XXXII

LO CURIOSO FUE QUE LA MADRE de Suzman parecía seguir estando desenfocada cuando respondió al furioso ladrar de su Yorkshire terrier a lo largo de toda la verja, que dio comienzo tan pronto Kramer y Zondi pusieron un pie fuera del coche. Al principio la ilusión dependía menos de la vista que del oído, ya que la mujer hablaba arrastrando las palabras. Pero cuando se acercó, con el aliento apestando a ginebra, el efecto que la bebida ejercía sobre sus rasgos, difuminándolos, se hizo claramente visible.

—¿Qué demonios quieren? —exigió saber, intentando acertar entre los ojos de Kramer con la punta de su tembloroso bastón—. Será mejor que se ande con cuidado, ¡mi hijo es policía!

—Ya, nosotros también somos policías, señora Suzman —respondió Kramer, mostrándole su tarjeta identificativa—. Hace años que conozco al bueno de Sarel.

—¿Ah, sí? —dijo ella, devolviendo el bastón a su posición perpendicular, justo a tiempo de evitar caerse de bruces—. Pues no le había visto antes.

—Soy de la Brigada de Investigación Criminal. Sustituyo al pobre Maaties.

—Sarel no me lo había dicho. ¡Ese hijo mío se merece una buena paliza! Me oculta tantos secretos. Si su padre estuviera…

—¿Secretos? ¿Como cuáles?

—Se cree muy listo, pero yo me entero. Oh, sí, yo me entero de todo. Tengo ojos en la nuca.

Kramer se esforzó por no intercambiar miradas con Zondi y se arriesgó con una jugada desconcertante realizada en el mejor inglés que era capaz de hablar, para que ella no lo entendiera:

—Colega, dale que pensar con una investigación relacionada con las posesiones personales de…

—¡Oiga! —interrumpió la Sra. Suzman, volviendo a levantar el bastón y perdiendo la estabilidad como un trípode que se ha quedado sin una pata—. ¿A qué ha venido eso? ¿No puede hablar en cristiano para que todos…?

—Lo siento, señora —se disculpó Kramer—. Ya sabe cómo son los cafres, y a este desgraciado lo educaron en una misión, así que es el doble de tonto. Pero me gustaría que interrogase a su criada en su habitación, si a usted le parece bien.

—¡Esa condenada! Sarel ya lo ha intentado, pero yo sigo diciendo que es una ladrona.

—¿Y cuál de estos no lo es? —preguntó Kramer, ganándosela por goleada.

ZONDI HABRÍA TENIDO PROBLEMAS para mantenerse serio si no se hubiese fijado, en el momento mismo en que vio a Miriam Dinizulu, la joven criada de los Suzman, en el cardenal azul oscuro sobre la pigmentación lustrosa y hermosamente oscura de su mejilla izquierda. A juzgar por su forma, había sido causado por un golpe del revés propinado con una fuerza considerable.

—¡Escúchame, hermana! —vociferó, amenazándola con el puño en su pequeño cuarto casi vacío en la parte trasera de la propiedad—. ¿Entiende tu jefa la lengua de nuestro pueblo?

La respuesta fue una negación rotunda y asustada con la cabeza.

—Bien, entonces seguiré usándola, y tú harás como que tiemblas ante cada una de mis palabras, si sabes lo que te conviene.

Los ojos expresivos e increíblemente grandes de Miriam Dinizulu, llenos de sorpresa y desconcierto, se elevaron para cruzarse un instante con los suyos.

—Mi teniente y yo hemos venido —continuó Zondi, con un tono brusco y amenazador— a investigar un asunto que no tiene nada que ver contigo, hermosa joven, y esto es sólo fachada para mantener a esa estúpida mujer en tu habitación el mayor tiempo posible, de manera que podamos llevar a cabo dichas investigaciones.

Sabía que exponer los hechos tan claramente era arriesgado, pero su intuitiva confianza en Miriam Dinizulu resultó justificada. Con un repentino guiño y un continuo gimoteo, la chica cayó a sus pies, protegiendo la cabeza con sus brazos por si recibía algún golpe y exclamó:

—¡Sí! ¿Así, hermano? ¿No te parece que lo he hecho de maravilla?

Zondi retrocedió.

—Eso es, no permitas que esa desgraciada se pase de lista —aplaudió la Sra. Suzman—. Puedes patearla si quieres, chico. A nadie le va a importar.

—Apuesto a que a ti sí te importa, hermana. —Zondi ladró dirigiéndose a Miriam Dinizulu, mientras admiraba el ancho de sus caderas—. Así que, vamos, distráela. ¡Empieza a hablar! Recita la Biblia, dime todos los colores del ganado de tu padre, ¡lo que sea!

Miriam Dinizulu eligió contarle los colores de las cabras de su padre, debido a que era un hombre muy pobre, incluso para la reserva de nativos de Jafini. Luego, sollozando y desesperada, explicó que esperaba casarse bien algún día para poder exigir que, como dote, su padre recibiera al menos diez cabezas de las mejores vacas lecheras que un negro pueda poseer en Zululandia.

—¿Qué dice? ¿Qué dice? —exigió saber la Sra. Suzman, arrastrando hacia ella salvajemente por la correa a su terrier, que no paraba de ladrar y de intentar marcharse—. ¿Sigue negando que me ha robado? Pregúntale dónde está mi reloj, ¡vamos, pregúntaselo!

—En un minuto prometo a la señora decirlo —respondió Zondi, en un afrikáans entrecortado y confuso, mientras le guiñaba un ojo al teniente: la señal que había estado esperando.

KRAMER MURMURÓ ALGO acerca de ir a buscar las esposas y un látigo de piel de rinoceronte al coche, lo que le valió un brusco gesto de aprobación por parte de la señora Suzman, tan concentrada estaba en las ruidosas técnicas de interrogatorio utilizadas por Zondi, y se fue derecho al porche trasero de la casa, con la esperanza de encontrar abierta la puerta de la cocina.

Y lo estaba: de par en par. Kramer cruzó la impecable cocina en dos zancadas y se adentró en el pasillo principal de la casa, abrió una de las puertas al azar y tuvo esa suerte que solía dejarlo con mal cuerpo. Estaba claro que el dormitorio pequeño y poco iluminado que ocultaba era el de Sarel Suzman: su guerrera y sus pantalones de repuesto colgaban en una vieja percha planchadora, junto a un armario Victoriano, alto y con un espejo oval. Junto a la cómoda de caoba destacaba una foto de grupo, tomada el día de la graduación en la Academia de la Policía. Al lado de la cama, con su cabecero de madera y una colcha gris de chenilla, había una mesa con un cajón que no cerraba y una silla con el respaldo de madera y el asiento de cuero. Además, como a medio metro, se veía uno de esos palanganeros con la parte de arriba de mármol que en el siglo XIX sostenían una enorme jarra para el agua y un lavamanos.

La pulcritud de toda la habitación saltaba a la vista. La colcha descansaba sobre la cama en perfecta simetría; sobre el palanganero, el tarro de fijador, los dos cepillos del pelo y el peine, la jabonera y la toalla de manos verde habían sido colocados siguiendo un orden; al abrir el armario, lo primero que llamaba la atención era la metódica hilera de brillantes zapatos, dispuestos en formación.

«Así que la criada se ocupa de hacerle la habitación —pensó Kramer—, lo que significa que si ese diario anda por aquí, no lo tendrá donde ella pueda encontrarlo por casualidad cuando él no esté».

Se acercó a la mesa y abrió del todo el cajón para inspeccionar rápidamente su contenido, apoyando el pulgar en el centro de los papeles de Suzman y levantando sólo la esquina de cada documento para respetar el orden que ocupaban los unos en relación con los otros. Los papeles resultaron formar la predecible y aburrida colección de declaraciones de renta, certificados de propiedad del coche, resguardos de la pensión policial y cosas parecidas. La única excepción a la regla era un folleto turístico en papel cuché a todo color que estaba encima, lleno de sugerentes fotografías de chicas en la playa, divirtiéndose junto al mar de Ciudad del Cabo, en cuyo reverso incluía un cupón que Suzman había empezado a rellenar.

Kramer devolvía el cajón a su sitio cuando la luz de la ventana incidió sobre el folleto desde determinado ángulo y dejó a la vista una serie de muescas que lo hicieron detenerse y fijarse mejor. Eran las marcas que deja un lápiz cuando se usa para calcar la silueta de una imagen y grabarla en otra hoja de papel, y seguían el contorno de las dos chicas guapas que aparecían en la portada del folleto. Sin embargo, no habían calcado los bordes de los bañadores, lo cual por fuerza las convertiría en desnudos, y habían añadido varias formas geométricas —cuatro círculos y dos triángulos—, dejando claro que el toque final lo componían pezones y vello púbico.

«¡Mierda!», dijo Kramer.

Pero se sintió animado porque estaba totalmente seguro de que Suzman era la última persona que tiraría el diario de Annika Gillets, por lo que continuó su búsqueda con fuerzas renovadas.

Volvió al armario y, teniendo en cuenta que ni la señora Suzman ni la criada podían alcanzar la parte de arriba, allí fue donde tanteó primero, recorriendo con la mano todo el contorno de su superficie y luego el centro, pero nada. El interior del armario tampoco dio frutos, y lo mismo ocurrió con el cajón que tenía abajo y con todos los cajones de la cómoda.

Consciente de que el tiempo volaba y sin saber cuánto más lograría Zondi tener entretenida a la señora Suzman, Kramer empezó a buscar sin aplicar la lógica, fisgando en todos los rincones que se le ocurrían, tirándose al suelo incluso para ver si había algo oculto bajo la cama, entre el colchón y los muelles. Luego se dio la vuelta y examinó el suelo de madera, comprendiendo enseguida que aquella madera no era fácil de levantar para proporcionar un escondite, ya que estaba pegada al cemento y no dejaba ranuras.

«No, esto es una estupidez —murmuró Kramer, poniéndose se pie—. Si está escondido aquí, tiene que ser en un lugar de fácil acceso para él, pero que las mujeres no…».

Se giró para mirar al palanganero. La tapa de mármol tendría unos tres centímetros de grosor, por un metro de ancho y medio metro de fondo. A un hombre alto le costaría lo suyo levantarla; una mujer baja lucharía como loca sólo para moverla un poco, al no tener la misma fuerza ni poder hacer palanca. Además ¿por qué iba a querer hacer semejante cosa? Una buena pasada con un paño húmedo era más que suficiente.

Kramer vaciló un momento, sabiendo que debería comprobar desde la ventana de la cocina si Zondi aún tenía preocupada a la madre de Suzman. Luego decidió jugársela, pasó los cepillos y el resto de los útiles de aseo a la mesa, y agarró con fuerza la pesada losa de mármol.

—¡OYE, CHICO! —dijo la señora Suzman mientras se dirigía hacia la puerta del pequeño cuarto de Miriam Dinizulu—. Voy a buscar a tu jefe para que se ocupe de ti. Llevas siglos hablando y no me has contado nada.

—Sí, señora, por favor, no ir. Justo ahora criada empezar a informar a mí acerca reloj suyo.

—¿Ah, sí? ¿Y qué ha dicho?

—Será mejor que me cuentes algo de ese bendito reloj, hermana. —Zondi le gruñó a Miriam—. Ya nos ocuparemos luego de conocernos mejor.

—Continuamente me acusa de algún robo, hermano —dijo Miriam, gimoteando en la medida justa—. Dice que le robo su ginebra y algunas comidas que no recuerda haberse zampado ella porque está borracha.

—¿Siempre ha sido así?

—Dicen que empezó hará cosa de un año. Llevo poco tiempo trabajando para ella, así que no lo sé bien.

—¡El reloj! —ladró Zondi en afrikáans.

—Dice que me he llevado uno pequeño que se cierra como una caja, con una bisagra. Solía estar en el estante de arriba del armario donde almacena las cosas que usa poco, junto con sus viejas maletas, una plancha especial para los hoteles, y…

—¡Ya basta! —vociferó Zondi, y se dirigió a la señora Suzman—. La chica sigue negando saber dónde…

—¡Tonterías! Estaba allí, yo misma lo vi el domingo por la noche cuando fui a buscar una bombilla para mi lamparita de noche. Estaba en el estante de arriba. ¡El lunes había desaparecido! ¿Me oyes? Dile que quiero que me lo devuelva ahora mismo.

Zondi agarró a Miriam Dinizulu y la obligó a ponerse en pie.

—¡Me gusta tocarte, hermana! —le gritó—. ¡Tienes la piel tan suave y unos miembros tan flexibles!

—Y mi rodilla es fuerte y pega duro, hermano, si te atreves a pasarte conmigo —susurró Miriam.

—¿Qué ha dicho? Vamos, dímelo.

—Pronto, pronto mucho, señora, prometo —dijo Zondi, y a Miriam le preguntó—: El cardenal que tienes en la cara ¿te lo hicieron por lo del reloj?

Ella asintió.

—El jefe Suzman —siguió susurrando—. Su madre lo envió para sacarme la verdad a golpes. Después dijo que estaba seguro de que lo había perdido ella, como pierde tantas cosas, y que por eso no iban a despedirme. Dijo que su madre se olvidaría pronto, que no recordaba las cosas ocurridas una semana antes. Me sorprendió, aunque ya estoy buscando otro trabajo.

Entonces Zondi se volvió despacio hacia la señora Suzman, pero algo lo hizo detenerse, quedarse pensando y luego preguntarle otra vez a Miriam Dinizulu:

—¿Has dicho que te sorprendió que el jefe Suzman dejase estar el asunto?

—Sí, hermano. Ni siquiera había registrado mi habitación en busca del reloj. Sólo gritó, me pegó, y se conformó con que la cosa quedara olvidada. Me pareció raro tratándose de un policía blanco.

—¡Tienes razón! —convino Zondi, emocionado y ligeramente mareado al comprender las implicaciones de aquello—. Ese reloj que desapareció después del domingo por la noche, ¿parecía caro?

—No, era barato, hermano, muy barato, un despertador de sólo tres rubíes —dijo Miriam Dinizulu.

DESPUÉS DE RETIRAR LA PIEDRA, Kramer observó el hueco tallado en la madera del palanganero, ese que suele quedar oculto bajo la pesada losa de mármol pulido.

De un vistazo quedaba clara una cosa: la cavidad no contenía nada ni remotamente parecido a un cuaderno convertido en diario íntimo por una joven licenciosa. Pero eso ya no importaba.

Tampoco importaban los calcos que había a la izquierda, cubiertos por un dibujo, sacado de un fotograma, de Victor Mature y Susan Hayward abrazándose desnudos, al que torpemente le habían añadido tejido eréctil.

Lo que atrajo por completo la atención de Kramer hizo que el corazón le diese un vuelco, que apretara los puños y que le costase respirar, fue la colección de fotos dispersas, todas ellas tomadas con la misma clase de película usada en las fotos de Maaties Kritzinger, el detective muerto. La de arriba mostraba a una pareja joven y agradable, agarrada por los hombros y en bañador en lo que, obviamente, era una barbacoa celebrada en la playa, sonriendo a la cámara. Kramer supuso quién sería el hombre, pero no le resultó difícil, porque sentada a su lado, su pierna pegada a la de él sin que a ella le importase, estaba la viuda Fourie, tan feliz como él nunca la había visto.

Ella no podía saber que la foto acabaría con un violento y salvaje garabato a bolígrafo sobre el hombre que la acompañaba, tachándolo por completo, desgarrándolo bruscamente del abrazo de ella, y desgarrando también la superficie de la foto, haciendo que la línea agrietada acabase en una obscena y gruesa perforación.