La tormenta
Los enanos de las rocas dormían hacía mucho en sus cuevas, cuando Lung se preparó para partir. Esta vez Ben trepó el primero a su lomo, con el compás en la mano. Había estudiado el mapa de la rata durante horas, grabando en su mente cada detalle, las montañas que debían rodear, los ríos que debían seguir, las ciudades que debían evitar. Tenían que dirigirse al sur, muchos centenares de kilómetros todavía. Su próximo destino era el mar Mediterráneo. Con un poco de suerte, alcanzarían sus orillas antes del alba.
El dragón ascendió en el aire con unos vigorosos aleteos. El cielo sobre las montañas era claro. La luna creciente pendía entre miríadas de estrellas y una leve brisa soplaba de cara. El mundo estaba tan silencioso que Ben oía a Piel de Azufre chasquear la lengua a sus espaldas. Las alas de Lung zumbaban al surcar el aire fresco.
Cuando dejaron tras de sí las montañas, Ben se volvió de nuevo y lanzó una última mirada a las cumbres negras. Entonces, por un momento, creyó percibir en la oscuridad a un pájaro grande sobre cuyo lomo montaba una figura diminuta.
—¡Piel de Azufre! —susurró—. Mira hacia atrás. ¿Ves algo?
Piel de Azufre dejó la seta que estaba mordisqueando y echó un vistazo por encima del hombro.
—No hay motivos para preocuparse —aseguró.
—¡Pero podría ser un cuervo! —murmuró Ben—. La rata nos previno en su contra, ¿no? Además, ¿no lleva algo sentado encima?
—¡Precisamente! —Piel de Azufre volvió a concentrarse en su seta—. Justo por eso no existen motivos de preocupación. Es un elfo. A los elfos les encanta volar a la luz de la luna. Sólo son sospechosos los cuervos sin jinete. Pero ni siquiera esos serían capaces de seguir durante mucho tiempo a un dragón volando, a no ser que posean poderes mágicos.
—¿Un elfo? —Ben se volvió de nuevo a mirar, pero el pájaro y su jinete habían desaparecido como si se los hubiera tragado la noche—. Se han ido —murmuró Ben.
—Pues claro que se han ido. Seguramente se dirigen a uno de esos ridículos bailes de elfos. ¡Hmm! —Piel de Azufre se pasó la mano por la boca y arrojó al vacío el resto amargo de su seta—. Estos hongos de abeto son algo exquisito.
Durante las horas siguientes, Ben lanzó frecuentes ojeadas por encima del hombro, pero no volvió a vislumbrar la figura del pájaro. Lung volaba hacia el sur más rápido que el viento. Ben preguntaba una y otra vez a Piel de Azufre qué veían sus ojos de duende allá abajo, en la tierra. En la oscuridad, él sólo percibía ríos y lagos, pues la luz de la luna se reflejaba en sus aguas. De ese modo, los dos guiaban juntos al dragón tal como había aconsejado la rata, pasando de largo por ciudades y otros lugares peligrosos.
Cuando empezó a clarear el día hallaron un lugar de descanso cerca de la costa griega, en un olivar. Pasaron esa jornada durmiendo entre el canto incansable de las cigarras y partieron cuando salió la luna. Lung se dirigió al sureste, hacia la costa siria. Era una noche templada, y un viento cálido del sur acariciaba el mar. Pero antes del amanecer, el tiempo cambió.
El viento, que soplaba en contra, aumentó de intensidad poco a poco. Lung intentó evitarlo. Ascendió primero para descender luego, pero el viento lo invadía todo. El dragón avanzaba cada vez con mayor dificultad. Las nubes se apilaban ante ellos como cordilleras celestes. Retumbaba el trueno. Los relámpagos iluminaban el cielo todavía oscuro.
—¡Nos desviamos, Lung! —gritó Ben—. ¡El viento te arrastra hacia el sur!
—¡No puedo luchar contra él! —le respondió el dragón.
Se oponía al enemigo invisible con todas sus fuerzas. Pero el viento lo arrastraba consigo, aullando en sus oídos y empujándolo hacia abajo, hacia las olas espumeantes.
Ben y Piel de Azufre se aferraban desesperados a las púas de Lung. Por suerte, también Piel de Azufre se había atado. Sin las correas habrían resbalado del lomo del dragón precipitándose al vacío. La lluvia caía sobre ellos desde las montañas de nubes, azotándolos. Pronto las púas del dragón estuvieron tan resbaladizas que sus manos ya no encontraron asidero y Piel de Azufre tuvo que agarrarse a la espalda de Ben. El mar se encrespaba por debajo de ellos. Entre las olas emergían unas islas, ninguna otra tierra aparecía a la vista.
—¡Creo que estamos siendo arrastrados a la costa egipcia! —gritó Ben.
Piel de Azufre se aferró más fuerte al chico.
—¿Costa? —exclamó ella—. Cualquier costa es buena, cualquiera. Lo principal es no aterrizar en esa sopa de ahí abajo.
Salió el sol, pero sólo era una pálida luz tras las nubes oscuras. Lung luchaba. La tempestad lo empujaba continuamente hacia las olas, tan bajo que la espuma salpicaba los rostros de Ben y de Piel de Azufre.
—¿Tu inteligente mapa dice también algo del tiempo? —gritó Piel de Azufre a Ben.
El chico tenía el pelo empapado. Le dolían los oídos por el fragor de la tempestad. Observó que a Lung le pesaban las alas cada vez más.
—La costa —gritó—. La costa a la que nos arrastra la tormenta… —se limpió el agua de los ojos—, está plagada de zonas amarillas. ¡Plagadita!
Debajo de ellos, un barco bailaba como un corcho en las aguas encrespadas. De pronto, una franja costera apareció entre la bruma.
—¡Ahí! —gritó Ben—. Ahí delante hay tierra, Lung. ¿Conseguirás llegar?
El dragón se enfrentaba al viento haciendo acopio de sus últimas fuerzas y avanzaba despacio, muy despacio, hacia la orilla salvadora.
Debajo de ellos, el mar azotaba los rompientes. Las palmeras se doblaban al viento.
—¡Lo conseguimos! —gritó Piel de Azufre clavando sus pequeñas garras en el jersey de Ben—. ¡Lo conseguimos!
Ben vio ascender el sol entre jirones de nubes. El cielo fue aclarándose lentamente. La tempestad amainó, como si necesitase dormir al despuntar el día.
Con unos últimos aletazos, el dragón dejó atrás el mar, descendió y se posó exhausto en una arena fina y blanda. Ben y Piel de Azufre desataron sus correas mojadas y se deslizaron del lomo de Lung. El dragón, apoyando su cabeza en la arena, había cerrado los ojos.
—¡Lung! —susurró Piel de Azufre—. ¡Levántate, Lung! Tenemos que buscar un escondite. Dentro de poco habrá aquí tanta luz como en la colina de las hadas.
Ben, a su lado, miraba preocupado a su alrededor. Apenas a tiro de piedra, las palmeras bordeaban la orilla del cauce seco de un río. Sus copas susurraban al viento. Detrás ascendía la tierra firme. Se alzaban colinas cubiertas de arena y entre ellas, a la luz de la mañana, se vislumbraban columnas caídas, restos de murallas, y un gran campamento de tiendas.
Sin la menor duda, ocupadas por humanos.
—¡Deprisa, Lung! —apremió Piel de Azufre cuando el dragón se levantó fatigado—. Refugiémonos ahí enfrente, entre las palmeras.
Caminaron por la arena, cruzaron el cauce seco del río, y treparon por el talud rocoso de la orilla en el que crecían las palmeras. Eran lo suficientemente espesas como para proteger a Lung de miradas indiscretas en un primer momento, pero el lugar parecía poco adecuado para esconderse durante todo el día.
—A lo mejor encontramos algo en las colinas —opinó Ben—. Una cueva o un rincón oscuro entre las ruinas.
Sacó del bolsillo del pantalón el mapa de la rata, pero estaba tan mojado que era imposible desdoblarlo.
—¡Mierda! —murmuró—. Tenemos que ponerlo a secar al sol o se estropeará.
—¿Y qué pasa con los humanos? —preguntó Piel de Azufre—. Ahí detrás hay un hervidero de gente —miró intranquila por entre las palmeras hacia el lejano campamento de tiendas—. Porque son humanos, ¿verdad? Yo no había visto nunca tantos que se alojasen en casas de tela.
—Creo que se trata de un campamento de tiendas de campaña de arqueólogos —dijo Ben—. Una vez vi algo parecido en una película. Muy parecido.
—¿Arqueo qué? —preguntó Piel de Azufre—. ¿Qué es eso, una variedad de humanos especialmente peligrosa?
Ben se echó a reír.
—No. Desentierran antiguos templos, y vasijas, y cosas por el estilo.
—¿Para qué? —preguntó Piel de Azufre frunciendo el ceño—. Seguro que todo eso lleva muchísimo tiempo roto. ¿Para qué lo desentierran entonces?
Ben se encogió de hombros.
—Por curiosidad. Para averiguar cómo vivían antes las personas, ¿entiendes?
—Ajá —dijo Piel de Azufre—. ¿Y qué hacen luego? ¿Vuelven a reparar las casas y las vasijas y todo lo demás?
—¡Nooo! —Ben sacudió la cabeza—. A veces pegan de nuevo los fragmentos, pero la mayoría los dejan tal como están.
La duende miró incrédula hacia las columnas rotas. El sol ascendió en el cielo y los humanos parecieron ponerse a trabajar. Lung sobresaltó a Piel de Azufre arrancándola de sus pensamientos.
El dragón bostezó, se desperezó y estiró cansado el pescuezo.
—Voy a tumbarme debajo de esos árboles tan raros —murmuró somnoliento—. El rumor de sus hojas seguro que me cuenta historias maravillosas.
Se tumbó con un suspiro, pero Piel de Azufre tiró de él obligándolo a levantarse de nuevo.
—¡No, no, Lung, esto no es lo bastante seguro! —gritó—. Encontraremos algo mejor, sin duda. A decir verdad, esas colinas de allí no tienen mala pinta. Ben tiene razón. Sólo hemos de encontrar un sitio lejos del campamento de los humanos.
Guio al dragón internándolo más profundamente en el palmeral. De pronto, Ben la sujetó por el brazo.
—¡Eh, aguarda un momento! —señaló atrás, hacia la arena—. Fíjate en eso.
Sus huellas atravesaban con toda claridad la arena húmeda, cruzaban el cauce seco del río y luego ascendían por el talud.
—¡Oh, no!, pero ¿dónde tendré la cabeza? —exclamó Piel de Azufre enfadada, y, tras trepar apresuradamente por el tronco de una palmera, arrancó una de las largas palmas—. Yo me ocuparé de las huellas —susurró a Ben desde arriba—. Busca un buen escondrijo para Lung. Ya daré con vosotros. ¡Venga, largo de aquí!
El dragón se volvió a disgusto. Piel de Azufre bajó de nuevo al lecho del río y borró sus huellas con la palma.
—Vamos —dijo Ben a Lung echándose las mochilas al hombro.
Pero el dragón permaneció inmóvil.
—¿No será mejor que te esperemos? —gritó preocupado a Piel de Azufre—. ¿Qué sucederá si vienen los humanos?
—No te preocupes. ¡A esos se les oye de lejos! —respondió Piel de Azufre—. ¡Marchaos de una vez!
Lung suspiró.
—De acuerdo. Pero date prisa.
—Palabra de duende. —Piel de Azufre miró satisfecha a su alrededor: las huellas del talud y del cauce del río ya habían desaparecido—. Si os topáis con setas por el camino, pensad en mí.
—Prometido —le aseguró Ben echando a andar tras el dragón.
Hallaron un escondrijo para Lung. Entre las faldas rocosas de las colinas, oculta detrás de unos zarzales y a prudencial distancia del campamento humano, descubrieron una gruta. Alrededor de la entrada se veían horrendas caras grabadas en la piedra y a un lado, extraños caracteres cubrían la roca. El conjunto tenía un aspecto un tanto inquietante. Sin embargo, la maleza espinosa que les rodeaba era alta y entre los espesos zarzales no había ningún camino hollado. Todo indicaba que a los arqueólogos no les interesaba la gruta. Aquello no pudo más que complacer a Ben.
—Voy a ver por dónde anda Piel de Azufre —advirtió cuando Lung se hubo instalado cómodamente en la fresca cueva—. Dejo aquí las mochilas.
—Hasta ahora —murmuró Lung, ya medio dormido.
Ben desplegó el mapa de la rata y lo puso a secar al sol encima de una roca, sujeto con piedrecitas. Después tornó a reunirse con Piel de Azufre lo más deprisa que pudo. De paso, borró las huellas de Lung. Aunque sus pisadas de humano apenas despertarían sospechas, siempre que podía pisaba sobre las piedras y restos de muralla que sobresalían de la arena por doquier. El sol aún no estaba muy alto en el cielo, pero alumbraba con una claridad cegadora. Empapado de sudor y sin aliento, Ben llegó al cauce seco del río. Allí, bajo las palmeras, hacía más fresco. El muchacho escudriñó a su alrededor.
No había ni rastro de Piel de Azufre. Así que saltó por el talud de abajo, cruzó el lecho del río y corrió hacia el lugar de la playa donde Lung se había posado. Pero tampoco allí logró descubrir a Piel de Azufre. Sólo se distinguían las huellas del dragón. Sus grandes zarpas se habían hundido profundamente en la arena, y también se percibía con toda claridad el rastro de su cola al arrastrarse. ¿Por qué no las había borrado Piel de Azufre?
Ben miró a su alrededor preocupado. ¿Dónde se habría metido Piel de Azufre?
El campamento de tiendas era un hervidero de gente. Los coches entraban y salían. Entre las ruinas, los hombres excavaban en la arena caliente.
Ben se dirigió al lugar donde las huellas de Lung surgían como por arte de magia. Piel de Azufre las había borrado hasta allí. El muchacho se agachó en la arena. Estaba revuelta como si hubiese sido pisoteada por mucha gente. Las huellas de las patas de Piel de Azufre apenas se distinguían ya entre las botas humanas que habían pateado el lugar. Con su corazón latiendo desbocado, Ben se incorporó. Algo más lejos de allí se había detenido un coche. Las huellas de las botas conducían hasta él. Pero las marcas de las patas de Piel de Azufre habían desaparecido.
—Se la han llevado —musitó Ben—. Esos tipejos brutales se la han llevado por las buenas.
Las huellas de ruedas se dirigían justo al campamento. Ben apretó el paso.