A LA MAÑANA SIGUIENTE Kramer sentía una languidez que le resultaba totalmente desconocida. Aunque la viuda Fourie dijo que se acostumbraría a ella y le aseguró que su trabajo no se vería afectado, él tenía sus dudas. Para empezar, le parecía que todas las preguntas que había querido hacer ya tenían respuesta. Por si fuera poco, nunca se había sentido tan relajado, con una sensación tal de bienestar y tan mal equipado para salir en busca de un asesino potencialmente peligroso acusado de varios asesinatos.
Pero una promesa era una promesa y mucho antes de que el coronel Du Plessis —o cualquier otro ejemplar de la fauna de comisaría central que había reservado habitación en el Hotel Royal de Nkosala— contara con que hiciera su aparición, estaba de nuevo en marcha, buscando el desvío que llevaba a la reserva de nativos del sur de Jafini.
Allí lo esperaba Zondi, muy elegante con su traje de los años cuarenta de hebras plateadas, sombrero de ala corta y toda la pesca, como lo había visto la primera vez, fumándose un Texan.
—Muchas gracias, teniente —dijo al subirse en la vieja ranchera de la viuda Fourie—. Me preguntaba de dónde sacaríamos un vehículo. Este no está mal: no parece un coche de la Policía.
—Teniendo en cuenta el estado en el que me encuentro, necesitamos tanta ventaja como podamos conseguir —dijo Kramer, reprimiendo un bostezo.
—¿No durmió bien anoche?
—No, la verdad es que no dormí demasiado. ¿Y tú?
—Yo tampoco, jefe. ¡Tenía tantas cosas en las que pensar!
—¿Por ejemplo?
—De dónde voy a sacar el dinero para comprar diez cabezas de las mejores vacas lecheras —dijo Zondi—. A lo mejor hasta tengo que dejar de fumar.
—Mierda ¿qué dices? ¿Vas a dejar la Policía y hacerte granjero? ¿Con ese traje? ¿Y pretendes que te crea?
Zondi sonrió, se encogió de hombros y se arrellanó en su asiento, mientras Kramer luchaba por llevar la aguja del cuentakilómetros hasta el cincuenta y mantenerla allí.
—Por cierto —dijo Kramer—, no iremos a esa misión de montaña de la que me hablaste al principio.
—¿Se refiere a San Francisco?
—Sí. Matthew se ha marchado. Llamé por teléfono antes de salir de Jafini. Eso es lo bueno que tiene el Peligro Romano: sus sacerdotes deben madrugar mucho para celebrar la misa de las seis de la mañana. Quería saber si la iglesia estaría muy llena, y cosas como esa, «para poder efectuar el arresto». Pero me dijeron que había aparecido ayer en otra de sus misiones, en la franja costera. Si miras el mapa que está a tus pies, verás dónde. Lo he rodeado con un círculo.
—¡Vaya, qué casualidad, jefe!
—Ha sido una suerte, sí… o no.
—¿Qué quiere decir?
—Verás, parece que el hombre está en plena decadencia y que se desmayó, o algo así, en la iglesia. El sacerdote llamó a la clínica de San Francisco para preguntar qué hacía, y así fue cómo se estableció la relación. ¿Estás seguro de que sigues queriendo…?
—Debo hacerlo, jefe —respondió Zondi a la vez que asentía con la cabeza—. Es evidente que su sufrimiento, y el de los espíritus de nuestros antepasados, ha llegado a un extremo terrible.
—De acuerdo —dijo Kramer.
ÉL TAMBIÉN HABÍA PASADO algunos momentos infelices con los espíritus la noche anterior. El de Sarel Suzman había sido el peor recibido, entristeciendo el rostro de la viuda Fourie nada más mencionarlo.
—¿Así que él era el asesino? —había preguntado estremecida, mientras limpiaba y vendaba la herida que Kramer tenía en el hombro—. Pues cuando Pik murió fue tan amable, ¡no paraba de venir por aquí! Venía casi tanto como el pobre Hans. Hasta llegué a pensar si sus visitas no encerrarían algo más.
—Un momento, ¿quién es el tío de Hermán? —preguntó Kramer, acordándose de repente de algo que le había dicho el pequeño Piet—. ¿Era Hans?
—No, era Sarel Suzman.
—¡Maldita sea! —exclamó Kramer al comprender lo cerca que había estado de establecer una primera conexión con el asesino, hacía ya tanto que le parecía una eternidad.
—¿Sabes una cosa, Tromp? —continuó la viuda Fourie—. Al cabo de un tiempo comprendí cuál era su juego: quería colgar su gorra en mi recibidor, pensando que necesitaba otro hombre que cuidase de mí y de los niños, por lo que no sería demasiado exigente. Tuve que esforzarme en desanimarlo, pero al final dejó de venir. —Entonces una expresión de horror atravesó su cara—. ¡Dios mío! ¿No irás a decirme que tuvo algo que ver con… ya sabes… con lo que le pasó a mi Pik?
—Claro que no —negó Kramer convencido, sabiendo que su negativa sonaría a verdad porque aquel asunto, gracias a Dios y a Hans Terblanche, no había llegado a aclararse.
Y entonces se había entrometido otro espíritu, totalmente benigno pero igual de perturbador. Kramer se fijó en que la viuda Fourie había mantenido los ojos cerrados al principio, cuando la palma de su mano había rozado el vientre de ella ligeramente, y luego se había estremecido, como si la acariciara un recuerdo que se le había escapado por un momento. Después había mantenido los ojos abiertos, concentrados en él, estirando el cuello para asegurarse de que era su mano la que sentía, y a veces posando la suya sobre la de él, para cerciorarse mejor.
Pero cuando por la mañana volvieron a hacer el amor, cada uno consciente del ardor del otro, que los fundía, los excitaba y les hacía comprender que sus miembros no les pertenecían —se movían, se deslizaban, se tocaban, se estremecían con la singularidad de su contacto—, en aquella cama sólo había dos personas, y una abolladura bien estirada en la almohada.
—JEFE —DIJO ZONDI, volviéndose para mirar un cartel que se esfumaba—. ¿Ese cartel no indicaba el sitio al que queremos ir?
—¡Maldita sea! ¡Estaba soñando despierto! —contestó Kramer tirando del freno de mano para efectuar un impresionante cambio de sentido.
A los pocos minutos viajaban por un accidentado sendero hacia un reducido grupo de edificios que se apiñaban en una ligera hondonada, levantados alrededor de una iglesia pequeña cuyas puertas estaban abiertas de par en par.
—Oye, Mickey: ¿dos disparos en dos días seguidos y los dos realizados por el mismo policía bantú? La gente podría empezar a hablar. Pero hay una solución. Te debo una, lo haré yo.
Zondi se sintió tentado, aunque negó con la cabeza.
—Gracias, jefe, pero eso sólo agradaría a los espíritus de la ley, y no a…
—Los espíritus de tus puñeteros antepasados, sí, sí, ya lo sé. Al menos usa mi PPK, para que los de balística crean que fui yo. ¿Te parece mejor así?
—Bueno —dijo Zondi.
—La alternativa es que anoche fui yo y hoy eres tú: nos intercambiamos las armas y evitamos muchas chorradas y reflexiones por parte del coronel. Blanco con blanco, negro con negro, y así no habrá que dar explicaciones ante el general de brigada en Pretoria.
—¡Eso está hecho, teniente! —aceptó Zondi.
Siguieron colina abajo y acababan de llegar al primer edificio de la misión, cuando algo hizo reír a Kramer suavemente.
—Estaba pensando en la tontería que el espíritu de la Canción del Perro nos quiso hacer creer: que nos equivocaríamos y tendríamos razón a la vez en cuanto al asesinato de Maaties. No veo que nos hayamos equivocado nunca en nuestras deducciones ¿y tú? El pobre hombre se acercó a Fynns Creek para hacer unas preguntas, acabó hecho pedazos por accidente y obligó a Suzman a inventarse toda clase de acusaciones contra él.
—Sí, jefe —aceptó Zondi, dándole a la cabeza pero sin despegar sus ojos de la iglesia, que ya estaba a sólo unos metros, oliendo el aroma de los eucaliptos—. La verdad es que la Canción del Perro dijo unas cuantas ridiculeces. Algunas tan tontas que no me molesté en repetírselas.
—¿Por ejemplo? —preguntó Kramer mientras reducía.
—La Canción del Perro también dijo que tuviésemos cuidado con la mujer del prisionero que fue capturado esta semana.
—¿Qué tontería es esa? No hemos hecho ningún prisionero ¡Y yo no tengo intención de hacer ninguno! Vamos, dime, ¿qué más?
—La Canción del Perro dijo que, una noche lejana, usted y yo nos encontraríamos a solas, del brazo en una reserva negra, con unos collares rojos brillantes como el fuego, a las órdenes del mismísimo…
—¿Collares? —preguntó Kramer, deteniendo de golpe la ranchera de la viuda Fourie—. ¿Tú y yo? ¿Nosotros? ¿Desde cuándo los hombres usan collares? ¿En qué nos convierte eso? ¿Eh? ¿En un par de mariquitas?
Zondi se rió y abrió la puerta, amartillando la pistola de Kramer.
—Tiene razón, jefe. Ya nos basta a los dos con tener que ir ahora a recoger ramilletes de flores silvestres.
— FIN —