TERBLANCHE SE ENCAMINÓ a su despacho y allí le hizo señas a Kramer para que se sentara.
—¿Sabe lo que está haciendo, Tromp? —preguntó con voz hosca y ofendida, hundiéndose en la silla tras su mesa—. Me está haciendo exactamente lo mismo que solía hacerme Maaties. Cuanto más lo conozco, más me doy cuenta de lo mucho que se parece a él. Pero no resulta agradable.
—¿Yo? ¿Como Kritzinger? Espero que no lo diga en serio, yo no soy un maldito…
—Mire, me ha tratado como si fuera más tonto que ese chaval negro que se ha buscado como ayudante. Pero mi estupidez tiene límites, eso se lo aseguro. ¿Quiere que se lo demuestre?
—Bueno, si usted cree que…
—Número uno —empezó Terblanche, apuntando con el abrecartas—: me ha pedido la llave del armario de las pruebas. Esas llaves sólo pueden estar en manos de suboficiales blancos o superiores ¿de acuerdo? En Jafini de esos somos tres: dos sargentos y yo. Pero podemos restar uno, porque a uno de los sargentos lo mató una bomba hecha con dinamita. Y restemos de nuevo, porque yo sé que no he tenido nada que ver con coger unos explosivos que no me pertenecen. ¡Hombre, valóreme un poco! Incluso Hans Terblanche sabe restarle dos a tres y darse cuenta de que el que queda, el que debe responder a unas cuantas preguntas complicadas, es Sarel Suzman. ¿Por qué no me cuenta directamente lo que opina? ¿Por qué no me trata del mismo modo que…?
—Bien, pues échele un ojo a estas fotos que Suzman tenía escondidas en su dormitorio, Hans —interrumpió Kramer, que no tenía tiempo para escuchar el «Número dos»—. Iba a enseñárselas de todos modos.
Y fue poniendo las fotos pintarrajeadas una a una sobre la mesa de Terblanche. Todas excepto la de los Fourie, que le ocultó.
Se produjo un silencio prolongado, frágil.
Las manos de Terblanche temblaban mientras cogía cada foto, la miraba y la volvía a dejar con cuidado, como si de alguna forma intentase compensar la violencia a la que habían sido sometidas.
—No —susurró—. No.
—Sí, Hans. Ya sé que es difícil de aceptar, pero es verdad. ¿Los conoce a todos? No tengo ni idea de quiénes son las parejas de esas fotos de la izquierda.
—Son. —Terblanche empezó a hablar pero se detuvo para tragar saliva—… Son muy buenos amigos míos del club de tenis de Nkosala. Son Barry Gardiner y Sue, su joven esposa. Esos son Louise y Pat Simpson, el administrador de la granja de Barry.
—¿Y dónde cae eso?
—Barry tenía una enorme granja azucarera más allá de Nkosala, y una avioneta de cuatro plazas. Así murieron todos, las pasadas Navidades, por alguna avería después de despegar. Barry solía llegar en la avioneta con Pat vestido de Papá Noel, lo hacía por los niños, y les decía que lo traía desde el Polo Norte. Todos los niños vieron el accidente. ¡Fue algo terrible! Hasta los negritos, que observaban la fiesta desde la valla y pedían pasteles, lloraron y gritaron como locos. ¡Dios mío!
Terblanche también lloraba.
Kramer estaba seguro de haber oído en alguna parte que era mejor permitir que aflorasen los sentimientos más intensos, en lugar de reprimirlos, por eso dijo:
—Amigo, ¡mueva ese culo y ayúdeme a atrapar a esa bestia!
Haciendo esfuerzos por levantarse, el jefe de la comisaría se pasó el antebrazo por los ojos para limpiarse las lágrimas, abrió el cajón de arriba de su mesa, se guardó munición de repuesto en el bolsillo derecho de su pantalón, añadió un par de esposas, y en los bolsillos laterales de su guerrera embutió dos granadas de gas lacrimógeno, antes de coger un látigo, una linterna grande y una porra enorme. Luego, sin mirar a Kramer, porque no había parado de llorar, pasó por su lado pestañeando y de camino agarró las llaves de su Land Rover.
—En dos segundos estoy con usted —le dijo Kramer—. Antes debo decirle a mi mozo que vamos a…
—¡Oiga! —Terblanche se giró de repente y habló con los dientes apretados—. Esto lo haremos solos, usted y yo. ¿Entendido?
—Quiere decir…
—Sólo nosotros. Usted y yo, Tromp.
—Bien —respondió Kramer—. Cabalgaremos en solitario, de acuerdo. Vaya encendiendo el Land Rover.
Retrocedió por el pasillo y entró en el despacho bantú de la Brigada de Investigación Criminal, donde imaginaba que Zondi lo esperaría impaciente, deseando saber qué había ocurrido después de que lo echaran.
—MICKEY ¿estás sordo?
Zondi, totalmente concentrado ante un delgado expediente, levantó la vista y tardó un segundo antes de responder.
—Lo siento, jefe. —Se disculpó, saltó de la silla y acercó el expediente a Kramer—. Mire, teniente, mire lo que dice ahí. Vi el aviso en el tablón y luego descubrí…
—¿Qué es? ¿Acaso ese puerco ha matado también a…?
—No, no, jefe, no se trata del jefe Suzman. El sospechoso bantú al que describen aquí parece mi primo, Matthew Mslope.
—Mira, ahora no hay tiempo para eso. Tenemos que llegar a Mabata antes de que la Sra. Suzman consiga dar la voz de alarma u ocurra alguna otra cosa. Pero he de ir con Terblanche, así que ¡toma!
Zondi cogió al vuelo las llaves del Chevrolet y las mantuvo en alto, con una ceja levantada.
—¿Teniente?
—Ya se te ocurrirá algo útil que hacer con ellas, cafre, si te esfuerzas un poco ¿no crees?
Kramer se dio la vuelta al oír cómo se aceleraba el motor del Land Rover, y puso en práctica un pequeño truco que acababa de aprender: saltó por la ventana y aterrizó con los talones juntos. Después corrió hasta el coche.
INDECISO, Zondi observó cómo el polvo se asentaba rápidamente en el patio y volvió a su expediente. Si el oficial encargado de aquel caso de hurto no estaba equivocado, era muy posible que Matthew Mslope acabase pagando la pena máxima.
Por otro lado, aunque las palabras del teniente al partir resultaban curiosamente ambiguas, Zondi no podía evitar sentir que tenía el deber de viajar hasta Mabata y ayudar, si era necesario, en el arresto de aquel psicópata pervertido, Sarel Suzman.
En pleno dilema, Zondi regresó al tablón de anuncios del despacho bantú de la Brigada, donde un aviso escrito a bolígrafo por el sargento Mtetwa advertía a sus compañeros:
Información relativa a un hombre bantú/asiático de aproximadamente veintiocho años y un metro sesenta centímetros de estatura, mal vestido. Parece que visita iglesias de las zonas de Nkosala y Jafini, se sienta y reza durante horas, hasta que lo echan o cierran las puertas. Suele dejar olvidadas unas florecillas silvestres azules. Un sacerdote de la parroquia de San Agustín de Nkosala lo descubrió durmiendo y lo echó fuera. Se busca como sospechoso del robo de un devocionario, una vela pequeña y una caja de cerillas del párroco de la iglesia anglicana de Jafini. Detective Mtetwa.
El teniente enseguida habría señalado que a causa de la ineficacia de Mtetwa aquel aviso seguía allí, dispuesto a atrapar la atención de Zondi tan pronto entró en el despacho, porque en el expediente, por fuera, habían escrito en mayúsculas bien claras «Denuncia retirada». Una nota adjunta y escrita por el jefe de la comisaría dos días antes, informaba a Mtetwa que el párroco de San Pedro había llamado para decir que su mujer había encontrado los objetos perdidos en la casa de muñecas de su hija pequeña.
Al teniente le habría gustado. Cómo habría sonreído ante la teoría de la Misa Negra presentada en un aparte por el sacristán, que admitía haber leído los periódicos del domingo que el hombre se había dejado.
Pero ¿qué habría dicho el teniente de la exposición de los hechos realizada por Mtetwa, basada en un buen número de interrogatorios informales que él mismo había hecho? De todo ello surgía una figura atormentada y extraña que la gente no dejaba de ver en sus iglesias, pero que nadie conseguía describir con precisión, porque antes de que despertara su curiosidad todos la habían olvidado debido a su piel oscura.
Sin embargo, por la frecuencia con la que lo veían, resultaba obvio que el fantasma de la iglesia debía vivir en algún lugar próximo a Nkosala y Jafini, por lo que localizarlo no debería ser muy complicado, sobre todo si mantenían vigilados los lugares de culto.
Pero antes de mover un solo dedo, el teniente diría: «¿Estás seguro de que esa chorrada del “aproximadamente” nos ofrece una descripción lo bastante ajustada como para confirmar que se trata del maldito violador de monjas, cafre?». Al menos Zondi tendría preparada la respuesta: «Sin duda, jefe. Sobre todo por lo de las florecillas azules, porque la hermana Teresa decía que a ella la llamaban así Florecilla, y cuando éramos pequeños, mi primo Matthew Mslope y yo, camino de la escuela, solíamos cogerlas para dárselas a ella».
Ese recuerdo repentino hizo que a Zondi le doliera tanto la garganta que fue como si la soga del verdugo empezara a aplastarle la tráquea. Y en ese mismo instante se decidió.
CUANDO LLEGARON a la parte «montaña rusa» de la carretera a Mabata y Terblanche se vio obligado a reducir un poco la velocidad, Kramer decidió que había llegado el momento de charlar un rato, de informar a aquel hombre antes de llegar a la comisaría de montaña.
Empezó describiendo las primeras sospechas desagradables de Maaties Kritzinger sobre el accidente de los Cloete, y luego siguió con el encuentro con Bhengu, el viejo bantú que trabajaba en la caña. Se saltó algunos detalles, pero del caso de Pik Fourie no le contó nada.
—A ver si lo entiendo, Tromp —dijo Terblanche, reduciendo al máximo la velocidad para cruzar un cauce seco—: Maaties estaba seguro de que los Cloete habían sido asesinados ¿pero no encontraba el motivo?
—¿Lo encuentra usted? Porque yo sigo sin verlo. Es una de las cosas que tendremos que preguntarle al Sr. Suzman. Maaties barajó toda clase de ideas. Incluso acabó por visitar a una hechicera. Y la verdad es que ese pudo ser su punto de inflexión.
—¿La songoma le dio un nombre?
Kramer negó con la cabeza.
—Pero estoy seguro de que le señaló la dirección correcta. Seguramente Maaties pensó que con ella podría hablar libremente: no era más que una vieja cafre, atrapada en el medio de ninguna parte. Y ella lo escuchó, le prestó mucha atención. Y supo leer entre líneas de lo que le decía un miedo en el que él intentaba no pensar. Presintió de qué se trataba y le advirtió que muy cerca de él había alguien muy peligroso… y bien que lo era, el cabrón. Eso inclinó la balanza.
—¿Cómo? No entiendo.
—Hizo que Maaties se enfrentara por fin a los hechos y sacara una huella de su propio zapato para ver lo mucho que se parecía a la que había encontrado en el lugar del accidente. Creo que hasta entonces se había negado a reconocer una huella dejada por el zapato de un policía. Resultaba tan increíble que había estado buscando cualquier excusa para encontrar otro culpable.
—Es comprensible —comentó Terblanche—. Creo que yo habría hecho lo mismo. ¿Y eso cuándo fue?
—No lo sabemos a ciencia cierta, pero creo que Maaties no llegó a Suzman hasta el fin de semana pasado, o incluso hasta el lunes por la mañana. Sin embargo, cuando lo hizo, se fue directamente a ver a Annika, por si ella conocía algún motivo por el que Suzman pudiera sentir animosidad hacia sus padres. ¿Sabe cómo se enteró Suzman?
Terblanche detuvo el Land Rover en el lado contrario al barranco y negó con la cabeza.
—Creo que el muy cabrón había vuelto a las andadas —explicó Kramer— y se dedicaba a curiosear oculto tras la choza del cocinero. En cuanto vio a Maaties y a Annika juntos, concentrados en su conversación, debió comprender que podría tener problemas: no hay nada mejor que saberse culpable para convertirse en clarividente. Hans, ¿se encuentra bien?
Terblanche volvía a estar trastornado, pero de una forma diferente: se había puesto pálido y tenía la mirada perdida.
—TROMP —TERBLANCHE HABLÓ—, debo confesar una cosa: creo que conozco la razón de la animosidad entre los Cloete y Suzman. Lo habría dicho antes, pero no sabía que pudiese ser importante.
—Eso ya da igual —respondió Kramer mientras apagaba el motor del Land Rover.
Terblanche se encogió de hombros.
—Supongo que todo empezó cuando Andries Cloete, el padre de la pequeña Annika, acudió a verme semioficialmente para presentar una queja contra Sarel. Como muchos de los jóvenes de la zona, había intentado ligarse a Annika antes de que ella se casara, pero descubrió que no era de esas. Durante un tiempo les dio mucho la lata: siempre aparecía por casa de los Cloete cuando debería estar de patrulla, incluso por la noche.
Y a la chica le hacía tantos regalos que provocaba vergüenza ajena. Al final, Andries Cloete le dijo que ya no era bienvenido a su casa y que dejara de molestar a su hija. Y pareció que se había solucionado todo. Entonces llegó la noticia del compromiso de Annika. ¡Dios mío, fue terrible! Suzman se puso como… bueno, odia a todo aquel que no sea afrikáner y el Partido Nacionalista es una peste, pero los niños de papá anglófonos de colegio privado… ¡Uf! Pasó tres horas en el bar del Hotel Royal de Nkosala, y luego se fue a casa de los Cloete, donde entró sin más —ni llamó a la puerta, como si fuera a hacer una redada entre cafres— y dijo que había ido a salvar a Annika haciéndole una oferta formal de matrimonio. ¡Lo había escrito todo en la parte de atrás de la carta del bar! De la sorpresa, se quedaron todos sentados con la boca abierta. Él se puso a hablar de pureza racial, de la necesidad de honrar a la nación bóer en pensamiento y obra, de que casarse con alguien de sangre contaminada como el joven Gillets, que era medio judío, era tan malo como acostarse con un cafre blanco, y cosas mucho peores. Por fin, Andries lo interrumpió y le dijo: «Sargento, dígame, ¿por qué cree que es usted mejor? Cuéntenos qué formación académica ha recibido, cuáles son sus planes de futuro y… ah, sí, cuál fue la última dirección conocida de su padre». En ese sentido, Cloete fue igual de cruel: hirió a Suzman con sus palabras y cuando éste arremetió contra él, le pegó un puñetazo en el estómago, tan fuerte que toda la cerveza que Suzman había estado bebiendo en el Roy al se le escapó pierna abajo en forma de orina. Andries adujo que le dijo entonces: «¿Y ahora quién es peor que un cafre? En el ingenio trabajo con negros sin ningún tipo de preparación que nunca han hecho nada parecido. ¡Vamos, hombre, fuera de mi casa!». Luego me avisaron porque esperaban que hubiera problemas, pero no, no ocurrió nada. Parece que Suzman se fue directo a su casa y aunque al día siguiente su madre llamó para decir que estaba enfermo, al otro ya había vuelto. Yo no dije nada y él no dijo nada. Se limitó a hacer su trabajo, mucho mejor que antes, eso sí, y yo pensé: «¡Bien, ha aprendido la lección, y es lo bastante hombre como para admitirlo a su manera!». Ni por un momento me di cuenta de que planeaba semejante venganza por la vergüenza sufrida.
—¿Y le sorprende? —preguntó Kramer, con la esperanza de hacer algo que calmase el estado del jefe de la comisaría, cada vez más agitado—. Cuando los Cloete murieron, debió de parecer algo fortuito, una de esas decisiones de Dios.
—¡Tonterías! —ladró Terblanche—. ¡Cualquier idiota vería que aquel accidente era cosa del demonio! A Dios acudo cuando quiero venganza.
«Véase el caso de la pequeña Annika», pensó Kramer, muy alerta al percibir la temeridad de la juventud en el jefe de la comisaría, quien probablemente había sido el más ardiente enamorado de Annika desde su pubertad. Eso sí, inconscientemente.