NO TE LO VAS A CREER —dijo Kramer, con semejante cacao en la cabeza que hasta le costaba hablar—, pero son los zapatos que le robaron al cocinero la noche de la explosión.
—¿Los de Moses Khumalo?
—Los mismos, Mickey. Te lo juro.
Zondi negó:
—No, jefe. No tiene sentido.
—¡A la mierda el sentido! Es la verdad.
Zondi volvió a negar con la cabeza y Kramer se puso furioso.
—A ver, cafre, ¿qué otra cosa dijiste que habías traído?
—Un cinturón.
—Bien. ¿Me has visto mirar en la bolsa?
—No, usted no ha mirado el interior de la bolsa.
—Pues cógela. —Y Kramer se la entregó—. Te diré lo que hay dentro: un cinturón negro por fuera y gris por dentro que tiene una hebilla con una estrella de cinco puntas.
Zondi sacó el cinturón de la bolsa, lo miró y soltó un silbido de admiración.
—¿Me equivoco?
—En absoluto, jefe. ¿Cómo lo sabía?
—Porque recuerdo la descripción que hizo Cassius de la ropa robada al cocinero, por eso.
—Pero, jefe —empezó Zondi dudoso, con el ceño fruncido—, ¿eso significa que usted cree que el jefe Kritzinger llegó al depósito de Nkosala vestido con la ropa de otro hombre, de un bantú, en lugar de con la suya?
—Tuvo que ser así.
—¿Y si el encargado de la caldera se confundió con la ropa de algún ladrón muerto y…?
—Imposible. Allí no había más fiambres recientes.
—Es que las consecuencias de todo esto pueden ser terribles, jefe.
—Tienes razón —aceptó Kramer—. Será mejor que lo comprobemos bien antes de seguir adelante.
CONSIGUIÓ LLEGAR A NKOSALA bastante pronto, después de algunas maniobras que seguramente dejaron a los demás conductores blancos como el papel, temblorosos y pensando en el más allá. El cartel de BIENVENIDOS A NKOSALA, más que desdibujarse al pasar, pareció esconderse a toda prisa.
«Calma, hombre, calma», Kramer se dijo a sí mismo, pisando el freno al acercarse al hospital.
Entonces, por el rabillo del ojo vio a Terblanche, apoyado contra su Land Rover de la Policía, en la parte de atrás de los pabellones blancos, leyendo el periódico, y tuvo una idea de repente. Giró a la izquierda, pasó por encima del césped, y se detuvo en seco frente al jefe de la comisaría.
—¡Tromp! —dijo Terblanche—. ¿Qué le trae por aquí?
—Muchas cosas —respondió Kramer sin bajarse del coche—. Pero ¿recuerda las fotos que Suzman le hizo a Maaties in situ, en Fynn’s Creek? Quiero saber dónde puedo hacerme con ellas y…
—Es curioso que lo pregunte —interrumpió Terblanche, encantado consigo mismo—: no hace ni cinco minutos, cuando fui a comprar el periódico, las recogí en la tienda donde Sarel las había dejado para revelar.
—Démelas. —Y Kramer sacó la mano por la ventanilla.
—Enseguida —dijo Terblanche, pero se sentó en el morro del Chevrolet antes de pasarle un sobre de Kodak en el que se leía «Policía de Jafini. Urgente»—. Espero que estén bien. Aún no he tenido el valor de mirarlas.
—¿Cómo está nuestro amigo de Mabata? —preguntó Kramer, abriendo el sobre—. ¿Van a retener a Stoffel en el hospital?
—Estoy esperando a ver qué dicen, pero no soporto el olor de esos lugares y el doctor Mackenzie aún no ha terminado de hacerle pruebas.
—Ya —murmuró Kramer sin escuchar.
Había empezado a mirar las doce fotografías tomadas con la cámara de Suzman. Encima de todo había tres fotos en las que aparecía una vieja bruja de mirada torva, en una tumbona de una playa llena de gente, usando una mano como sombrilla sobre los ojos y la otra para sujetar con fuerza la correa de un pequeño perro mestizo que se encogía a su lado.
—Estas son personales, de Sarel. Es que tenía puesto uno de sus carretes ya empezado —explicó Terblanche—. Seguramente intentaba hacerle una foto a su madre sonriendo, pero ella no quería. Qué típico.
Y se rió.
Kramer las guardó en el sobre y extendió las otras como si fueran una mano de póquer.
—Su madre es una auténtica bruja —continuó Terblanche—. Recuerdo cuando su cocinera metió clandestinamente a su hijo pequeño en su cuarto porque estaba enfermo y quería cuidarlo. Entonces la madre de…
—Hans ¿podría callarse un segundo?
—Perdone, Tromp, lo siento. ¿Busca algo en especial?
Kramer no le hizo caso y siguió examinando las fotos una a una, depositándolas en su regazo. Eran la típica cagada de aficionado. Dos no estaban enfocadas, tres mostraban la sombra de Suzman cayendo sobre el cuerpo de Kritzinger, lo que ocultaba los detalles, y todas tenían demasiado contraste, así que resultaba imposible distinguir ciertas formas o adivinar el color de las cosas, por ejemplo, de la chaqueta. Aun así, si hubiesen sido los de Huellas los encargados de hacer las fotos, el resultado podría haber sido igualmente decepcionante: el medio cubo de tripas desparramadas sobre el cuerpo bastaba para ocultar cualquier hebilla de cinturón.
—Bueno —dijo por fin, guardando las fotos en el sobre y éste en su bolsillo—, tengo que ir al depósito un momentito.
Y abrió la puerta del coche.
—El doctor no está allí, Tromp. Se está ocupando de…
—Sí, me lo ha dicho. Pero me basta con Niko.
—Ah.
—¿Lo ha visto hoy?
Terblanche asintió.
—Me invitó a tomar un café, pero yo no podía, ¿no cree? No puedo si estoy de… bueno, aquí también estoy de servicio.
—Por supuesto —dijo Kramer.
—MIS ZAPATOS BONITOS. Gracias, gracias, gracias —exclamó Moses Khumalo, aplaudiendo encantado mientras Zondi lo acompañaba al despacho de la Brigada de Investigación Criminal—. ¡Y también el cinturón! ¡Es usted un detective muy bueno, sargento Zondi!
—Me alegro de que pienses así, hermano —dijo Zondi, acercando una silla para el otro—. ¿Quieres recuperar también tu traje negro?
—¿Es posible?
—Muy posible. O al menos conseguir uno nuevo parecido.
—¡Sí!
—Siéntate. Yo haré lo mismo y así podremos hablar, Moses Khumalo.
—No, yo debo estar de pie, sargento Zondi. Sólo soy un hombre humilde en su presencia.
—Siéntate, amigo, y compartiremos este cigarrillo americano mientras charlamos acerca de las señoras jóvenes. ¿No te apetece?
—Sí, mucho, sargento —respondió Moses Khumalo.
NIKO CLAASENS EMITÍA ESOS RUIDOS que hace la gente cuando cree que está totalmente a solas, entreteniéndose en su pequeño reino, levantando más castillos en el aire. Pegó un buen bote cuando vio que Kramer lo observaba desde la puerta doble que llevaba al depósito.
—Hola, Niko —dijo Kramer—. Una tarde tranquila ¿no?
—Sí, señor —respondió Claasens cauteloso—. Me temo que el doctor…
—Sí, sí, lo sé. Pero se trata de una visita informal. Hans me ha dicho que invita usted a café.
—¿Cómo, teniente? Ah, ya, ¿le apetece uno?
—Si no le molesta. Estoy reseco.
—¡Por supuesto que no, señor! Será un placer. Voy a poner el agua.
Kramer se hizo a un lado para dejarlo pasar hacia el ancho estante donde guardaba las cosas de hacer café.
—Así que no les ha tocado ocuparse de Aap y del resto de esos pobres desgraciados —comentó.
—No, el coronel quiso que los llevaran directamente a Trekkersburgo, pensando en las familias. Gracias a Dios —contestó Claasens, conectando el hervidor eléctrico—. Aquí uno se acostumbra a muchas cosas. Por ejemplo, la semana pasada tuvimos a una mujer bantú a la que su suegra había matado a puñaladas. También apuñaló al bebé en el momento justo en que salía del vientre de la madre. Pero…
—La cosa cambia cuando se trata de uno de los nuestros —continuó Kramer—. Sí, lo sé. Y ya que hablamos de ello, ¿recuerda la ropa de Maaties que usted metió en…?
—¡Eso otra vez, por favor! —exclamó Claasens, apretando con fuerza los puños—. ¿Cuántas veces más?
—¡Oiga, oiga, tranquilidad! —dijo Kramer, extendiendo la mano para rechazar la indignación del celador—. Se está precipitando usted ¿lo sabía? Iba a hacerle un comentario totalmente inocente que no tiene nada que ver con usted ni con su forma de trabajar.
—¿De verdad? Pues lo siento.
—Tampoco es necesario que se disculpe —siguió Kramer, que ya estaba listo para hacer la prueba del tornasol—. Iba a comentarle que Kritzinger tenía una forma de vestir bastante rara para ser un hombre blanco ¿no le parece?
El saludable sonrojo que cubría las mejillas del celador empezó a desaparecer, aunque no varió su postura.
—No sé si comprendo lo que quiere decir, teniente.
—Me refiero a lo que llevaba puesto cuando lo trajeron —dijo Kramer—. ¿Cómo es posible que el bueno de Maaties llevara un par de zapatos gastados y andrajosos, tres números más que su pie? Y uno de esos cinturones que sólo se ponen los cafres. Por no hablar de la camisa deshilachada con un remiendo en la espalda y un traje raído que tampoco encajaba con él.
Pálido, Claasens no se movió. Luego, para sorpresa de Kramer, dio un paso adelante.
—¿Cómo demonios lo sabe? —musitó.
MOSES KHUMALO LE DIO la quinta calada al Texan compartido y se lo pasó a Zondi de nuevo, usando las dos manos como muestra de respeto, mientras asentía enérgicamente.
—Sí, eso es verdad, sargento, la joven señora era siempre amable cuando venían hombres blancos a la casa. Creo que le gustaban.
—¿Qué hombres eran esos? —preguntó Zondi.
Khumalo se encogió de hombros.
—Venían con el señor —respondió—. A lo mejor eran los hombres con los que trabajaba, casi todos llevaban el mismo uniforme.
—Entonces ¿el señor estaba siempre presente?
—Sí, que yo sepa, sargento Zondi. Trabajo desde las seis de la mañana a las diez de la noche, y me quedo dormido enseguida.
—¿Nunca viste a ningún otro hombre blanco en la casa?
—Una vez. Un pescador que vino cuando la joven señora estaba sola para preguntar si podía llenar su cantimplora de agua.
—¿Viste qué aspecto tenía?
—Sí. Yo le llené la cantimplora.
—¿Se parecía a este hombre? —preguntó Zondi.
Y le mostró a Khumalo una fotografía de Pik Fourie, ampliada de una de sus fotos de boda, que había encontrado en un sobre de papel cristal dentro de la carpeta de su caso.
Khumalo se mordió el labio inferior, concentrado en la imagen.
—No sé decirle —confesó por fin—. Puede que sí y puede que no, sargento Zondi. Ya sabe lo que pasa con esas caras blancas que pueden oscurecerse y volverse a aclarar, dependiendo de la estación del año.
«OJALÁ ESTUVIERAS AQUÍ, Mickey —pensaba Kramer—, para ver tu expresión». El comportamiento de Niko Claasens, simple celador del depósito de Nkosala, se volvía más extraordinario por segundos: cualquiera pensaría que era un espía al que habían dejado sin tapadera.
—Le he hecho una pregunta, teniente —ladró Claasens—. ¿Y cuántas veces la he repetido? ¿Diez? ¿Veinte? ¿Cómo sabe usted eso?
—Lo leí en una caja de cereales.
—¡No se haga el gracioso conmigo! Se lo advierto, si en algo aprecia su trabajo, sepa que el coronel y yo nos conocemos desde hace mucho… Sí, desde hace muchos años.
Kramer se encogió de hombros.
—Mi trasero y yo también nos conocemos desde hace muchos años —respondió—. Pero a nadie le impresiona, la verdad sea dicha.
Claasens se lo quedó mirando y luego se rió de mala gana.
—Se lo dije al coronel —admitió cambiando de actitud, la bravuconada dando paso abruptamente a una adusta frialdad—. Sí, le advertí que sería usted un problema, desde el principio.
—Ah ¿sí? ¿Y eso cuándo fue?
—El mismo día de su llegada, después del lío que armó por lo de las autopsias, dándole lecciones al doctor de cómo debía hacer su trabajo y todo lo demás: no nos lo esperábamos. Entonces le dije que no debería haberlo enviado.
—¿Por qué no? —exigió saber Kramer.
—Usted no era la clase de persona de fuera que necesitábamos, dadas las circunstancias. De hecho, desde entonces he mantenido que deberían haberlo retirado del caso o hacerle partícipe de la delicada situación en la que nos encontramos. De lo contrario, y así se lo dije a él, usted seguiría su propio camino, husmeando demasiado y buscándonos toda clase de complicaciones.
—¿Por ejemplo?
—¡Que viniera aquí esta tarde para dejar caer que sabe cosas que no debería ni imaginar! Vamos, dígame cómo se enteró de lo de la ropa. Tengo derecho a saberlo.
—¿Ah, sí? No hasta que me cuente el resto de la historia —respondió Kramer—. Al fin y al cabo, si he venido hasta Nkosala era con la esperanza de ir atando cabos.
—El problema es que, si se lo digo, será precisamente para que haga todo lo contrario: dejar las cosas como están —dijo Claasens, colocando dos tazas y un bote de Nescafé frente a ellos—. Dios mío ¡no se imagina lo aliviado que me sentí esta tarde cuando me enteré de que se le había metido en la cabeza que este caso estaba relacionado con los asesinatos de la misión! «Bien —pensé—, disfrute de su inútil persecución, teniente». Y ni dos horas después, aparece usted por aquí…
—Sí, y lo más probable es que lo siga haciendo, Niko —intervino Kramer, harto ya de afirmaciones a medias, insinuaciones e indirectas—. Pero la próxima vez podría ser yo quien lo informara a usted de lo que ha estado ocurriendo exactamente, aquí y en Jafini, y de las medidas que ya he tomado al respecto.
—Oiga —advirtió Claasens, dándose la vuelta para mirarlo a la cara—, lo que le he dicho al principio sigue siendo verdad: es un asunto muy serio. ¿Se da cuenta de lo mucho que hay en juego?
—No, pero le escucho —respondió Kramer, apoyándose de brazos cruzados en la mesa de autopsias.