XXXV

UN CUERVO SOLITARIO cruzó aleteando las sanguinolentas nubes del ocaso, sin que su graznido se oyera por encima del bramido del Land Rover al arremeter como un búfalo contra otra empinada cuesta de la carretera a Mabata. Kramer se había puesto al volante: Terblanche tenía los nervios tan de punta, según confesó él mismo, que no podía concentrarse como era debido en una senda que bordeaba las cimas de tantos desfiladeros.

—Tromp —habló, mientras encendía otro Stuyvesant con la colilla del anterior—, en dos minutos estaremos allí.

—Pues será mejor que le pida un cenicero al Sr. Suzman.

—¿Quiere decir que llegaremos como si nada?

—Sí, a ver cuánto tiempo aguanta. Eso nos proporcionará mucha información.

—¿Y luego qué? ¿Cuál es el plan?

—Si pudiera elegir, amigo, ¿preferiría ir al teatro a escuchar una sinfonía escrita hace doscientos años, o una noche de acordeón alrededor de una hoguera, donde cuanto más fluye el licor, mejores y más bestias son las canciones?

—¿Qué quiere decir?

—Yo no sé solfeo —dijo Kramer.

Por una vez, la respuesta de Terblanche fue inmediata. Se rió, dio una palmada en su enorme muslo y dijo:

—Así que si se resiste, tendríamos que vemos obligados a castigarlo, antes de ponerle las esposas.

«Oh, será mucho más que eso», pensó Kramer, pero como antes le había ocurrido a Maaties Kritzinger, dudaba de la conveniencia de contárselo todo a Terblanche. Podría quedarse profundamente conmocionado si supiera, por ejemplo, que Kramer estaba totalmente de acuerdo con Sarel Suzman en una cosa: que una viuda y cuatro huérfanos merecían algo mejor que ver sus ilusiones destruidas por un trabajo policial demasiado concienzudo, hecho siguiendo todas las normas y según los más elevados principios cristianos.

Resumiendo, que aquel cabrón se enfrentaba a una ejecución sumaria, tanto como ese loco y triste primo de Mickey, pero por motivos totalmente diferentes: no sólo por el mal que ya había causado, sino por el que aún podría causar si se le permitía realizar una confesión completa y sincera en público.

—SALUDOS, HIJO —dijo el anciano sacerdote en zulú, deteniendo el caballo. Su alzacuellos era lo bastante blanco para resaltar como lo haría una monda de naranja al final del día—. ¿Se te ha averiado el coche? ¿Necesitas ayuda?

—Sí, le quedaría muy agradecido, jefe —respondió Zondi, casi desesperado porque acababa de comprobar que había roto un eje delantero del Chevrolet, lo que lo inutilizaba por completo—. ¿Sería posible que el señor me ayudara sujetando el gato en su sitio?

—Sería posible que te ayudara el padre Tom O’Hara —respondió el sacerdote, desmontando—, pero no el señor, porque sólo Dios es tu Señor. A mí llámame padre, o no me llames nada, si no quieres acabar con una patada en el trasero.

Zondi se rió entre dientes, conmovido por un afecto nostálgico hacia hombres tan duros y amables como aquel, y dijo:

—¿Pertenece a alguna misión cercana?

—San Francisco, detrás de aquellas colinas. Perdona que te lo diga, pero eres un insensato por meter un coche decente en este camino. Algo tenía que pasarle. ¿Dónde está el gato?

—Aquí —respondió Zondi, abriendo el maletero del Chevrolet y cogiéndolo—. En la misión ¿hay iglesia?

—Por supuesto. Y escuela, y clínica.

Zondi le entregó el gato y preguntó:

—¿Ha visto a algún hombre que acuda a rezar solo y lleve un ramillete de flores azules?

—¿Y cómo sabes tú eso? —preguntó el sacerdote muy sorprendido—. Ayer mismo tuvimos allí a un pobre hombre como el que has descrito. Le dije al hermano Bernard que… ¡Oye! ¡Un momento, bribón! ¿A dónde crees que vas?

A horcajadas sobre el caballo del sacerdote y mientras le clavaba los talones, dijo:

—Perdóneme, padre, pero yo sé lo que hago.

—¡QUIETO! —DIJO KRAMER cuando el agente bantú tras el mostrador de la oficina de denuncias de Mabata se puso en pie de un salto, dispuesto a anunciar su llegada—. No es necesario. Dígale que se siente y se tranquilice, Hans, que ya nos ocupamos nosotros.

El agente se dirigió a Terblanche en zulú, quien tradujo lo siguiente:

—El chico dice que cree que el jefe está dormido y no le hará gracia que no le advierta de nuestra visita.

—¿Dormido? No me extraña, después de pasarse media noche corriendo por la playa y pegando tiros.

—¿Cómo?

—Luego se lo explico, Hans. Dígale al chico que no importa, que el jefe lo espera y le dijo que entrara sin avisar.

Después, mientras miraba a tres zulúes de aspecto primitivo que ocupaban un estrecho banco de madera próximo a la puerta y esperaban con paciencia poder contarle sus problemas al agente, Kramer le hizo señas a Terblanche para que lo siguiera, y se adentraron en un corto pasillo.

—Pensándolo mejor, Hans —dijo con voz suave, deteniéndose después de un par de pasos—, tal vez sea demasiado que los dos entremos de repente. ¿Por qué no entra usted solo primero, a ver cómo se porta? ¿Cree que podrá hacerlo?

Hasta ese momento, Kramer siempre había supuesto que los leones usados por los romanos para que se comieran a los cristianos como diversión pública de esas tardes que, de lo contrario, habrían resultado de lo más aburridas, debían ser una panda de cobardes sarnosos, lo bastante tontos como para dejarse atrapar primero, y luego lo bastante degenerados para vivir contentos en cautividad, sabiendo que un medio rugido debilitado haría caer de rodillas a su alrededor tantas cenas calientes como quisieran. Pero entonces vio un brillo en los ojos de Hans Terblanche que lo hizo cambiar de idea y le sugirió que los leones del Coliseo debieron ser los hijos de puta más duros, peleones, con agallas y temerarios de todo el Imperio Romano.

—¡TENIENTE! —EXCLAMÓ SUZMAN, ronco de sueño. Una tos de pecho, brusca, lo hizo detenerse—. ¿Qué ha pasado? ¿Qué hace aquí?

—Vengo a relevarte —contestó Terblanche.

—Vaya, es usted muy amable.

—No es nada. Eres un buen tipo, Sarel, nunca te quejas.

Kramer, que se esforzaba por escuchar cualquier sonido procedente de la habitación, notó una falta de sinceridad total en la forma en que Terblanche había dicho aquello y se preguntó si Suzman lo habría notado también.

—Teniente.

—¿Sí?

—Le noto la voz un poco rara ¿y eso?

—Supongo que será el cansancio.

—¿El teniente Kramer lo ha mantenido muy ocupado?

—No especialmente ¿por?

—Me preguntaba qué habrá estado haciendo hoy. Creí que a lo mejor lo había incluido a usted en la investigación.

—No. Ha ido por libre, como siempre.

—Ya. He oído que hace equipo con un cafre.

—Ah, sí, ¿te refieres al trasladado temporal? Tiene una nueva teoría: que el chico de la misión al que estuvimos buscando el año pasado tiene algo que ver con el asesinato de Maaties y…

—¡No fue asesinado! —interrumpió Suzman molesto—. La muerte de Maaties fue totalmente accidental, al querer salvar a la pobre Annika de…

—¡Y una mierda! —exclamó Terblanche.

Lo cual ya resultaba bastante sorprendente viniendo de él, pero su siguiente frase convenció a Kramer de que debía intervenir de inmediato, interrumpiendo aquello como fuera, si quería sacarle algo más a Suzman antes de que el juego acabase. Introdujo la mano bajo su chaqueta.

—¡Y una mierda! —repitió Terblanche—. A Maaties lo asesinaste tú, hijo de puta pervertido y desalmado, como asesinaste a Andries Cloete y a… ¡Cielo Santo!

Kramer había acercado la mecha de un cartucho de dinamita a su Lucky, se aseguró de que salían chispas y luego arrojó el cartucho al interior del despacho del jefe de la comisaría.

—¡CUIDADO! —GRITÓ SUZMAN, saltando hacia atrás y rompiendo el cristal de una ventana con el hombro—. Alguien ha… ¡Mierda! ¿Qué es esto? ¿Una especie de broma pesada?

—No, un pedazo del mango de una escoba, sargento —respondió Kramer, que ya estaba en la habitación—. Tiene gracia: pensé que lo reconocería.

Suzman se quedó mirándolo mientras la mecha seguía echando chispas y tosió dos veces.

—¿Qué pasa? —preguntó Terblanche—. ¿Tienes los nervios tan destrozados que has estado fumando demasiado? ¡No sabes qué pena me das!

—¡Será…! —empezó Suzman, dando un paso adelante.

—¡Alto! —advirtió Kramer—. Yo tengo los nervios tan destrozados que no tardaré mucho en volarte la puta cabeza ¿me oyes?

Pero dejó su Walther PPK dentro de su chaqueta: pensaba que no la necesitaría mientras la Smith and Wesson de Suzman siguiera en su pistolera y ésta estuviera abrochada.

—Disculpe un momento —dijo Suzman—, ¿permite que apague esto?

Y aplastó la mecha del cartucho contra la mesa, con un pisapapeles.

—Queda arrestado por el asesinato del detective Martinus Kritzinger —dijo Kramer— y por los de Annika Cloete, Andries Cloete, su esposa, esos cuatro de Papá Noel y…

—¿Qué cuatro de Papá Noel? —preguntó Suzman mientras cogía una papelera de metal y arrastraba a su interior la porquería que había hecho encima de la mesa—. ¿Qué clase de…?

—¡Los Simpson y los Gardiner! —ladró Terblanche, sacando su revólver a una velocidad sorprendente—. Ni se te ocurra intentar algo raro con esa papelera.

—¡Qué dice! —se burló Suzman, sonriendo—. ¡Vaya imaginación la suya, señor, si me permite decirlo! Vaya, ha hecho que se me caiga la pluma de Stoffel en…

—¿Quién más? —exigió Terblanche—. ¿A quién más has tachado de las fotos tomadas por ti mismo?

—¿No lo sabe teniente? —preguntó Suzman mientras metía la mano en la papelera—. Y yo que creía que usted habría sido capaz de reconocer a la…

—¡Dispare, Hans! —gritó Kramer.

La detonación fue ensordecedora.

Hans Terblanche cayó muerto como un toro bajo el hacha del carnicero. El Magnum 375 que Suzman había disparado a través del fondo de la papelera le había arrancado media cabeza. En un segundo, aquella enorme boca lo encañonaba a él.

—Vaya —dijo Kramer, lamentando amargamente lo que acababa de hacerle, sin darse cuenta, a uno de los mejores, sólo porque no quería que oyera una cosa.

—¡SACA EL ARMA! —ordenó Suzman—. Sácala y déjala sobre la mesa ahora mismo o acabas como él, señorito de Homicidios.

La última vez que le habían hablado de esa forma, Kramer se había hecho el remolón, y dos segundos después un tirador emboscado de la Policía había punteado el manido melodrama con un gran punto rojo en plena frente del tipo que retenía a los rehenes. Sin embargo, todo eso había sido acordado antes.

—Bien hecho —dijo Suzman, agarrando la Walther PPK tan pronto tocó la mesa.

Luego volvió a disparar y el bantú de guardia en la oficina de denuncias, que seguramente se había acercado a la puerta para ver a qué venía todo aquel jaleo, cayó boca abajo con un tiro en los intestinos y fue a morir casi de inmediato en los brazos abiertos de Terblanche.

—Hermanos de sangre —se rió burlonamente Suzman—, ¿no te parece teniente?

—Mierda, mientras me apuntes con eso, te diré todo cuanto quieras oír —soltó Kramer.

Suzman le dedicó una de sus desganadas sonrisas.

—No te preocupes, que lo vas a hacer. Quiero preguntarte unas cuantas cosas.

—¿Puedo preguntar yo también?

—¿Por qué no, teniente sabelotodo? Creo que mi situación me permite no salir perjudicado. ¿Qué quieres saber?

—Muchas cosas —respondió Kramer—. Por ejemplo, ¿cómo supiste hacer una bomba de relojería de efecto retardado con el despertador de viaje de tu madre? Te veo demasiado corto para eso.

—Pero no tan corto como para engañarte —dijo Suzman con una risa capaz de helar la sangre de una víbora—. Nunca fue una bomba de relojería, gilipollas. Até el reloj a la dinamita, añadí cables y batería, y encendí la mecha a mano. Pensé que la explosión ocultaría todos los detalles y cualquier…

—Vaya ¡qué gran genio! Debiste planearlo con mucho cuidado, ¿cómo es que la cagaste matando a Maaties por accidente? Tus accidentes de antes nunca habían sido accidentales.

—¡Ese cabronazo me engañó de verdad! —exclamó Suzman, apretando con fuerza la culata del Magnum—. Yo no sabía que Gillets no estaba. Pensé que Annika y él hablarían y que era necesario hacer algo de inmediato. Aquella noche, cuando me arrastré bajo su casa y oí a la puta esa haciendo el ruido que hacía cuando se corría a lo bestia, ni se me ocurrió pensar que no fuera Gillets. Bueno, Kritzinger le llevaba diez años, lo cual en sí ya es bastante asqueroso, pero además tenía los bolsillos siempre llenos de fotos de niños y…

—No —interrumpió Kramer negando con la cabeza—. ¡Eso es pura mierda y lo sabes! Maaties jamás le puso un dedo encima a…

—¿Cómo? —Suzman se puso pálido—. ¿Estás diciendo que soy un mentiroso?

—¡No, hombre! Es que…

—¿Que no? ¿Y por qué había ocultado su coche? ¿Y por qué…?

—Vale, vale. No discutamos por eso. Me pregunto cómo se portaría en la cama la pequeña Annika.

—Apuesto a que no tenía nada que ver con la viuda Fourie —dijo Suzman, recuperando su sonrisa de desprecio—. Es una vieja prematura ¿no crees? Demasiados mocosos en muy poco tiempo. ¿No fue por eso por lo que tuviste que beber tanto brandy la otra noche, para que se te empinara? No creas que no te vi seguirla cuando salió de la…

—¡Hijo de puta! —gritó Kramer, sintiendo que perdía el control. Pero fue capaz de detenerse antes de lanzarse sobre él como un suicida.

Suzman se rió de verdad por primera vez.

—Vaya, no te ha gustado —dijo con una sonrisa de oreja a oreja—. Tranquilo, que habrá más antes de que se te acabe el tiempo. Chico, es una pena, podríais haber hecho tan buena pareja juntos.

Y volvió a reírse, pero esta vez su risa sonó amarga, repleta de ira y envidia.

—¿Cómo la pequeña Annika y tú si os hubiesen dado la oportunidad? —preguntó Kramer, con una comprensión tan súbita que lo conmocionó, pero sólo hasta que se dio cuenta de que esa misma comprensión le proporcionaba la última oportunidad de distraerlo—. ¡No me extraña que odiaras tanto a las parejas felices! En mi opinión, tuviste muy mala suerte, Sarel. Al fin y al cabo yo también soy un humilde policía sin formación, así que puedo imaginarme cómo te sentiste cuando Andries Cloete…

—¡Date la vuelta! —le gritó Suzman—. ¡Las manos en la nuca! ¿Crees que no sé lo que intentas hacer? No te muevas ni para respirar o eres carne muerta.

Kramer esperó, se dio la vuelta, puso las manos en la nuca, vulnerable como en su vida y, lo que era aún peor, sin tener ni idea de cómo sobrevivir a aquel aprieto mucho tiempo más.

Oyó exhalar al cadáver de Terblanche mientras le daban la vuelta en el suelo, a sus espaldas, chillar al patito de goma, y luego el leve tintineo de las esposas al sacarlas del bolsillo de la guerrera del muerto. Enseguida las bandas de metal, duras y sorprendentemente frías, se cerraron alrededor de sus muñecas, clavándose en ellas con fuerza.

—¡Mantén esas manos dónde están! —ordenó Suzman, apretando la boca de su arma con tanta fuerza contra la columna de Kramer que bien podía estallarle una vértebra—. Ahora vamos a salir a coger tu Land Rover.

—¿Qué soy? ¿Tu garantía de escape?

—¡Hombre! ¿Cuánto has tardado en darte cuenta?

—Tenía otras cosas en las que pensar.

—Y ya puedes olvidarte de las bromitas ¿me oyes? Empieza a andar. Saldremos por la oficina de denuncias.

—¿Y los otros policías bantúes?

—Han salido todos con la brigada en busca de los cafres que derribaron el helicóptero esta mañana. ¡Más rápido!

Durante un irracional minuto, Kramer tuvo la esperanza de que al entrar en la oficina de denuncias encontraría a aquellas figuras pacientes aún sentadas en el banco, dispuestas a salir en su ayuda. Pero allí no había nadie. Uno de los bantúes que esperaban había salido corriendo tan repentinamente que había olvidado sus botas y una armónica encima del banco.

—Continúa —ordenó Suzman, descolgando el teléfono de la oficina de denuncias para que comunicara si llamaba alguien—. Sal al porche.

La luna volvía a brillar, haciendo que la comisaría de Mabata pareciera más aislada y desierta que nunca: una desolada plataforma sobresaliendo entre la neblina nocturna que envolvía a los valles inferiores como un sudario.

—Dirígete hacia el vehículo —ordenó Suzman—, pero muévete despacio. Cuenta hasta dos entre cada paso, como en una marcha fúnebre.

—Mira que eres raro —dijo Kramer.

—¡Cállate! —rugió Suzman, clavando el cañón de su arma en las manos que Kramer enlazaba en la nuca—. Cuando llegues al vehículo, súbete a la jaula de atrás para que pueda cerrar el candado.

—Vaya, ese giro no me lo esperaba yo. ¿La jaula? ¿Quieres que también me pinte con un corcho quemado o algo así?

—¡Muévete! —gritó Suzman, dándole una patada—. ¡No te pares! ¡Haz exactamente lo que te digo!

—Me sale bastante bien la imitación del cafre borracho, ¿o prefieres que…?

—¡Basta! ¡Ya basta! ¡Se me está agotando la paciencia! ¡Contra el vehículo! Ahora date la vuelta despacio, ¡más despacio!

—¿Hacia dónde iremos? —preguntó Kramer—. ¿Al Norte? ¿Cruzaremos la frontera de Mozambique?

Suzman frunció el ceño.

—A veces, ser demasiado listo no es bueno para la salud, ¿lo sabías? —respondió levantando el Magnum y apuntando a Kramer entre los ojos.

—Lo mismo te digo, lumbreras. Si no te hubieras inventado un diario obsceno que nunca existió, para involucrar del todo al pobre Maaties, yo no habría ido a buscarlo y tú no…

—¡Ya está bien! —estalló Suzman—. Tú te lo has buscado, has hecho cuanto has podido por cabrearme. Pero se acabó. ¿A qué viene ese gesto de sorpresa tan de repente? Me has picado sin descanso hasta que…

—Es que me he llevado una sorpresa que no esperaba, gilipollas —respondió Kramer encogiéndose de hombros—. ¿Por qué no te das la vuelta y ves tú mismo lo…?

—¿Un truco tan viejo? Debes de creer que…

—Sí, pero como ocurre con los perros viejos, hay gente a la que es muy difícil enseñarle trucos nuevos.

—¡Cuánta razón tiene, jefe!

—¿Qué…? —empezó Suzman, girándose a tal velocidad que perdió el equilibrio un segundo, y dejó de apuntar con su arma.

En ese mismo segundo se oyó otra fuerte detonación, sólo que esta vez fue Suzman quien seguramente no llegó a oírla, porque la bala de nueve milímetros con camisa de acero, disparada a quemarropa, ya había atravesado su cerebro y seguía viaje hacia el Sur, muy aliviada de haber salido de allí.

O eso le pareció a Kramer, mientras miraba el cuerpo desplomado desde arriba y decía:

—Veo que ha sido en defensa propia, cafre.

—Sin duda, teniente —respondió Mickey Zondi.