Capturada
Cuando Ben se deslizó por el campamento, apenas se veía un alma entre las grandes tiendas. La mayoría de sus moradores estaba en las ruinas, liberando de arena antiquísimos muros en medio del calor de la mañana, mientras soñaban con cámaras funerarias secretas donde dormían las momias. Ben acechaba con ahínco por entre las tiendas hacia el lugar rodeado por cuerdas, donde se ubicaba la excavación. Qué emocionante tenía que ser descender por una de esas escaleras derruidas de cuyos peldaños los arqueólogos rascaban la arena del desierto.
Un rumor de voces alteradas asustó a Ben, arrancándolo de sus ensoñaciones. Deslizándose con cautela, siguió al ruido por las estrechas callejuelas que formaban las tiendas hasta que de repente llegó a una plaza. Hombres con largos y amplios ropajes, algunos de ellos con salacot, se apiñaban en torno a algo situado en el centro de la plaza, a la sombra de una enorme palmera datilera. Unos agitaban los brazos, otros parecían haberse quedado completamente sin habla. Ben se abrió paso entre el tumulto hasta que divisó lo que tanto les excitaba. Bajo la palmera se veían jaulas apiladas de distintos tamaños. Algunas contenían gallinas, otra albergaba un mono de expresión desdichada. En la más grande se acurrucaba Piel de Azufre. Aunque daba la espalda a los mirones, Ben la reconoció en el acto.
Los hombres congregados alrededor del chico se interpelaban en distintos idiomas, inglés, francés, pero Ben logró comprender algunos fragmentos.
—Lo considero una mutación de mono —decía un hombre de nariz gorda y mentón huidizo—; sin la menor duda.
—Permítame dudarlo, profesor Schwertling —le rebatía un hombre alto y delgado situado justo al lado de Ben.
El profesor Schwertling suspiró y alzó sus ojos al cielo con mirada acusadora.
—Oh, por favor. No me venga ahora con la monserga de sus seres fabulosos, Wiesengrund.
El profesor Wiesengrund se limitó a sonreír.
—Querido colega, eso que tiene usted encerrado ahí —dijo con voz suave— es un duende. Un duende moteado de los bosques, para ser más precisos, hecho por lo demás muy asombroso, pues esta especie se encuentra sobre todo en el norte de Escocia.
Ben lo miró atónito. ¿Cómo podía saberlo? Evidentemente, Piel de Azufre también había escuchado el diálogo, pues Ben la vio aguzar las orejas. Sin embargo, el profesor Schwertling se limitó a sacudir la cabeza con expresión burlona.
—Pero ¿cómo puede hacer el ridículo con tanto ahínco, Wiesengrund? —preguntó—. Al fin y al cabo, usted también es un científico, catedrático de Arqueología, doctor en Historia, en Lenguas Antiguas, y en qué sé yo qué más. Y a pesar de todo suelta semejantes mentecateces.
—Oh, en mi opinión son los demás quienes hacen el ridículo —replicó el profesor Wiesengrund—. ¡Un mono, qué disparate! ¿Ha visto usted alguna vez un mono como este?
Piel de Azufre se volvió hacia ambos con cara de malas pulgas.
—¡Cuescos de lobo! —rugió—. ¡Boletos de Satán!
El profesor Schwertling retrocedió asustado.
—¡Cielo santo! ¿Qué extraños sonidos son esos?
—Le está insultando, ¿no lo oye? —el profesor Wiesengrund sonrió—. Le está dando a usted nombres de setas. ¡Es un experto en setas! Cuescos de lobo, boletos de Satán, pérfidas. Posiblemente todas ellas variedades que provocan náuseas, y seguro que eso mismo le provocamos nosotros a él. Capturar y encerrar a otros seres vivientes es una horrible arrogancia de los humanos.
El profesor Schwertling se limitó a menear la cabeza con gesto de desaprobación y acercó más su barriga a las jaulas.
Ben intentó hacer una señal a Piel de Azufre sin llamar la atención, pero ella estaba demasiado ocupada en insultar y sacudir los barrotes de la jaula. Entre todas aquellas personas grandes no distinguió a Ben.
—¿Y qué ser es ese de ahí, colega? —preguntó el profesor Schwertling señalando una jaula colocada junto a la de Piel de Azufre.
Ben, asombrado, abrió los ojos como platos. Dentro se sentaba un hombrecillo con la cara hundida entre las manos, pelo estropajoso de color zanahoria, y brazos y piernas delgados como un alambre. Llevaba unos curiosos pantalones atados por debajo de la rodilla, una chaqueta larga y estrecha de cuello grande, y unas diminutas botas de punta fina.
—Bueno, según su opinión, seguro que será otra mutación —comentó el profesor Wiesengrund.
Su gordo colega meneó la cabeza de un lado a otro.
—No, no, esto podría ser una pequeña máquina de gran complejidad. Estamos investigando a fondo quién la ha perdido aquí, en el campamento. Esta mañana yacía entre las tiendas, bastante empapada. Un cuervo estaba tirándole de la ropa. Aún no hemos logrado averiguar cómo desconectarla, por eso la hemos metido en la jaula.
El profesor Wiesengrund asintió con un gesto. Bajando la vista contemplando meditabundo al hombre diminuto. Ben tampoco podía apartar los ojos de aquella extraña criatura.
Piel de Azufre era la única a la que no parecía interesarle el hombrecillo. Había vuelto a dar la espalda a los humanos.
—Hay un punto en el que sí tiene usted razón, Schwertling —reconoció el profesor Wiesengrund aproximándose algo más al minúsculo prisionero—. Esta no es una criatura de la naturaleza como ese duende de ahí. No, este es un ser artificial. Aunque no, como usted piensa, una pequeña máquina, sino un ser de carne y hueso, creado por una persona. Los alquimistas medievales eran muy diestros en la creación de tales seres. Sin el menor género de duda —volvió a retroceder un poquito—. Se trata de un genuino homúnculo.
Ben vio cómo el hombrecillo levantaba la cabeza, asustado. Sus ojos eran rojos, su rostro blanco como la nieve y su nariz, larga y puntiaguda.
El profesor Schwertling, sin embargo, se echó a reír. Sus carcajadas eran tan fuertes y atronadoras que las gallinas aletearon en sus jaulas y el mono empezó a chillar atemorizado.
—¡Wiesengrund, es usted único! —exclamó—. ¡Un homúnculo! ¿Sabe una cosa? Daría lo que fuera por oír qué delirante teoría se le ha ocurrido para explicar las extrañas huellas de la playa. Acompáñeme. Las examinaremos juntos. ¿De acuerdo?
—Bueno, en realidad deseaba volver a la cueva de los basiliscos, descubierta por mí —precisó el profesor Wiesengrund lanzando una última mirada a los prisioneros—. He descubierto allí unos jeroglíficos muy interesantes. Pero puedo dedicarle unos minutos. Qué me dice, Schwertling, ¿pondrá en libertad a estos dos si le explico las huellas?
El profesor Schwertling rio de nuevo.
—¡Usted y sus bromas! ¿Desde cuándo libera uno a sus capturas?
—Eso, ¿desde cuándo? —murmuró el profesor Wiesengrund.
Luego, se volvió suspirando y se alejó con su gordo colega al que sacaba más de una cabeza. Ben los siguió con la mirada. Si el tal Wiesengrund sabía que Piel de Azufre era un duende, seguramente también reconocería las huellas de dragón. La verdad es que ya iba siendo hora de regresar junto a Lung.
Ben miró preocupado en torno suyo. Unas cuantas personas continuaban alrededor de las jaulas. Ben se sentó en el polvo, junto a la enorme palmera, y esperó. Transcurrió un tiempo interminable hasta que todos se marcharon de nuevo al trabajo. Cuando la plaza quedó al fin vacía, Ben se levantó de un salto y corrió hacia la jaula de Piel de Azufre. Volvió a mirar a su alrededor con cuidado. Sólo un gato flaco se deslizó ante él. El hombre minúsculo había vuelto a enterrar el rostro entre las manos.
—Piel de Azufre —musitó Ben—. Piel de Azufre, soy yo.
La duende se volvió sorprendida.
—¡Bueno, por fin! —exclamó furiosa—. Creía que no ibas a llegar antes de que esos repugnantes pedos de lobo me hubieran disecado.
—Sí, sí, cálmate —gruñó Ben mientras inspeccionaba la cerradura de la jaula—. Llevo un buen rato aquí, pero ¿qué podía hacer mientras estuvieran todos congregados partiéndose la cabeza pensando en si eres o no eres un mono?
—Uno me reconoció —cuchicheó Piel de Azufre entre los barrotes—. ¡Eso no me gusta!
—¿Es verdad que procedes de Escocia? —preguntó Ben.
—¿Y a ti qué te importa? —Piel de Azufre le lanzó una mirada de preocupación—. Bueno, ¿qué? ¿Abres o no este chisme?
Ben se encogió de hombros.
—No lo sé. Parece difícil.
Sacó su navaja del bolsillo del pantalón e introdujo la punta en la cerradura.
—¡Date prisa! —farfulló en voz baja Piel de Azufre lanzando una mirada preocupada a su alrededor.
Entre las tiendas no se veía a nadie.
—Todos esos están en la playa contemplando el rastro de las huellas de Lung —murmuró Ben—. ¡Ay, maldita sea, este chisme se resiste!
—¡Disculpadme! —dijo de repente alguien con voz vacilante—. Si me liberáis, os podría ser muy útil.
Ben y Piel de Azufre se volvieron sorprendidos.
El homúnculo, que estaba junto a la reja de su jaula, les sonreía.
—Por lo que puedo apreciar, la cerradura de mi prisión es fácil de abrir —anunció—. A causa de mi tamaño consideraron suficiente una cerradura muy simple.
Ben echó un vistazo a la cerradura y asintió.
—Cierto —confirmó el chico—. Está chupado —y cogiendo su navaja se dispuso a actuar, pero Piel de Azufre lo agarró por la manga a través de la reja.
—Eh, aguarda un momento, no tan deprisa —cuchicheó—. No tenemos ni idea de quién es este tipo.
—Bah, déjate de bobadas. —Ben sacudió la cabeza con gesto de burla.
De un golpe, rompió la cerradura de la jaula, abrió la pequeña puerta enrejada y sacó al hombrecillo.
—¡Mis más rendidas gracias! —dijo el alfeñique inclinándose ante el muchacho—. ¿Seréis tan amable de sostenerme ante la cerradura? Veré qué puedo hacer por este duende malhumorado.
Piel de Azufre le lanzó una mirada sombría.
—¿Cómo te llamas? —preguntó Ben curioso.
—Pata de Mosca —respondió el hombrecillo.
Introdujo sus deditos delgados en la cerradura de la jaula y cerró los ojos.
—¡Pata de Mosca! —gruñó Piel de Azufre—. Desde luego, te va como anillo al dedo.
—¡Silencio, por favor! —replicó Pata de Mosca sin abrir los ojos—. Ya sé que a los duendes os gusta mucho parlotear, pero este no es el momento adecuado.
Piel de Azufre apretó los labios. Ben miró a su alrededor. Oyó voces. Todavía lejanas, aunque se aproximaban cada vez más.
—¡Deprisa, Pata de Mosca! —gritó al homúnculo—. Viene gente.
—Enseguida estará —respondió Pata de Mosca.
La cerradura soltó un chasquido, y el hombrecillo sacó los dedos con una sonrisa de satisfacción. Ben lo alzó deprisa sobre su hombro y abrió la puerta de la jaula a Piel de Azufre. Esta saltó despotricando a la arena polvorienta.
—Pata de Mosca. —Ben condujo al homúnculo hasta la jaula donde se encontraba el mono triste—, ¿podrías reventar también su cerradura?
—Si así lo deseáis… —respondió el homúnculo poniendo manos a la obra.
—Pero ¿qué está haciendo? —murmuró Piel de Azufre—. ¿Es que os habéis vuelto locos? Hemos de irnos.
El mono chilló nervioso y retrocedió al rincón más alejado de su jaula.
—Pero no podemos dejarlo aquí —dijo Ben.
¡Zas! Ben abrió la puerta de la jaula y el mono, con un par de saltos apresurados, puso pies en polvorosa.
—¡Ven de una vez! —clamó Piel de Azufre.
Pero Ben aún abrió las jaulas de las gallinas. Por fortuna, en lugar de cerraduras, sólo tenían pestillos. Pata de Mosca, sentado en el hombro de Ben, miraba asombrado al chico. Las voces se acercaban poco a poco.
—Termino enseguida —gritó Ben abriendo la última jaula.
Una gallina aturdida alargó el pescuezo hacia él.
—¿Cómo saldremos de aquí? —gritó Piel de Azufre—. ¡Rápido, contesta de una vez! ¿Hacia dónde vamos?
Ben acechó a su alrededor, desconcertado.
—¡Maldita sea, he olvidado cómo llegué hasta aquí! —gimió—. Estas tiendas son todas iguales.
—¡Están a punto de llegar! —Piel de Azufre le tiraba de la manga—. ¿Dónde está la salida?
Ben se mordió los labios.
—Da igual —balbuceó—. Las voces proceden de esa dirección, así que tomaremos la contraria.
Y cogiendo a Piel de Azufre de la pata, tiró de ella. Apenas habían desaparecido entre las tiendas, un griterío estalló a sus espaldas.
Ben corrió a la derecha, luego a la izquierda, pero por todas partes surgían humanos a su encuentro, intentando cogerlos, cortarles el paso. Si Ben y Piel de Azufre salieron bien librados a pesar de todo, fue gracias al homúnculo que, ágil como una ardilla, trepó hasta la cabeza de Ben, se sentó encima igual que un capitán en su barco bamboleante y, con órdenes estridentes, los guio fuera del campamento.
Cuando estuvieron a una distancia prudencial de las tiendas aminoraron el paso y se internaron entre los zarzales para esconderse. Piel de Azufre y Ben se dejaron caer jadeantes al suelo, y unas cuantas lagartijas huyeron despavoridas. Pata de Mosca se bajó de los pelos de Ben y se sentó en la arena junto al chico con aire satisfecho.
—No hay duda —reconoció—, ambos tenéis piernas ágiles, en ese aspecto no podría competir con vosotros. Pero a cambio yo tengo ágil la mente. No se puede tener todo en la vida.
Piel de Azufre se incorporó respirando pesadamente y miró al hombrecillo desde arriba.
—Por lo visto no eres nada presumido, ¿verdad? —le preguntó.
Pata de Mosca se limitó a encogerse de hombros.
—No le hagas caso —le aconsejó Ben mientras atisbaba a través de las ramas—. Está de broma.
No se veía a nadie. Ben apenas daba crédito a sus ojos: habían conseguido despistar a sus perseguidores. Al menos de momento. Volvió a dejarse caer de culo en la arena, aliviado.
—Descansaremos aquí un rato —decidió—, y después intentaremos reunimos con Lung. Como se despierte y vea que no hemos vuelto, saldrá a buscarnos.
—¿Lung? —Pata de Mosca se sacudía la arena de la chaqueta—. ¿Quién es ese? ¿Un amigo vuestro?
—¡Eso a ti no te importa, alfeñique! —rugió Piel de Azufre levantándose—. Gracias por la ayuda, etcétera, etcétera, pero nuestros caminos se separan aquí. Vamos —tiró de Ben hacia arriba—, ya hemos descansado bastante.
Pata de Mosca, agachando la cabeza, suspiró.
—Bien, bien, marchaos ya —susurró—. Oh, sí, lo comprendo perfectamente. Pero ahora me devorarán los buitres, sí, seguro que lo harán.
Ben lo miró consternado.
—¿De dónde vienes? —le preguntó—. ¿Es que no tienes casa? En algún sitio tendrías tu hogar, quiero decir, antes de que te capturasen.
Pata de Mosca asintió con tristeza.
—Oh, claro, pero no deseo volver allí nunca más. Le pertenecía a una persona que me obligaba a limpiar oro un día sí y otro también, a hacer el pino y a contar historias hasta que mi cabeza echaba humo. Por eso me escapé. Pero soy un cenizo. Apenas me libré de mi maestro, me atrapó un cuervo y me llevó con él. La última noche, en plena tormenta, me soltó de entre sus garras y… ¿dónde me dejó caer? Justo encima del campamento del que acabamos de escapar. Cenizo, cenizo, cenizo, yo siempre tengo mala sombra.
—Es una historia estupenda —dijo Piel de Azufre—. Venga, hemos de irnos —tiraba del brazo de Ben, pero este no se movía.
—No podemos abandonarlo aquí por las buenas —exclamó—. Más solo que la una.
—Por supuesto que podemos —contestó Piel de Azufre en voz muy baja—, porque no creo ni una palabra de su conmovedora historia. En este alfeñique hay algo que no encaja. Es muy raro que aparezca aquí al mismo tiempo que nosotros. Además, me parece que se relaciona demasiado con cuervos.
—Pero tú dijiste que los cuervos sólo son sospechosos cuando van solos —contestó Ben en un murmullo.
Pata de Mosca simulaba no prestar atención a sus cuchicheos. Sin embargo, poco a poco se deslizaba hacia ellos.
—¡Olvida lo que te dije! —cuchicheó Piel de Azufre—. A veces solo digo tonterías.
—Cierto, por ejemplo, ahora —replicó Ben—. Nos ha ayudado, parece que lo olvidas. Y por eso estamos en deuda con él.
Ben tendió la mano al homúnculo.
—Vamos —le dijo—. Te llevaremos un trecho con nosotros. Ya encontraremos un sitio que te agrade. ¿De acuerdo?
Pata de Mosca subió de un salto y le hizo una profunda reverencia.
—Tenéis un corazón tierno, Excelencia —dijo—. Acepto vuestra oferta con el mayor de mis agradecimientos.
—¡Madre mía! —gimió Piel de Azufre.
Se dio la vuelta, enfadada. De regreso a la gruta no pronunció palabra.
Sin embargo, Pata de Mosca, sentado en los hombros de Ben, bamboleaba las piernas.