XXX

NIKO CLAASENS DUDÓ, miró hacia el teléfono de pared que estaba junto a la puerta como si prefiriera consultar lo adecuado de su próxima acción con un superior, y luego volvió a mirar a Kramer.

—Bien, hemos llegado demasiado lejos como para dar marcha atrás —le dijo—. O le cuento lo que ocurre, o corremos el riesgo de que provoque un daño irreparable sin quererlo.

—Ya ¿y?

—El tema es el siguiente, Tromp —explicó Claasens, sirviendo Nescafé en las dos tazas—: somos tres los que sabemos desde el principio lo ocurrido la noche de la explosión.

—Imposible.

—Pues es verdad. También sabemos quién lo hizo y por qué, casi con todo lujo de detalles.

—¿Quiere decir que he…? ¡Hay que ser cabrones!

—Comprendo que se sienta así. ¿A quién le gusta descubrir que lo han engañado por completo y que, además, lo han hecho los suyos? Pero como enseguida comprenderá, los motivos superaban cualquier factor personal y, de todos modos, usted ha jugado un papel primordial al darse cuenta de…

—¿Engañado? ¿Así es como lo llama? Es…

—Espere, antes escúcheme. Porque lo que los tres sabíamos no nos dejó alternativa. De haber procedido con normalidad en este asunto, sólo habríamos causado un daño irreparable a la memoria de Maaties, a su esposa y a sus inocentes hijos, y al Cuerpo de Policía, en esta época tan conflictiva. Por eso el coronel decidió que nuestro primer deber era asegurarnos de que no se produjera ningún escándalo, dejar que el caso quedase «sin resolver» de momento, y luego, a toro pasado, actuar por nuestra cuenta y hacer justicia en silencio.

—¿Qué escándalo? —quiso saber Kramer—. ¿Actuar cómo?

—Aplicando el castigo que merece un asesinato, Tromp. No se equivoque: ese canalla no quedará impune. Pero antes de que le diga su nombre, debe comprender que desde este momento forma parte del plan del coronel y que ninguno de nosotros debe hacer nada que lo ponga en peligro, ¿estamos de acuerdo? A Maaties y a Annika los mató Lance Gillets.

—¡No! Eso es ridículo.

—No lo es. Es la verdad.

—Pero Hans y yo ya lo hemos investigado, algo que obviamente ustedes no se han molestado en hacer. ¿O intenta decirme que ese niño de papá sabe fabricar un temporizador de demora superior a doce horas con un despertador? ¡No sabría ni por dónde empezar! Además, ya he demostrado que no podía encontrarse cerca de…

—¿No se fijó en que había un par de aletas en Fynn’s Creek?

—Claro. Pero ¿qué tienen que ver con…?

—Entonces es obvio que no les prestó demasiada atención —dijo Claasens, esbozando una ligera sonrisa— antes de que nos diésemos cuenta de nuestro descuido y las hiciéramos desaparecer. Porque si lo hubiese hecho, teniente, se habría dado cuenta de que pertenecían a la Armada. Gillets fue a una Academia de la Armada nada más salir del colegio para acabar de una vez por todas con su formación en las Fuerzas Armadas. Se formó como hombre rana.

—¡Mierda! —exclamó Kramer.

—Exacto. Aprendió prácticamente todo lo que se puede aprender sobre el uso y la detonación de explosivos, incluso a improvisar tras las líneas enemigas. Lo hemos comprobado. ¿Y qué es una mina lapa más que una especie de bomba de relojería? Se acopla al casco de un barco y…

—Sí, sí, no es necesario que me lo pase por las narices —dijo Kramer, totalmente asqueado al recordar que el jefe de Gillets también se había referido al pasado de éste en una escuela naval—. Pero ¿cómo puede estar seguro de que fue él quien lo hizo? Hay una gran diferencia entre saber hacer algo y…

—No se preocupe, nosotros…

—Pero ¿han interrogado al maldito Gillets, o lo han visto siquiera desde aquella noche? Porque yo sí, y mi instinto…

—Tromp —interrumpió Claasens, y apagó el hervidor— ¿cuántas veces se ha enfrentado a anglófonos ricos como él, teniendo en cuenta que usted procede del Estado Libre?

—Supongo que nunca, pero…

—Pues espere a conocerlos mejor antes de pensar que tiene algo en común con ellos en lo que basar sus sensaciones. Forman una raza aparte. ¿Sabe cómo llaman a un afrikáner como usted? Los amables usan la expresión «espalda peluda», pero Gillets diría «jodido corruptor de menores».

—Aun así —intervino Kramer—, me dio la impresión de…

—Escuche, compartiré con usted toda la historia, pero no debe contársela ni a un alma, nunca. ¿Me lo promete? Sólo el coronel, Suzman y yo debíamos saberlo.

—¿Y por qué no Terblanche?

—Hans se ha vuelto tan cristiano que no se le puede confiar ningún secreto. ¿Lo promete?

—TODO EMPEZÓ DESPUÉS de la medianoche, es decir en la madrugada del martes pasado —dijo Claasens, sirviendo el agua en las dos tazas—. Sarel había salido a patrullar y se encontraba a tres o cuatro millas al Norte de Fynn’s Creek, cuando se produjo la enorme explosión y vio el destello reflejado en una nube baja. Así supo enseguida hacia dónde debía dirigirse, y llegó a Fynn’s Creek sobre las doce y media.

—¿Cómo? Creí que se había quedado atrapado en la arena, al intentar tomar un atajo, y ya eran las cuatro cuando…

—No, no, a las cuatro fue cuando se marchó, después de ocuparse de un montón de cosas.

—¡Ah! —comentó Kramer— así que eso fue lo que dejó sin festín a los cocodrilos.

—¿Disculpe?

—No, no, no es importante. Siga.

—Sí, bueno, Sarel llegó hasta allí y ya se imaginará la impresión que sufrió al ver todo aquello hecho pedazos. Pero aún faltaba la mayor sorpresa de todas: a la luz de sus faros vio al pobre Maaties muerto. Y eso no era todo: estaba tan desnudo como el día que vino al mundo. Sí, únicamente llevaba su pistola. Y a sólo cinco metros estaba el dormitorio de la ninfómana más grande que Zululandia haya pari…

—¿Cinco metros?

—Eso es. Sarel las pasó canutas para darle un cariz diferente a la historia. ¿Imagina a un padre de cuatro hijos, oficial del Cuerpo de Policía, encontrado en semejante situación?

Y eso sin tener en cuenta que Maaties siempre había sido uno de los preferidos del coronel. Pero Sarel no encontraba la ropa de Maaties por ningún sitio: era imposible. Había pequeños incendios por todas partes, no sabía de cuánto tiempo disponía hasta que llegara más gente, la ropa de Gillets que había por allí no le servía porque le quedaba pequeña y por eso… bueno, esa parte ya la ha adivinado ¿no? La decisión más difícil de todas las que tomó fue la de alejar el cuerpo otros veinte metros, y al coronel casi le dio un infarto cuando se enteró, pero yo le dije que no se preocupara, que el doctor sería incapaz de darse cuenta, sobre todo si yo le facilitaba los libros adecuados y…

—Usted se ocupó antes del cuerpo ¿verdad? —preguntó Kramer—. Igual que se ocupó de los órganos digestivos y generativos de la mujer, para asegurarse de que los demás no supiéramos qué había comido y qué había hecho justo antes de la explosión.

—Caramba —dijo Claasens con suavidad, otra vez mirándolo receloso al darse la vuelta con una taza de café en cada mano—, ya veo que esta conversación era muy necesaria. Tenga, para usted. Tiene ahí el azúcar.

—Gracias. —Kramer aceptó la taza—. Continúe. A Sarel no pudo llevarle hasta las cuatro hacer sólo lo que usted acaba de contarme.

—Los ajustes iniciales no, pero le faltaba por encontrar la pistolera de Maaties. Al ver que no aparecía nadie, siguió buscándola. Entonces fue cuando se llevó la siguiente sorpresa. —Claasens se detuvo para darle un sorbo al café.

—¿Ah, sí?

—La luz de su linterna empezaba a debilitarse, pero captó el destello de algo cromado, como el remache de una pistolera. Pero no, era esa cosa que hay en el centro de los gramófonos, en la que se encaja el agujero de los discos. Annika tenía un viejo modelo de cuerda porque allí no hay electricidad y…

—Sí, sí, lo vi entre los restos, destrozado y con la caja de madera rota. Ella había colgado algunas fotos en el interior de la tapa. ¿No eran de ese condenado Cliff Richards, que puso en jaque a nuestros perros policías en Durban?

—Ese mismo —confirmó Clarens—, pero cuando Sarel lo encontró, lo primero que le llamó la atención fue que ¿sabe esa cosa parecida a una trompeta que tienen encima los gramófonos?

Kramer asintió.

—Pues medio saliendo de ella había un cuaderno blando enrollado, de esos que usan los escolares, como si alguien hubiese querido esconderlo. ¡Y no era mal sitio! Sólo hay que retirar tres tornillos pequeños y luego…

—Sí, sí, pero ¿qué era? ¿Un diario?

—Sarel nunca había visto nada parecido. Dijo que los pensamientos de Annika eran peores que los de cualquier hombre, mucho peores. Algunas partes eran tan obscenas —por ejemplo, ella decía que no le importaba el largo, sólo el diámetro— que se le pusieron los pelos de punta. Le echó un vistazo rápido y se dio cuenta de que empezaban a aparecer referencias a un tal «Martinus», que era el nombre de pila de Maaties, y eso lo impresionó aún más. Pero era ya tan tarde, casi las cuatro, que no quiso perder más tiempo en leerlo, por si Hans o Jaapie aparecían y lo pillaban, de manera que se concentró en las últimas anotaciones de ella: decían que estaba segura de que Gillets sabía lo que pasaba entre Maaties y ella cada vez que tenía que irse, pero que en realidad la idea le gustaba, que eso era lo que lo ponía más caliente cuando regresaba a casa. Sí, parece ser que le daba permiso al criado, la desnudaba y la olisqueaba en busca del rastro de Maaties, como si fuera un maldito animal. La llamaba zorra en celo y le decía que necesitaba que le recordaran quién era su amo. ¿Se acuerda del cardenal que tenía en el brazo?

—Sí —respondió Kramer— y de lo violento que se puso usted. Pero Martinus es un nombre bastante común, ¿hasta qué punto puede estar seguro de que se refería a…?

—Me temo que estoy completamente seguro —suspiró Claasens—. Al final, en la última página, ella se preguntaba si no habría puesto demasiado celoso a su marido. Y decía que quizás tendría que advertir a Maaties de que Gillets había empezado a decir cosas muy raras, como que sus días de «tontear con determinado poli» estaban contados. Se supone que al final no le dijo nada, porque si no Maaties no habría estado allí la otra noche.

Kramer se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? A lo mejor le iban las emociones fuertes… era siempre tan perfecto. ¿Suzman no reconoció ningún otro nombre?

—No, como ya le he dicho, no miró…

—¿Y dónde está ahora el diario? ¿Sería posible…

—Hombre, una cosa así no se puede conservar ¿y si cae en malas manos? Además, nunca se iba a necesitar como prueba.

No, lógicamente, tan pronto se enteró de su existencia, el coronel le ordenó a Sarel que lo destruyera.

—¿Nos hemos quedado sin él? —preguntó Kramer, experimentando una sensación de alivio que no se esperaba.

—Ya no existe, teniente —confirmó Claasens—. En cuanto Sarel le pasó la investigación a Hans, regresó a su casa, en lugar de a comisaría, donde alguien podría haberlo oído, y llamó al coronel. Justo después, el diario acabó en la cocina de su madre, que es de las de leña.

Kramer asintió.

—¿Y entonces lo liaron a usted, un viejo amigo de fiar, para que manipulase las autopsias?

Claasens sonrió.

—Más o menos, teniente —reconoció—, pero no nos guarde rencor. Ahora entenderá que ha jugado usted un papel muy importante, aunque sólo fuera necesario para cubrir las apariencias. Y lo cierto es que aún no ha terminado. ¿Se le ocurre la forma de quedarse por aquí unas semanas más? Porque no creo que podamos decir que el caso queda sin resolver antes de eso.

—Siempre es posible encontrar la forma de matar el tiempo —dijo Kramer, totalmente decidido de repente a no irse de Jafini antes de haber conocido mejor a la viuda Fourie—. ¿Y si ayudo a detener al violador de la misión que mi cafre anda buscando?

—Es la solución perfecta —animó Claasens—. Le diré al coronel que a partir de ahora se dejará usted de travesuras.

«Pues yo espero que no», pensó Kramer.