguado?
—Buscan La orilla del cielo —balbuceó Pata de Mosca.
—¡Aaaaarg! —rugió Ortiga Abrasadora—. ¡Eso hace tiempo que lo sé, majadero! ¿Es que el cuervo, antes de marcharse, te sorbió tu cerebro raquítico? ¿Qué más?
Pata de Mosca se pasó la mano por la frente mojada. Estaba empapado por las salpicaduras de la espuma del mar.
—¿Qué más? Oh, un montón de cosas, pero vos me aturulláis por entero, maestro. Al fin y al cabo he atravesado momentos muy duros.
Ortiga Abrasadora soltó un gruñido de impaciencia.
—¡Sigue limpiando! —rezongó al enano que acababa de acurrucarse entre las púas de su lomo para echar una cabezadita.
—Bueno —continuó Pata de Mosca—. Un humano les ha contado una historia muy extraña. De dragones atacados por un monstruo que emergió del mar. ¿Erais vos, maestro?
—No me acuerdo —gruñó Ortiga Abrasadora cerrando un instante los ojos—. Ni quiero acordarme, ¿entendido, Pata de Mosca? Entonces se me escaparon. Huyeron a pesar de que los tenía casi entre mis dientes. Olvida esa historia. No vuelvas a contármela nunca más o te devoraré igual que a tus once hermanos.
—¡Ya está olvidada! —le aseguró Pata de Mosca a renglón seguido—. Completamente olvidada. Mi memoria es un agujero negro, maestro, un colosal agujero negro. Oh, mi cabeza es un queso lleno de agujeros negros.
—¡Cállate!
Iracundo, Ortiga Abrasadora golpeó con la zarpa las resquebrajadas losas de piedra de su castillo. Su imagen adquirió unas dimensiones tan formidables en el agua brillante que Pata de Mosca, asustado, hundió la cabeza entre los hombros. Al homúnculo le temblaban las rodillas y su corazón saltaba como un conejo en fuga.
—Bien, ¿qué has averiguado sobre La orilla del cielo? —preguntó Ortiga Abrasadora con voz queda y amenazadora—. ¿Dónde piensan buscarla?
—Oh, lo ignoran. Pretenden visitar a una mujer que sabe mucho de dragones y que vive en la costa que no debo recordaros. Aunque ella tampoco sabe dónde está La orilla del cielo y por eso…
—Por eso, ¿queeeeeé? —vociferó Ortiga Abrasadora.
—Por eso quieren preguntárselo a un djin —masculló Pata de Mosca—. A un djin azul de mil ojos. Al parecer conoce la respuesta a todas las preguntas, pero sólo contesta a un humano, por eso tiene que aventurarse el muchacho.
El homúnculo calló. Con gran sorpresa por su parte, sintió preocupación por el joven humano. Era una sensación rara y ajena para él, y Pata de Mosca no comprendía cómo se había infiltrado en su corazón.
—¡Vaya, vaya! —gruñó Ortiga Abrasadora—. Es portentoso. Dejemos que el hombrecillo haga la pregunta por nosotros. ¡Qué práctico! —su horrenda boca se deformó en una sonrisa sarcástica—. ¿Cuándo sabré la respuesta, Pata de Araña?
—Oh, seguramente proseguiremos el viaje durante unos días —respondió Pata de Mosca vacilante—. Aún tendréis que mostrar un poco de paciencia, maestro.
—¡Aaaah! —rezongó Ortiga Abrasadora—. ¡Paciencia, paciencia! Ya se me ha acabado la paciencia. Quiero volver a salir de caza de una vez. Estoy harto de vacas y ovejas. Dame noticias tuyas tantas veces como sea posible, ¿entendido?
—¡Entendido, maestro! —murmuró Pata de Mosca apartándose de la frente el cabello mojado.
La imagen de Ortiga Abrasadora comenzó a desvanecerse en el mar.
—¡Alto! —gritó Pata de Mosca—. ¡Un momento, maestro! ¿Cómo los seguiré? ¡El cuervo se ha ido!
—Bah, ya se te ocurrirá algo —dijo la voz de Ortiga Abrasadora desde una remota lejanía, mientras su imagen se iba desvaneciendo poco a poco—. Eres un pequeñajo muy astuto.
Se hizo el silencio, únicamente roto por el rumor del mar. Pata de Mosca miró compungido las olas oscuras. Luego, con un suspiro, saltó de la roca a la arena húmeda y volvió a trepar con esfuerzo por los acantilados. Cuando al fin llegó arriba jadeante, vio que Lung, Ben, Piel de Azufre y el profesor se aproximaban a grandes zancadas por el lecho seco del río.
El homúnculo se acurrucó rápidamente detrás de una mata de hierba. ¿Qué hacer ahora? ¿Qué respondería cuando le preguntas en dónde había estado? La tal Piel de Azufre seguro que preguntaba. Oh, ¿por qué no se habrían quedado un ratito más en la gruta? Entonces, habría podido deslizarse dentro como un ratoncito sin que nadie se diese cuenta de su salida.
Los cuatro se detuvieron apenas a tres pasos del escondrijo de Pata de Mosca.
—Bien, amigos míos —dijo el profesor—, aquí tenéis las provisiones que os había prometido —entregó a Ben una bolsa llena a reventar—. Por desgracia no me quedaban demasiadas cosas, pero admito haber birlado algunos frutos secos de las tiendas de mis colegas. También he incluido crema para el sol. Debe rías utilizarla siempre, Ben. Y esto de aquí —echó al chico un paño claro alrededor de la cabeza—, se lleva en esta tierra para protegerse del sol. Se llama kefia. Espero que te preserve de una insolación. A nosotros, los rostros pálidos, nos afecta muy deprisa en esta parte del mundo. Por lo que respecta a vosotros —añadió dirigiéndose a Piel de Azufre y al dragón—, las es camas y el pelo bastarán para protegeros. Pero, ahora, volvamos al camino…
Encendió una linterna de bolsillo y se inclinó sobre el mapa junto con Ben.
—Según lo que me habéis referido de las artes voladoras de Lung, necesitaréis unos cuatro días. Primero, como ya os dije, volaréis hacia el sur. Por suerte sólo viajáis de noche, pero durante el día tenéis que buscar los lugares más sombreados que podáis encontrar, pues el calor será terrible. Todo el camino está plagado de ruinas, fortalezas derrumbadas y ciudades hundidas. La mayoría quedaron enterradas hace mucho tiempo por la arena del desierto, pero siempre hallaréis algo que ofrezca protección incluso a un dragón. Como volaréis siempre bordeando el mar —siguió con el dedo la línea de la costa—, el agua será una guía fiable incluso en la oscuridad. Y la luna clara de esta época os permitirá también distinguir la carretera de la costa. Se extiende en dirección sur hasta lugares muy remotos. Al cuarto día de viaje, el terreno se tornará más montañoso. Divisaréis ciudades pegadas a las rocas como los nidos de un pájaro gigante. A eso de la medianoche deberíais toparos con una estrecha desviación de la carretera, en la que encontraréis un cartel con los siguientes signos árabes —el profesor escribió con un bolígrafo en el margen del mapa—. Por lo que sé, también lo pone debajo en inglés, pero, por si acaso, os lo escribiré así. Significa Shibam, que es el nombre de una maravillosa ciudad antigua. Seguid la carretera hasta que tuerza hacia el norte. Allí os toparéis con la sima que buscáis. Es una suerte para vosotros que Lung pueda volar, pues no existe camino que conduzca hasta allí abajo. La gente ni siquiera se ha atrevido a construir un puente por encima. —Barnabas sonrió—. Algunos sostienen que la sima oculta la entrada del infierno, pero para vuestra tranquilidad, os diré que semejante hipótesis es sumamente improbable. En cuanto hayáis llegado sanos y salvos al fondo, buscad un gran automóvil sin cristales. Cuando lo hayáis encontrado, tocad la bocina, sentaos en el suelo a diecisiete pasos exactos del coche y esperad.
—¿Un coche? —preguntó Ben perplejo.
—Sí —el profesor se encogió de hombros—. Al parecer, Asif se lo robó a un jeque muy rico. Eso al menos afirman las más recientes historias sobre él. Es un error suponer que los espíritus y seres fabulosos viven siempre en casas, en ruinas o en cuevas. A veces manifiestan una marcada predilección por, llamémoslo así, alojamientos modernos. En una ciudad en ruinas en laque hace algunos años busqué huellas de unicornio, dos djins vivían en botellas de plástico.
—Increíble —murmuró Ben.
—¿Por qué? ¡A los elfos terrestres les encanta utilizar como vivienda latas enterradas! —gritó Piel de Azufre desde el lomo de Lung.
Había trepado hasta allí para verificar que las correas estuvieran bien sujetas. La tormenta había enseñado a Piel de Azufre que en ese viaje era preferible atarse a las púas del lomo del dragón.
—Los botes son asombrosamente apropiados para asustar a los paseantes —explicó ella—. Los elfos no tienen más que golpear las paredes de hojalata con sus martillos de bellota. —Piel de Azufre soltó una risita—. Tendríais que ver qué saltos hacen dar a los humanos.
El profesor meneó la cabeza sonriendo.
—Oh, sí, tratándose de los elfos, me lo imagino perfectamente —plegó el mapa y se lo devolvió a Ben—. A propósito de elfos, en vuestro camino hacia el sur es posible que encontréis una variedad muy concreta. Cerca de las ciudades derrumbadas que yacen enterradas bajo la arena, pululan por la noche los elfos del polvo. Deambulan de un lado a otro zumbando e intentarán apartaros de vuestro camino. No les hagáis caso, pero tampoco os mostréis demasiado groseros con ellos. Pueden volverse muy desagradables, igual que sus parientes del frío norte.
—¡Lo que nos faltaba! —gimió Piel de Azufre desde el lomo de Lung—. ¡Elfos! —puso los ojos en blanco—. ¡La cantidad de disgustos que me han dado ya esos pequeños gaznápiros! Una vez me dispararon sus horribles flechas picantes sólo porque subí a su colina para recolectar setas de miel.
El profesor soltó una risita.
—Me temo que sus parientes árabes no se comportan ni un ápice mejor, de modo que manteneos lo más lejos posible de ellos.
—Así lo haremos.
Ben se guardó el mapa en el bolsillo de la chaqueta y alzó los ojos hacia el claro cielo estrellado. El calor del día había desaparecido y sentía algo de frío. A pesar de todo, reconfortaba respirar el aire fresco.
—¡Ah, otra cosa más, muchacho! —Barnabas Wiesengrund entregó a Ben un libro grueso y ajado de tanto leerlo—. Guárdate también esto. Es un pequeño regalo de despedida. Este libro describe casi todos los seres fabulosos de los que se tiene noticia en este mundo. Quizá te sea útil durante el viaje.
—¡Oh, muchas gracias, profesor!
Ben aceptó el libro con sonrisa tímida, acarició las tapas con devoción y lo hojeó.
—Vamos, vamos, guárdalo —le apremió Piel de Azufre—. No podemos quedarnos aquí hasta que te lo leas. Fíjate en lo alta que está ya la luna.
—¡Vale, vale!
Ben se quitó la mochila y colocó con cuidado el mapa y el libro del profesor entre sus pertenencias.
Pata de Mosca se incorporó con cautela al abrigo de su mata de hierba. ¡Las mochilas! Eso era. La tal Piel de Azufre seguro que no lo llevaría consigo, por mucho que se empeñara el muchacho. Pero si se escondía en la mochila de Ben… El homúnculo echó a correr silencioso como una sombra.
—Uy, ¿qué ha sido eso? —preguntó Piel de Azufre inclinándose desde el lomo de Lung—. ¡Acaba de pasar algo corriendo! ¿Hay ratas del desierto por aquí?
Pata de Mosca, de un salto, se metió de cabeza entre las cosas de Ben.
—También tengo algo para ti, Piel de Azufre —dijo Barnabas Wiesengrund hundiendo la mano en su cesta—. Mi mujer me lo dio para cocinar, pero creo que a ti te resultará más útil que a mí —y puso una bolsita en la pata de Piel de Azufre.
Ella la olfateó con curiosidad.
—¡Senderuelas secas! —exclamó—. ¡Setas de tinta, apagadores! —miró incrédula a Barnabas Wiesengrund—. ¿Piensas regalármelas todas?
—¡Claro! —el profesor sonrió—. Nadie aprecia tanto las setas como un duende, ¿no?
—Cierto.
Piel de Azufre volvió a husmear en la bolsa y después corrió con ella hacia su mochila. Estaba en la arena, al lado de la de Ben. Pata de Mosca apenas se atrevió a respirar cuando ella ató ambas mochilas entre sí para el viaje. Sin embargo, Piel de Azufre estaba demasiado embriagada por el aroma de sus setas como para reparar en el homúnculo que se ocultaba entre los jerseys de Ben.
Este acechó en todas direcciones.
—Vaya, Pata de Mosca parece haberse ido de verdad —murmuró.
—¡Menuda suerte! —afirmó Piel de Azufre introduciendo su bolsa de setas en lo más hondo de su mochila, aunque no sin haber picado antes un poco—. Olía a desgracia, creedme. Cualquier duende lo hubiera percibido en el acto, pero vosotros, los humanos, no os dais cuenta de nada.
A Pata de Mosca le habría encantado morderle sus dedos peludos, pero permaneció en su escondrijo sin asomar siquiera la punta de la nariz.
—Quizá te haya molestado que sea un homúnculo, Piel de Azufre —comentó el profesor Wiesengrund—. Esas criaturas pocas veces son apreciadas por seres que han nacido de manera natural. A la mayoría de ellos les resultan incluso inquietantes. Por eso, un homúnculo suele sentirse muy solo, marginado, y se aferra a su creador. Además, vive, por lo general, mucho más tiempo que la persona que lo creó. Considerablemente más.
Piel de Azufre meneó la cabeza y cerró su mochila.
—¡Y dale con el homúnculo! —exclamó—. El caso es que olía a desgracia, y punto.
—Es una tozuda —musitó Ben al profesor.
—Ya lo había notado —le respondió también entre susurros Barnabas Wiesengrund.
Después se acercó a Lung y contempló de nuevo sus ojos dorados.
—Para ti sólo tengo esto —dijo tendiendo al dragón su mano abierta.
Dentro había una escama dorada, brillante, fría y dura como el metal. El dragón, picado por la curiosidad, se inclinó sobre ella.
—Encontré dos de estas escamas hace muchos, muchos años —explicó el profesor—. En el norte de los Alpes. Allí desaparecían sin cesar vacas y ovejas, y las gentes narraban historias escalofriantes de un monstruo gigantesco que bajaba por la noche desde las montañas. Desgraciadamente, por aquel entonces sólo pude encontrar las escamas, que se parecen muchísimo a las tuyas, aunque son completamente diferentes al tacto. En el mismo lugar también había huellas, pero estaban borradas por la lluvia y por los campesinos furiosos que habían estado pisoteando la zona.
En su escondrijo, Pata de Mosca aguzó el oído. ¡Sólo podía tratarse de las escamas del maestro! A lo largo de su vida, Ortiga Abrasadora solamente había perdido tres, y a pesar de que en cada ocasión había enviado a todos sus cuervos a buscarlas, nunca logró recuperar ninguna. No le iba a gustar nada saber que un humano había recogido dos de ellas.
El homúnculo asomó la nariz por los jerseys de Ben para lanzar una ojeada furtiva a la escama, pero la mano del profesor estaba demasiado alta.
—No huele —observó Lung—. Como si estuviera hecha de nada. Pero de ella asciende el mismo frío que si fuera de hielo.
—¿Puedo verla? —preguntó Ben inclinándose sobre la mano del profesor.
Pata de Mosca escuchaba con atención.
—Cógela y obsérvala con atención —le recomendó el profesor Wiesengrund—. Es un objeto curioso.
Ben cogió con cuidado la escama y pasó los dedos por sus duros bordes. Verdaderamente parecía metal, pero no lo era.
—Creo que son de oro falso —le explicó el profesor—. Un metal con el que los alquimistas en la Edad Media intentaban obtener oro puro. Como es lógico, en vano. Pero tiene que haber sido fundido con algo más, porque la escama es dura, muy dura. Yo no he conseguido hacerle el menor arañazo ni siquiera con una punta de diamante. En fin, —Barnabas Wiesengrund se encogió de hombros—, llevaos una. A lo mejor descubrís este otro enigma en vuestro viaje. Hace tanto tiempo que las llevo conmigo de un lado a otro que he perdido la esperanza.
—¿Quieres que la guarde? —preguntó Ben al dragón.
Lung asintió. Alzando meditabundo la cabeza, miró hacia el mar. Ben arrojó las mochilas a Piel de Azufre, que las cogió al vuelo y las colgó sobre el lomo de Lung.
—¡Adelante! —gritó ella—. ¡Quién sabe! A lo mejor mañana aterrizamos por casualidad en el lugar que buscamos.
—El tiempo es propicio, Piel de Azufre —comentó el profesor escudriñando el cielo.
Ben se acercó a él y le tendió la mano con timidez.
—Adiós —murmuró.
El profesor Wiesengrund tomó la mano de Ben y la estrechó con fuerza.
—Hasta la vista —se despidió—. Y espero de verdad que volvamos a vernos. Ah, sí, toma esto —y entregó una tarjetita al muchacho—. Por poco me olvido de ella. Es una tarjeta de visita de Subaida. Si después de vuestra excursión para ver al djin decidís visitarla, dadle recuerdos de mi parte. Si necesitáis más provisiones o cualquier otra cosa, seguro que ella os lo proporcionará complacida. Si no han cambiado mucho las cosas en el pueblo donde ella investiga, sus habitantes seguirán esperando con añoranza el regreso de los dragones. Pero es mejor que te asegures de ello antes de que Lung aparezca entre las cabañas.
Ben asintió y guardó la tarjeta con sus demás tesoros.
Después, trepó por la cola de Lung y se volvió de nuevo hacia el profesor.
—Espero que conserves mi tarjeta de visita, ¿eh?
Ben asintió.
—Entonces, mucha suerte —gritó el profesor Wiesengrund cuando Lung desplegó las alas—. Y meditad muy bien la pregunta que le plantearéis al djin. ¡Guardaos de los basiliscos y escribidme si encontráis a los dragones!
—¡Adiós! —gritó Ben agitando la mano.
Lung se elevó en el aire. El dragón describió un círculo sobre el profesor, escupió a modo de despedida una llama azul en la noche y se perdió en la oscuridad.