XXXIII

KRAMER Y ZONDI estuvieron a punto de colisionar en la puerta de la cocina y dijeron a la vez:

—¡Es Suzman!

—¡Vaya! ¿Cómo lo has sabido?

—Por la bomba de relojería, jefe. El…

—Me lo cuentas luego —dijo Kramer—. Antes será mejor que salgamos pitando de aquí sin armar jaleo y…

El estridente grito pidiendo ayuda procedía de los habitáculos de los criados.

Zondi se dio la vuelta y salió corriendo con Kramer pisándole los talones, y ambos llegaron en el momento justo en que la señora Suzman lanzaba otro golpe salvaje con su bastón. La criada, que también intentaba librarse del perro, se encontraba acorralada en un rincón de su cuarto y al moverse, frenética, tropezaba con la carriola plegable.

—¡Sácame de aquí! ¡Sácame de aquí! —suplicaba en inglés—. Por favor, enciérrame en algún lugar en el que pueda estar a salvo.

—Gracias, señora —dijo Kramer, arrebatándole el bastón a la señora Suzman—. Sargento, arresta a esa ladrona y métela en el coche.

—¡Por fin! —exclamó la señora Suzman, conteniendo al perro—. Pero ¿por qué ha tenido que ser una anciana quien haya forzado la confesión? ¿Qué pasa con la Policía? ¿Es que son todos mariquitas e invertidos? Eso mismo es lo que siempre le pregunto a Sarel.

Zondi se llevó a la criada como pudo, aún sollozante, y Kramer tiró el bastón sobre la cama, muy consciente de que aquella vieja bruja borracha podría causar más problemas ahora, a la vista de su demoledor descubrimiento.

—No paré de decirle al blando de mi hijo: «Arréstala, hombre», pero él no me hizo caso.

—Señora ¿sabe una cosa? —observó Kramer, paseando la mirada por la habitación y fijándose en las gruesas rejas sobre la única ventana alta, junto al techo de la pared del fondo, y en la resistente cerradura de la puerta, en la que la criada había dejado su llave—. Este lugar se ve muy vacío sin un teléfono.

La señora Suzman pestañeó.

—¿Cómo ha dicho? —preguntó divertida e incapaz de creérselo—. ¿Teléfono en la habitación de un cafre? Dígame ¿quién ha oído hablar de un cafre que pueda querer…

—No estaba pensando tanto en los cafres como en una forma de vida aún más rastrera —respondió Kramer, mientras salía del cubículo de la criada y la dejaba dentro, encerrada con llave.

—OIGA, JEFE —empezó Zondi mientras el Chevrolet se alejaba disparado del bordillo—. ¿Y si los vecinos…?

—De momento no ha aparecido ninguno, a pesar del jaleo que ha montado la mujer. ¿No crees que estarán más que acostumbrados a oírla desvariar y considerarán más conveniente no hacerle caso?

—Sí, es verdad, teniente. Aunque la criada me contó que…

—Por cierto ¿dónde está?

—Le di dinero para el autobús y le dije que mientras tanto fuese a esconderse a casa de su padre en la reserva. Es que sabe demasiado.

—No tanto como yo —dijo Kramer sombrío, rebuscando en el bolsillo de su chaqueta—. Toma, míralas, pero asegúrate de tocarlas sólo por los bordes.

Y le pasó un pequeño paquete que resultó contener cinco fotos, envueltas en un dibujo calcado de lo más grosero. En cuanto Zondi vio la primera de las fotos, se enderezó de golpe en el asiento.

—Pero es la foto del jefe Cloete y de su mujer, muertos en el accidente del Renault, totalmente garabateada. ¿Qué clase de odio es este?

—Tendremos que preguntárselo a Suzman. La siguiente foto muestra a Fourie…

—¡Sí, sí, sí! Pero aquí sólo ha pintarrajeado al hombre.

—Ya. Y fue el único que murió.

—¿Y estos dos jóvenes, teniente?

Kramer, que se dirigía a la comisaría de Jafini pisando a fondo, desvió la mirada de la carretera durante una fracción de segundo.

—Esa es la pequeña Annika en bikini —dijo—. Reconocería la hermosa curva de ese trasero en cualquier parte. La mano también es la suya, y la oreja, con el pendiente. El tipo de las aletas que la lleva en brazos es…

—¿El jefe Gillets?

—Sí. ¿Qué más te llama la atención en esa foto?

—Que los tachones los cubren a los dos. ¿El plan era matar al marido junto con la esposa?

—Sí, a mí me parece que Gillets se libró por suerte aquella noche —respondió Kramer, girando a la derecha en la calle principal.

Zondi frunció el ceño mientras examinaba las dos fotos restantes sin perder detalle. En cada una aparecía una pareja feliz, en bañador en la playa, y las dos habían sido atacadas con tanta violencia que la punta del bolígrafo había rasgado la emulsión.

—¿Sabe quienes son estos hombres y mujeres, jefe? —preguntó mientras el Chevrolet se detenía en el patio, junto al Land Rover de Terblanche—. ¿Más víctimas?

—Kritzinger no hizo alusión a cuántos más asesinatos creía que se habían cometido —le recordó Kramer—. O puede ser que a esas parejas aún no les haya llegado el turno. ¿Quién sabe? Será mejor que intentemos identificarlas lo antes posible, por si aún estamos a tiempo de hacer algo.

—Sí, sí.

—También he afanado el resto de la colección del cabrón ese —informó Kramer, sacando dos Lucky Strike y encendiéndolos—, pero no nos sirven de nada. Son varias fotos como las que había en el mismo carrete del lugar del crimen de Kritzinger: mujeres desconocidas tomando el sol en la playa, ya sabes, entrepiernas y tetas grandes, siempre de fondo. Toma, para ti.

—Gracias, jefe —dijo Zondi, dándole una profunda calada al pitillo en cuanto lo cogió.

—También hay otro grupo de fotos que parecen haber sido tomadas en distintos momentos desde los arbustos que hay detrás de la choza del cocinero, en las que se ve a Annika Cloete haciendo distintas cosas, como si el chalado ese la hubiese espiado a conciencia: una especie de mirón armado con una cámara.

—¿No hay más parejas?

—No. ¿Crees que sigue una conducta establecida?

Zondi asintió.

—¿Y no hay ninguna foto del jefe Kritzinger?

—No, y he mirado a fondo para ver si la señora Kritzinger aparecía en alguna y eso me ayudaba a encontrar a un tipo que encajase con la descripción de su marido. Pero nada. Tampoco hay más fotos con tachones.

—Eso no encaja con su conducta establecida, jefe —dijo Zondi, haciendo un aro de humo—. Podría significar que por fin tenemos pruebas de que el jefe Kritzinger fue víctima accidental de esa explosión.

—¿Sabes una cosa, Mickey? Podrías tener razón. Por eso Suzman se dejó llevar por el pánico e intentó liar lo más posible las pruebas originales. Luego consiguió que el coronel mantuviese a raya a los perros, mintiendo acerca de la reputación de Maaties, contando cualquier cosa para evitar las consecuencias que él tan bien conocía.

—¿Qué perros, teniente?

—Ya sabes: unos cabrones más duros y listos que tú y que yo, hijo mío, ¡detectives de verdad! De los que envían desde la Brigada de Homicidios de Johannesburgo cuando hay problemas serios, algo demasiado personal o inaceptable. Unos tipos enormes que llegan, te agarran por el cuello, te aplastan contra la pared y…

Zondi se rió.

—¿Crees que es una broma? Pues el pasado octubre fueron a Bloemfontein para ayudar a buscar a un blanco que había violado a la hija de su criado. La niña tenía siete años. Tres días después se marcharon, y una semana más tarde encontramos al cabrón. El forense dijo que, como le habían cauterizado los vasos sanguíneos con un soplete, el tipo no había muerto desangrado, sino que se había ahogado con su propia polla, muy lentamente.

—¡Uf!

—Sí, no se andan con tonterías, y Suzman debía saberlo. Lo que más odian es al policía que perjudica a otro policía, sin importar si tiene motivos para hacerlo o no.

—Entonces, teniente, tal vez deberíamos estar muy seguros de que no vamos a cometer un error, ¿no le parece? —preguntó Zondi, arqueando una ceja—. ¿Son sólidas nuestras pruebas? Puede que el jefe Suzman fuese muy amigo de esas parejas a las que les había hecho fotos, y que al morir el hombre se sintiera tan mal que cogiera un bolígrafo y…

—¡Ah, no! ¿Qué es esto? ¿Me vas a contar un cuento?

Zondi se rió.

—No, jefe, ha sido un chiste malo, pero hay algo que me preocupa un poco, y es…

—Oye —interrumpió Kramer—, aún no me has contado qué descubriste en casa de los Suzman.

—Que durante el fin de semana desapareció un pequeño despertador de viaje, algo de lo que culparon a la criada, y que anoche el jefe Suzman regresó con la ropa muy sucia, que obviamente había intentado limpiar un poco antes de echarla al cesto de la colada.

—Después de que lo hicieras rebozarse en el barro por culpa de tu mala puntería. Sí, encaja. Además, ayer, mientras preparaba mi trampa, fue Suzman quien vino a meter las narices continuamente, a ver si se enteraba de algo, haciendo preguntas y demás. ¡No sé cómo no me di cuenta!

—Pero, jefe, volviendo a lo que le decía antes, hay una cosa que me tiene muy preocupado: ¿el jefe Suzman es lo bastante listo como para fabricar una bomba de relojería? ¿Y de dónde sacó la dinamita sin que…?

—Sí —dijo Kramer—, esa sí que es una buena pregunta, Mickey.

—Verá, teniente, aunque…

—¡Ya sé! —Kramer pegó un grito mientras abría de golpe la puerta del coche—. ¿Quieres quedarte totalmente asombrado y alucinado? Pues sígueme.

PERO HANS TERBLANCHE eligió ese mismo momento para detener a Kramer y a Zondi en su carrera hacia el interior de la comisaría, bloqueando el pasillo con su bondadosa e inútil presencia.

—¡Tromp! —exclamó sonriente—. ¡Qué buenas noticias! Nuestro amigo Stoffel de Mabata podrá salir del hospital mañana a primera hora de la mañana. Los milagros de la medicina moderna son asombrosos.

—Hans —dijo Kramer—, ¿no tiene por ahí ninguna revista del Reader’s Digest con la que entretenerse un rato y dejarnos trabajar?

Terblanche, mirando a Zondi, se indignó claramente.

—Tromp, no es así como me gusta que…

—No pretendía ofenderle, Hans, pero es que no tengo tiempo que perder. ¿Tiene la llave del armario de las pruebas?

—Sí, aquí está, pero…

Kramer cogió la llave y corrió hacia el final del pasillo, y antes de que Zondi y Terblanche lo alcanzasen, ya tenía el candado abierto. Luego abrió el armario y su mano derecha se dirigió con seguridad a un estante en concreto. Desapareció bajo una pila de ropa recuperada, tanteó, hurgó durante uno o dos segundos y volvió a salir, agarrando el paquete etiquetado como «Compañía Extractora Umfolosi».

—Pero, teniente —se arriesgó Zondi, con una cautelosa mirada de soslayo a Terblanche—, en esa etiqueta pone que hay doce cartuchos, y con sólo una mirada queda claro que ahí hay doce cartuchos.

—Escucha y ya verás como no todos hacen el mismo ruido —respondió Kramer.

—¡Cielos! ¿No pretenderá encender esos?… —empezó Terblanche, reculando instintivamente.

—Tranquilo, Hans, dejaremos los fuegos artificiales para más tarde.

Luego, uno a uno, fue golpeando cada cartucho contra uno de los estantes del armario. Seis hicieron un ruido sordo; los demás el golpe claro de madera contra madera.

—¡Mira, pedazos del mango de una escoba, Mickey! —exclamó Kramer, arrancándole el papel a uno de ellos—. Además, fíjate que no es el mismo papel que se usa para la dinamita. Es papel de estraza normal, embadurnado con algo que podría ser mantequilla para darle ese aspecto engrasado y traslúcido. —Olfateó el envoltorio y añadió—: ¡Es mantequilla, claro que sí! Nada de filigranas.

—Han sustituido seis cartuchos, teniente —murmuró Zondi—. Uno menos de los que, según el jefe Dorf, se utilizaron para volar la casa de Fynn’s Creek.

—¡Nadie es perfecto! —soltó Kramer.

TERBLANCHE LANZÓ UN BUFIDO y dijo:

—¿De qué va esto exactamente? ¿Cuánto tiempo más me va a tener desinformado?

—Verá, Hans —dijo Kramer girándose hacia él—, tengo muchas cosas que contarle, pero antes ¿tiene alguna idea de dónde está Sarel Suzman?

—En Mabata, por supuesto. Creí que ya se lo había dicho.

—Pero ¿sigue allí?

—Desde luego.

—La verdad es que necesito hablar enseguida con el bueno de Sarel, en persona, claro, pero agradecería que él no supiera que voy hacia allí.

—¿Por qué? —lo desafió Terblanche inesperadamente.

—Eso también se lo explicaré más adelante, cuado haya…

—Lo siento, pero no me vale, teniente —dijo Terblanche, la voz cada vez más dura, como nunca antes le había hablado—. También creo que va siendo hora de que su mozo se una a los bantúes de la Brigada ¿no le parece? Tal vez allí encuentre algo útil que hacer.

—Ya lo has oído, cafre —intervino Kramer.