El relato del profesor Wiesengrund

24

Cuando regresó Barnabas Wiesengrund, con una cesta grande en una mano y una cacerola abollada en la otra, el cielo ya se teñía de rojo.

—Se me ha ocurrido cocinar algo para todos —informó—. A modo de despedida. No lo hago tan bien como mi mujer, pero algo he aprendido de ella. Es una lástima que no esté aquí para conoceros. Los duendes de los bosques son una de sus especialidades.

—¿Está usted casado? —preguntó Ben con curiosidad—. ¿Tiene hijos?

—Oh, sí —contestó el profesor—. Una hija. Ginebra. Debe de ser más o menos de tu edad. Por el momento tiene que ir al colegio, es una pena, por eso no ha podido acompañarme en esta ocasión, pero la mayoría de nuestras expediciones las emprendemos los tres juntos. Mi querido dragón —prosiguió mientras tiraba al suelo de la cueva un puñado de hojas secas—, ¿serías tan amable de regalarnos una pizca de tu fuego azul? —Lung lanzó una pequeña lengua de fuego sobre las hojas. El profesor colocó unas piedras alrededor del fuego que chisporroteaba y puso encima la cazuela.

—He preparado una sopa —aclaró—. Una sopa de garbanzos con hierbabuena, como la que se toma en esta región. Pensé que una duende, un chico y un homúnculo delgado como un alambre seguramente no tendrían nada que objetar a una comida caliente antes de reanudar el viaje. Porque a los dragones les basta con la luz de la luna, ¿verdad? ¿O estoy mal informado?

—No. —Lung sacudió la cabeza, apoyó el hocico entre sus patas y contempló el fuego—. La luz de la luna es todo cuanto necesitamos. Nuestra fuerza aumenta con la luna, pero también decrece con ella. En las noches de luna nueva suelo sentirme demasiado cansado para abandonar mi cueva.

—Bueno, confío en que eso no os cause problemas durante vuestro viaje —dijo el profesor removiendo la cazuela.

Piel de Azufre, sentada en cuclillas junto al fuego, olfateaba ansiosa.

—Bueno, como esto no esté listo enseguida —murmuró mientras su estómago gruñía con fuerza—, me zamparé una de esas plantas con pinchos, os lo aseguro.

—No te lo aconsejo —le advirtió Barnabas Wiesengrund—. En algunos cactus viven hombres de arena, y son poco amigos de bromas. Además… —tomó una cucharada de sopa y la probó—… la comida está lista. Creo que será de tu agrado. Gracias a mi esposa, conozco muy bien los gustos de los duendes —se volvió hacia Ben—. Y tú, ¿tienes familia? Aparte de Piel de Azufre y Lung, quiero decir.

Ben meneó la cabeza.

—No —musitó.

El profesor lo contempló, meditabundo.

—Bueno, hay peores compañías que un dragón y una duendecilla —dijo al fin—, ¿no te parece?

Metió la mano en su cesta y sacó tres escudillas pequeñas, cucharas soperas y una cucharilla de café diminuta para Pata de Mosca.

—Pero en caso de que alguna vez te apeteciera la compañía de los humanos… yo… ejem —el profesor se frotó la nariz con timidez—, yo ni siquiera sé tu nombre.

El chico sonrió.

—Ben —contestó—. Me llamo Ben.

—En fin, Ben —el profesor llenó una escudilla de sopa y se la entregó a Piel de Azufre, que se relamía con impaciencia—, si alguna vez te apeteciera compañía humana, ven a visitarnos a mi familia y a mí —y llevándose la mano al bolsillo del pantalón, sacó una tarjeta de visita doblada y algo manchada y se la tendió al muchacho—. Toma, esta es mi dirección. Podríamos mantener interesantes conversaciones sobre duendes y dragones. Y quizá a tus amigos les apetezca acompañarte. Seguro que mi hija te caerá bien. Es una experta en hadas, las conoce mejor que yo.

—Gracias —tartamudeó Ben—. De veras, es usted muy amable.

—¿Muy amable? ¿Y eso por qué? —el profesor le entregó una escudilla de sopa caliente—. ¿Qué hay de amable en ello? —le pasó la cucharilla a Pata de Mosca—. ¿Te importaría compartir plato con Ben? Por desgracia sólo tengo tres escudillas.

El homúnculo asintió y se sentó en el brazo de Ben. Barnabas Wiesengrund se volvió de nuevo hacia el muchacho.

—¿Qué tiene de amable mi invitación? Lo amable sería que tú la aceptaras. Eres un tipo agradable y, además, después de este viaje seguro que tendrás cosas muy interesantes que contar. En el fondo, pensándolo bien, incluso es muy egoísta por mi parte invitarte.

—En cuanto volvamos, te llevaremos con él —terció Piel de Azufre chasqueando la lengua—. Así nos libraremos de ti durante algún tiempo. ¡Pata de perdiz y lengua de vaca, qué rica sabe esta sopa!

—¿De veras? —el profesor sonrió halagado—. Caramba, algo ha de tener, si es una duende quien lo dice. Esperad, tenéis que espolvorear por encima unas cuantas de estas hojas frescas de hierbabuena. Tomad.

—¡Hierbabuena, hmm! —Piel de Azufre puso los ojos en blanco—. Tendríamos que llevarte de cocinero, Barnabas.

—¡Qué más quisiera yo! —suspiró el profesor—. Pero por desgracia me mareo a gran altura, por no hablar ya de volar. Además, pronto me reuniré con mi familia. Subiremos a un barco y emprenderemos la búsqueda de Pegaso, el caballo alado. No obstante, me siento muy honrado por vuestra oferta —hizo una ligera reverencia y a continuación se sirvió un plato de su deliciosa sopa.

—Lung nos ha contado que usted cree que él atrajo al basilisco —dijo Ben—. ¿Es cierto?

—Me temo que sí —el profesor Wiesengrund llenó por segunda vez de sopa la escudilla del chico y le ofreció un pedazo de pan de hogaza—. Estoy firmemente convencido de que un ser fabuloso atrae a otro. En mi opinión, Lung nunca lo ha notado porque tiene constantemente un ser fabuloso cerca, en concreto tú, querida Piel de Azufre. Pero a la mayoría de vuestros congéneres debería picarles la piel en cuanto os acercáis a ellos, y a algunos les impulsará hacia vosotros la curiosidad.

—¡Bonita perspectiva! —murmuró Piel de Azufre contemplando la cacerola humeante con expresión sombría—. Los enanos de las rocas aún tenían un pase, pero lo que he escuchado del basilisco… —sacudió la cabeza preocupada—. ¿Qué vendrá a continuación?

—Bueno…

Barnabas Wiesengrund se quitó de sus grandes narices las gafas, completamente empañadas del vapor de la cocción, y las limpió.

—¿Sabes? Ya no quedan demasiados seres fabulosos en este planeta. La mayoría desaparecieron hace siglos. Más, por desgracia, los que consiguieron sobrevivir fueron precisamente los ejemplares más desagradables. De modo que, si vuestro viaje es largo, preparaos para recibir alguna que otra sorpresa.

—Profesor. —Ben sorbió los últimos restos de sopa de su escudilla y la depositó sobre el plateado polvo de basilisco que aún cubría el suelo de la cueva—, ¿ha oído usted hablar alguna vez de La orilla del cielo?

Piel de Azufre propinó a Ben un codazo en el costado. Lung levantó la cabeza. Pata de Mosca aguzó el oído.

—Oh, sí —respondió el profesor mientras rebanaba su escudilla con un trozo de pan—. Llaman La orilla del cielo a la cordillera legendaria tras la cual, al parecer, se oculta el valle del que son oriundos los dragones. No sé mucho más sobre el asunto.

—¿Qué más? —quiso saber Lung.

—Bueno… —Barnabas Wiesengrund frunció el ceño—, se dice que La orilla del cielo se encuentra en el Himalaya. Son nueve cumbres blancas, todas de altura casi idéntica, que rodean como un anillo protector el fabuloso valle. Hace unos años, Vita, mi mujer, y yo nos propusimos buscarlo, pero entonces nos topamos con huellas de unicornio. En fin… —meneó la cabeza—. Una colega, la famosa Subaida Ghalib, emprendió entonces la búsqueda, por desgracia fallida, a pesar de que no existe nadie en el mundo que sepa de dragones más que ella —el profesor miró a Lung—. Quizá deberíais hacerle una visita. En este momento está en Pakistán. Si pretendéis ir al Himalaya, os pilla de camino.

—No sé… —Piel de Azufre lanzó una mirada de añoranza a la cazuela humeante, y Barnabas Wiesengrund volvió a llenarle la escudilla—. La verdad es que Lung lo sabe todo sobre dragones. Al fin y al cabo, él es uno de ellos.

El profesor sonrió.

—Sin duda. Pero Lung no puede volar cuando no hay luna, ¿verdad?

Piel de Azufre arrugó la nariz.

—Ningún dragón puede.

—Claro, ¿pero fue siempre así? —inquirió el profesor—. Hace poco Subaida me escribió diciéndome que cree haber encontrado algo capaz de sustituir al poder de la luna. Al menos durante un corto tiempo. Sus palabras eran muy misteriosas. Como es natural, no puede demostrarlo. No conoce a ningún dragón que pruebe su teoría.

Lung había estado mirando fijamente el polvo plateado del basilisco, meditabundo, pero de repente levantó la cabeza.

—Qué interesante —comentó—. Desde mi partida llevo dándole vueltas a la cabeza pensando qué ocurrirá si llegamos a las montañas altas con luna nueva.

—Como ya he dicho —el profesor se encogió de hombros—, Subaida sigue la pista de algo, pero no quiso revelarme más detalles. Ahora vive en un pueblo de la costa del mar de Arabia, muy cerca de la desembocadura del Indo. Allí, además de sus investigaciones sobre la luz lunar, sigue la pista de una extraña historia, al parecer acaecida cerca de ese pueblo hace más de ciento cincuenta años.

—¿Trata de dragones? —preguntó Ben.

—Por supuesto —sonrió el profesor—. ¿De qué si no? Subaida es dragonóloga. Por lo que sé, habla incluso de bandadas enteras de dragones.

—¿Bandadas de dragones? —repitió Lung incrédulo.

—Sí, sí. —Barnabas asintió—. Algunas personas de ese pueblo sostienen que sus abuelos aún llegaron a contemplar bandadas de dragones que aparecían ante su costa todas las noches de plenilunio para bañarse en el mar —el profesor frunció el ceño—. Una de esas noches, debió de ocurrir hace unos ciento cincuenta años, surgió del mar un monstruo que atacó a los dragones que se estaban bañando. En realidad, ese ser sólo podía ser una serpiente marina, pero lo raro es que las serpientes marinas y los dragones son parientes lejanos y yo no conozco ni un solo caso en el que se hayan combatido. Total, que ese monstruo marino atacó a los dragones y desde entonces desaparecieron. Subaida sospecha que regresaron a La orilla del cielo y a partir de ese momento jamás han vuelto a abandonar su escondite.

Lung levantó la cabeza.

—Se escondieron —dijo—. Huir, esconderse, ser perseguidos: las historias de dragones sólo tratan de eso. ¿Es que no hay otras?

—¡Por supuesto! —exclamó el profesor—. Precisamente allí adonde os dirigís, el dragón es un portador de la suerte, un ser sagrado. Claro que si apareciera uno de verdad… —meneó la cabeza—, no sé qué diría la gente al respecto. Debes tener cuidado.

El dragón asintió.

25

—Y también deberíamos guardarnos de los monstruos marinos —comentó Piel de Azufre sombría.

—Oh, pero eso sucedió hace mucho tiempo —la tranquilizó el profesor—. Y sólo existe esa única historia al respecto.

—Además, no se trataba de ningún monstruo marino —murmuró Pata de Mosca, y, asustado, se tapó la boca con los dedos.

Ben se volvió sorprendido hacia él.

—¿Qué es lo que has dicho?

—¡Oh, eh, pues nada! —balbuceó Pata de Mosca—. Solamente decía que, ejem, que seguro que ya no existen los monstruos marinos. Sí, es justo lo que acabo de decir.

—Pues yo no estaría tan seguro —replicó Barnabas Wiesengrund meditabundo—. Pero si la historia os interesa, deberíais sobrevolar Pakistán y visitar a Subaida. A lo mejor ella puede ayudaros a burlar a la luna. Quién sabe.

—¡No estaría mal! —Ben depositó en el suelo a Pata de Mosca, se levantó de un salto y corrió fuera, hacia la roca donde había extendido el mapa de Gilbert Rabogris. Había vuelto a secarse y, cuando Ben lo desplegó de nuevo ante el profesor, crujió.

—¿Puede usted enseñarme dónde se encuentra el pueblo de pescadores en el que vive actualmente esa investigadora de dragones? —preguntó.

26

Barnabas Wiesengrund se inclinó asombrado sobre el mapa.

—Caramba, joven, esto es digno de verse —dijo—. Una verdadera obra de arte cartográfica, cabría decir. ¿Quién os lo dio?

—Una rata —respondió Piel de Azufre—. Pero ese chisme todavía no nos ha servido de mucha ayuda.

—¡Una rata, vaya, vaya! —murmuró el profesor, inclinándose más sobre la obra de arte de Gilbert Rabogris—. Me encantaría que también me hiciera un mapa a mí. Estos lugares rayados en amarillo, por ejemplo, son muy interesantes. Conozco algunos. ¿Qué significa el amarillo? Aaah —dijo contemplando la leyenda—. Ahí lo dice. Amarillo: desgracia, peligro. Oh, sí, eso puedo confirmarlo. ¿Lo veis? —puso el dedo en el mapa—. Estamos aquí. Todo amarillo. Vuestro mapa habría podido avisaros de la existencia de la cueva.

—Bueno, en realidad no debíamos haber aterrizado aquí bajo ningún concepto, ¿sabe usted? —le aclaró Ben—. La noche pasada, la tormenta nos arrastró hacia el oeste —señaló la línea dorada que había trazado Gilbert Rabogris—. Fíjese, esta es la ruta que hemos de tomar. Y no pasa por ese pueblo, ¿verdad?

Barnabas Wiesengrund sacudió la cabeza y meditó durante unos instantes.

—No, pero una escapadita hasta allí no os supondría un rodeo considerable. Sólo tendríais que trasladar vuestra ruta unos cientos de kilómetros hacia el sur, lo que no significa demasiado en el largo viaje que os espera. Aunque —el profesor frunció el ceño pensativo—, como ya os he dicho, Subaida no podrá ayudaros en vuestra búsqueda de La orilla del cielo. Ella misma la buscó en vano. No, en esa búsqueda… —Barnabas Wiesengrund meneó la cabeza—… nadie podrá ayudaros. La orilla del cielo es uno de los grandes misterios de este mundo.

—Pues tendremos que buscar por todas partes —dijo Ben volviendo a doblar el mapa—. Aunque tengamos que sobrevolar el Himalaya en todas direcciones.

—El Himalaya es muy grande, hijo —advirtió el profesor—. Inconmensurable.

Se pasó la mano por el pelo gris y con un palito dibujó jeroglíficos en el polvo. Uno parecía un ojo estrecho.

—¿Qué significa eso? —preguntó Ben con curiosidad.

—¿Esto? Oh, la… —el profesor se incorporó de golpe y se quedó mirando al dragón.

Lung, asombrado, le devolvió la mirada.

—¿Qué pasa? —preguntó Ben.

—¡El djin! —exclamó el profesor—. El djin de los mil ojos.

—¿Mil dices? —murmuró Piel de Azufre lamiendo su escudilla—. Yo ni siquiera conozco a alguien que tenga tres.

—¡Atended! —el profesor, nervioso, se inclinó hacia delante—. Hasta ahora, el hecho de atraer a otros seres fabulosos más bien os ha perjudicado, ¿no es cierto? Al menos no habéis obtenido la menor ventaja de ello, ¿me equivoco?

El dragón negó con un gesto.

—Sin embargo, ¿qué os parecería atraer a un ser que podría ayudaros en vuestra búsqueda?

—¿Te refieres al djin? —preguntó Ben—. ¿Uno de esos que están metidos en una botella?

El profesor se echó a reír.

—Asif no se dejaría encerrar en una botella, muchacho. Es un djin muy importante. Se dice que es capaz de hacerse grande como la luna y pequeño como un grano de arena. Cuentan que su piel es azul como el cielo al anochecer. Está cubierta de miles de ojos en los que se reflejan miles de lugares del mundo, y cada vez que Asif parpadea miles de lugares nuevos aparecen en el espejo de sus pupilas.

—No me gustaría encontrármelo jamás —gruñó Piel de Azufre—. ¿Por qué íbamos a querer atraerlo?

El profesor bajó la voz.

—Porque ese djin conoce la respuesta a todas las preguntas de este mundo.

—¿A todas? —preguntó Ben incrédulo.

Barnabas Wiesengrund asintió.

—Volad hasta él. Y preguntadle dónde se encuentra La orilla del cielo.

Los tres amigos se miraron. Pata de Mosca se deslizaba inquieto de un lado a otro por los hombros de Ben.

—¿Dónde lo encontraremos? —preguntó Lung.

—Tendríais que dar un rodeo, pero creo que merecería la pena —el profesor desplegó un poco el mapa de Gilbert Rabogris—. Aquí está. Tenéis que dirigiros al extremo inferior de la Península Arábiga —colocó el dedo sobre el mapa—. Si seguís hacia el sur la carretera de la costa a lo largo del Mar Rojo hasta aquí —dio un golpecito en un punto—, donde se bifurca hacia el este, tarde o temprano os toparéis con una sima llamada Wadi Juma’ah. Es tan escarpada y estrecha que la luz del sol sólo llega hasta el fondo durante cuatro horas al día. A pesar de todo, allí abajo crecen enormes palmeras y un río fluye entre sus paredes rocosas incluso cuando en los demás lugares el calor del sol ha evaporado el agua. Allí vive Asif, el djin de los mil ojos.

—¿Lo ha visto usted alguna vez? —preguntó Ben.

Barnabas Wiesengrund sacudió la cabeza sonriendo.

—No, él jamás se mostraría ante mí. Carezco de interés para él. Pero un dragón —miró a Lung—, un dragón sería algo completamente distinto. Lung tiene que atraer a Asif. Y tú, Ben, debes plantear la pregunta.

—¿Yo? —replicó el chico asombrado.

El profesor asintió.

—Sí, tú. Asif sólo responde a preguntas cuando se cumplen tres condiciones. Primera: tiene que formularla un humano. Segunda: nunca ha debido serle hecha antes al djin. Si a Asif ya le hubieran preguntado lo mismo alguna vez, el interrogador tendría que pasarse el resto de su vida sirviendo al djin, —Lung y Ben cruzaron una mirada de alarma—; y tercera —prosiguió el profesor—: la pregunta debe tener siete palabras justas, ni una más ni una menos.

—¡Ni hablar! —Piel de Azufre se levantó de un salto y se rascó la piel—. ¡No, no y mil veces no! Esto tiene muy mala pinta. ¡Malísima! Me pica la piel sólo con imaginarme que me encuentro a Milojos. Creo que es preferible que sigamos el camino que nos recomendó esa rata vanidosa.

Lung y Ben callaron.

—Sí, sí, vuestra rata… —comentó el profesor mientras recogía sus escudillas y utensilios de cocina y los guardaba en su cesta—. Ella también conocía la existencia del djin. Pintó de amarillo chillón Wadi Juma’ah. ¿Sabéis una cosa? —dijo en medio del silencio—, acaso Piel de Azufre tenga razón. Olvidaos del djin. Es un ser demasiado peligroso.

Lung seguía callado.

—¡Qué va, volemos hasta él! —sugirió Ben—. No tengo miedo, y al fin y al cabo soy yo quien tiene que preguntarle —arrodillándose de nuevo junto a Barnabas Wiesengrund, se inclinó sobre el mapa—. Por favor, profesor, muéstreme con toda exactitud dónde se encuentra la sima.

Barnabas Wiesengrund dirigió una inquisitiva mirada primero al muchacho, y luego a Lung y a Piel de Azufre.

La duende se limitó a encogerse de hombros.

—El chico tiene razón. Pregunta él —dijo—. Y si ese djin conoce la respuesta, nos habremos ahorrado un montón de búsquedas.

El dragón permanecía inmóvil, sin decir palabra. Sólo su cola se movía, inquieta, de un lado a otro.

—¡Venga, Lung! —le animó Ben—. ¡No pongas esa cara!

El dragón suspiró.

—¿Por qué no puedo hacer yo la pregunta? —inquirió irritado.

—¿Sabéis una cosa? —exclamó Piel de Azufre levantándose de un salto—. Que la pregunta la plantee el homusculoso, ni más ni menos. Es algo pequeño, pero por lo demás parece un humano. Ese djin de los mil ojos debe de estar hecho un lío de tantas cosas como ve. Seguro que lo toma por un humano. Y si el interrogatorio sale mal, Pata de Mosca tendrá un nuevo maestro y nosotros nos habremos librado de él.

—¡Basta ya, Piel de Azufre! —Ben buscó con la vista a Pata de Mosca y se dio cuenta de que había desaparecido—. ¿Dónde se habrá metido? —preguntó preocupado—. Si hace un momento estaba aquí —y volviéndose hacia Piel de Azufre, repuso enfadado—: Se ha escapado porque estás todo el rato burlándote de él.

—¡Bobadas! —replicó furiosa la duende—. A Pata de Araña le ha aterrorizado el mil ojos de piel azul y ha puesto pies en polvorosa. ¡Una suerte, es lo único que puedo decir!

—¡Qué mala eres! —le increpó Ben.

Y levantándose de un salto, corrió hacia la entrada de la cueva y miró fuera, buscando.

—¡Pata de Mosca! —gritó—. ¡Pata de Mosca!, ¿dónde estás?

Barnabas Wiesengrund le puso una mano en el hombro.

—Tal vez Piel de Azufre tenga razón y al pequeñuelo le huela a chamusquina vuestro viaje —apuntó, y, levantando la vista al cielo, añadió—: Está oscureciendo, queridos amigos. Si de verdad queréis consultar al djin, debéis partir enseguida. El camino que conduce hasta él discurre en su mayor parte por el desierto, lo cual significa días calurosos y noches frías —cogió su cesta y dedicó otra sonrisa a Ben—. Eres un joven valiente, ¿sabes? Ahora bajaré enseguida al campamento y os traeré provisiones para el viaje. A ti tampoco te vendrían mal un bote de crema para el sol y un pañuelo para la cabeza como el de los árabes. Y no te preocupes por el homúnculo. Esas criaturas son muy testarudas. Quién sabe, quizá simplemente sienta deseos de regresar junto a su creador.

Después apartó a un lado las ramas espinosas de la entrada de la cueva y, caminando pesadamente, se alejó en el crepúsculo.

Piel de Azufre se acercó a Ben y echó un vistazo a su alrededor.

—No obstante, me gustaría mucho saber dónde se ha quedado ese alfeñique —murmuró.

Fuera, entre las palmeras, graznó un cuervo.