XXXI

ZONDI, QUE SE HABÍA ADORMILADO al calor del sol de la tarde, con los pies apoyados en el escritorio de Kritzinger, pegó un bote de repente y miró desconcertado al umbral de la puerta, vacío.

—¿Teniente? —preguntó.

—Sí, estoy detrás de ti —dijo Kramer, hablando a través de la ventana que daba al patio—. Acabo de darte una orden: sal inmediatamente de ahí, nos vamos al coche.

—¡Sí, señor! —exclamó Zondi, saltando por la ventana y aterrizando perfectamente, con los talones juntos—. Detecto un tono apremiante en su voz.

—¿Ah, sí? Te prometo que tengo mis motivos, pero antes quiero encontrar un sitio donde podamos hablar sin que nadie venga a meter las narices.

—Pero, jefe…

—Sube al coche y cállate.

Zondi se recostó en su asiento, echó el sombrero hacia delante para que le tapara los ojos, y suspiró.

En el momento en el que el Chevrolet abandonaba la comisaría y se incorporaba a la carretera, Kramer redujo la velocidad un momento, se decidió y giró a la derecha. Pasado el almacén Bombay, se desvió a la izquierda, recorrió cinco manzanas y tomó el camino de entrada a la casa de la viuda Fourie. Allí llevó el coche a la parte de atrás y lo dejó sobre el césped. Dingaan, la iguana, desapareció de la vista, al igual que dos conejos blancos. Por lo demás, no había otras señales de vida, a pesar de que ya eran más de las cinco.

—Habrá llevado a toda la tribu a algún sitio —murmuró Kramer, apagando el motor—. Así es aún mejor.

Zondi se incorporó y miró a su alrededor.

—¿Ya puedo volver a hablar, teniente?

—Sí, vale —aceptó Kramer, aflojándose la corbata y desabotonándose el cuello de la camisa—. Pero prepárate para responder a la pregunta del millón.

—¿Cuál es?

—Dime: cuando Dios hizo a los cafres ¿les dio alma?

—¿Quiere decir como al hombre blanco?

—Por supuesto.

—Dios nunca haría algo tan horrible, teniente.

—Excelente —dijo Kramer—. A nadie le gusta incumplir una solemne promesa. Y ahora presta atención, cafre, y no se te ocurra interrumpirme hasta que haya terminado ¿me oyes?

A LOS VEINTE MINUTOS estaba todo tan tranquilo que Dingaan, la iguana, se atrevió a salir y se acercó a un rincón de su corral en el que había varios trozos de carne cubiertos de moscas. Los conejos ya habían salido y arrugaban sus rosados hocicos en dirección a ella, cual vecinos de clase alta que miran como un sin techo revuelve en los cubos de la basura.

—Pero jefe —murmuró Zondi, poniendo punto final a un prolongado silencio de reflexión—, siempre hemos pensando que el jefe Kritzinger había muerto por lo que sabía, y ahora nos dicen que fue por lo que hacía.

—¿No pudo ser una mezcla de ambas cosas? ¿No pudo haber intimado, digámoslo así, con Annika, la hija de los Cloete, debido a sus investigaciones sobre el accidente?

—Sin duda —aceptó Zondi—, pero lo que intento decir, basándome en lo que me acaba de contar, es lo siguiente: parece que ya no buscamos un asesino en Jafini, sino dos.

—A menos que Gillets también fuese responsable de la muerte de los Cloete.

—Lo siento, eso no me lo creo, con el debido respeto. Cierto, hay una conexión evidente entre el jefe Gillets y el jefe Cloete, lo admito, pero ¿en qué iban a beneficiarlo esas muertes? Sabemos que el jefe Cloete había bendecido su matrimonio, pues estaba empeñado en celebrarlo a lo grande. ¿Y qué pasa con el jefe Fourie, que también sufrió un extraño accidente? Esta tarde he intentado enterarme por Moses Khumalo si el jefe Gillets o su mujer lo conocían, pero no he conseguido establecer la relación. Ni siquiera sabemos si el jefe Gillets vio alguna vez a Fourie, así que ¿por qué iba a querer…? ¡Sí, ya entiendo!

—¿Qué entiendes, Mickey?

—Usted cree que el jefe Fourie pudo haber sido otro nombre en el cuaderno de la joven señora.

—¡Dios no lo quiera! —exclamó Kramer—. ¿Teniendo una esposa como la viuda esperándolo en casa? Ni se me había ocurrido.

Pero Zondi no quería soltar la presa.

—Tenía entendido que la esposa del jefe Fourie se encontraba a punto de dar a luz pocos meses antes de que él muriera. Tal vez llevase varias semanas sin poder acostarse con ella y buscase alivio con…

—¡No! Eso es una tontería. Estoy seguro.

—¿Totalmente seguro? —preguntó Zondi levantando una ceja—. ¿O está haciendo lo mismo que el jefe Suzman hizo el lunes por la noche? ¿Intentar proteger a la viuda del fallecido y a su familia de…?

—¡Eso es jugar sucio, cafre! —se quejó Kramer—. Y si tuviera ese diario te demostraría lo equivocado que estás.

—Sólo es una teoría, jefe.

—¿El qué? ¿Que Fourie murió por el mismo motivo que Kritzinger? ¿Te das cuenta de que has vuelto a cerrar el círculo y vuelves a pensar que todo es cosa de un único asesino?

—No del todo. ¿Qué pasa con el caso Cloete? A mí no me encaja.

—Ya. Si tenemos en cuenta los métodos utilizados en cada caso, volvemos a tener dos asesinos: uno utiliza «accidentes» y el otro es un poco más descarado. Una bomba de relojería no se puede tomar por un accidente.

—Ay, jefe, jefe —dijo Zondi y soltó un profundo suspiro—. Las cosas parecen tener sentido, pero al momento siguiente todo resulta contradictorio.

—Lo cual podría significar que estamos equivocados en todo ¿no?

Zondi asintió.

—¿Sabes qué estoy empezando a pensar? —continuó Kramer—. Que ya va siendo hora de dejar las suposiciones y las adivinanzas y encontrar a alguien que nos cante toda la verdad.

—Pero ¿cómo?

—Poniéndole la mano encima al maldito Gillets y obligándole a decirnos lo que hizo y lo que no.

—Buena idea, teniente. Pero ¿cómo…?

—Sí, esa es la otra pregunta del millón —admitió Kramer, y aceptó uno de los Texan que Zondi le ofrecía.

PERO NO PARECÍA CAPAZ de pensar en el problema como era debido: no lograba concentrarse. Seguía distrayéndolo la idea de que Pik Fourie pudiese haber sido uno de los amantes de la pequeña Annika. Por un lado —sobre todo por el bien de la viuda Fourie, aunque no sólo por eso—. Kramer rechazaba la idea de plano; por el otro, lo corroía la duda persistente, alimentada por el profundo cinismo que iba unido a su profesión. ¡Cómo deseaba haber podido ver el maldito diario para quedarse tranquilo! Porque de repente se dio cuenta de que lo que más temía en el mundo era que la viuda Fourie viera desbaratadas sus ilusiones por alguna revelación accidental, y que eso la hiciera perder su capacidad de volver a confiar en otro hombre, por siempre jamás. Antes de arriesgarse a que eso ocurriera, prefería matar a cualquiera que albergara semejante conocimiento, lo que lo llevó de nuevo a Gillets, con una mayor sensación de urgencia.

—Mickey, ¡al diablo con el coronel, con Claasens y con todos los demás! —le dijo—. Tenemos que encontrar la forma de llegar a Gillets sin perder más tiempo. ¿Te apuntas?

—Sí, teniente…

—No te veo muy contento ¿por qué?

—No, no, es por otra cosa —respondió Zondi encogiéndose de hombros—. Acabo de darme cuenta de que el encargado de la caldera pensará que soy un mentiroso. Le había prometido que si me lo contaba todo no sería procesado por el robo del cinturón y los zapatos. Pero si usted le ha revelado a…

—El encargado de la caldera no tiene de qué preocuparse.

—Pero ¿no le había dicho al jefe Claasens lo de la ropa? ¿Y que los zapatos…?

—No —respondió Kramer—. Por lo que a Claasens respecta, estudié con mucha atención las fotos que Suzman tomó en el lugar de los hechos y me fijé en cómo iba vestido el muerto, de la hebilla del cinturón hacia abajo. Claasens no estuvo en la playa, así que no creo que pille la broma.

—¿Qué broma?

—Ten, míralo tú mismo —dijo Kramer entregándole el sobre de Kodak.

Momentos después fue recompensado por una carcajada profunda y sonora, cuando Zondi descubrió los intestinos desparramados.

—¡Ya puede ir buscando la forma de perder estas fotos antes de que las vea el jefe Claasens!

—Supongo que podrían caérseme en cualquier sitio, sin querer —dijo Kramer mientras encendía el coche—. ¡Hombre, Mickey, no! No me digas que te has contagiado del gusto de tu primo por las mujeres blancas y viejas con bigote, ¿o es cosa de familia?

Arqueando la ceja, Zondi examinaba las tres fotos de la madre de Suzman.

—Además —continuó Kramer— la vieja bruja está desenfocada.

—Pero el fondo se ve perfectamente, jefe.

—Suzman no tiene ni idea de cómo usar una cámara.

—No sé, teniente… debo admitir que no está nada mal la joven señora de las caderas potentes.

—¿Dónde? —preguntó Kramer mientras le quitaba la foto—. No me había fijado en… ¡Serás desgraciado: se le ve todo debajo de la falda!

—Y en el fondo de esta otra, la joven señora se inclina hacia delante y sus grandes pechos quedan claramente a la…

—¡No mires más, cafre! No, está bien, puedes mirar la última: creo que la mujer se dio cuenta de lo que tramaba. ¿Ves como frunce el ceño tras las gafas de sol y mira hacia otro lado? Es increíble.

—Un desaprensivo.

—Sí, y espeluznante, también, que busque emociones de esta forma. Apuesto a que tiene un álbum especial para este tipo de fotos y que lo sujeta con una sola mano.

Zondi se rió.

—En serio —continuó Kramer, apagando de nuevo el motor—: me pregunto si Suzman se habrá deshecho realmente del diario. Creo que podría existir la posibilidad de que estuviese oculto en la biblioteca privada que esconde en el armario.

Asintiendo, Zondi extendió la mano para apagar su Texan en el cenicero del coche.

—Esos escondites existen, jefe. Cuando de pequeño serví en una casa, el cocinero me advirtió que no debía tocarlos nunca o el señor me mataría.

—Entonces ¿también crees que merece la pena investigarlo?

—Podría ser, aunque usted dijo que el jefe Claasens parecía totalmente seguro de que Suzman había destruido el…

—Sí, pero también fue Claasens el inocente que creyó que el encargado de la caldera había destruido todo lo que Kritzinger llevaba puesto. Se fía demasiado de lo que le dicen. Además, necesito ese cuaderno.

—Pero ¿cómo entramos en…?

—¿Se te da bien cabrear a los perros pequeños e infelices? —preguntó Kramer, girando la llave de contacto.

Abandonó la propiedad de la viuda Fourie marcha atrás, pegó un volantazo a la izquierda y salió disparado avenida Jacaranda arriba, a punto de atropellar a un gato negro que volvía corriendo a casa, seguramente para empaparse de supersticiones populares.

ENTERARSE DE LA DIRECCIÓN de un policía en un lugar tan pequeño como Jafini no suponía un problema. Bastaba con parar al primer cafre que pasara y preguntarle.

El bungalow de la confluencia entre la calle Trichard y el callejón Fynn resultó estar rodeado por una resistente verja de tela metálica, y sus dos entradas —la que daba al garaje y la de la puerta principal— estaban cerradas con llave. La casa resultaba igual de poco acogedora, con enormes rejas antirrobo en las ventanas, hechas de hierro forjado, pero demasiado coloniales y frívolas para encajar con el severo estilo del resto del edificio. El cartel de CUIDADO CON EL PERRO era tan grande que hasta un tigre de Bengala se daría humos, y los árboles escalables eran todos espinos, lo cual sugería que alguien tenía un sentido del humor bastante desagradable.

—¿Aún quiere que cabree al perro, teniente?

—Olvídalo —respondió Kramer—. Si no me falla la memoria, tienen una criada que vive dentro de la casa.

—Señora, debo hacerle unas preguntas rutinarias a su criada cafre, en relación con mis investigaciones.

—Sí. Y seguro que Mama Suzman, madre de un joven, honrado y excelente sargento de Policía, estará encantada de cooperar, hijo mío.