XXVIII

PARECE DISTRAÍDO, TROMP —dijo Terblanche, casi inaudible en medio de las interferencias que afectaban a la línea telefónica de Mabata—. ¿Se ha enterado de lo que le he dicho?

—Sí, sí, Stoffel sigue totalmente desorientado y usted está a punto de llevárselo al hospital de Nkosala. Bien, pues si eso es todo, yo…

—¿El bantú que dejé al cargo se porta bien?

—Está haciendo un trabajo estupendo, Hans, de verdad.

—¿Y usted? ¿Se quedará por ahí un tiempo más?

—Tengo mucho papeleo que solucionar, eso se lo aseguro.

—Pues en ese caso, será mejor que le deje se…

—Sí, mucho mejor —interrumpió Kramer, colgando con fuerza—. ¡Dios mío! ¡Y yo que me quejaba de Dorf! ¡Mataré al próximo cabrón que me interrumpa!

Pero esta vez no había perdido el punto por el que iba leyendo.

… chantaje. Tengo que averiguar de qué tipo eran las amenazas. Sólo espero encontrar la forma de hablar con Ngembezi, el criado de G que sirve las copas en el porche. Me he fijado en que suele quedarse cerca para enterarse de cuando G quiere que le ponga otra, y para oír más cosas, aunque no sé hasta qué punto entiende inglés. El problema con Ngembezi es que parece que nunca sale de la granja. No quiero interrogarlo sabiéndolo G, por motivos evidentes.

¡¡¡Acabo de darme cuenta de que podría conseguir las respuestas que necesito buscando en otra parte a la persona que pudo hacerle esto a Cloete y a su esposa!!! Pero si me equivoco, podría quedarme sin trabajo, sin esposa y sin familia. Así que compruébalo todo, vuélvelo a comprobar, y no hagas nada hasta que estés absolutamente convencido ¿me oyes? El principal problema es que no soy capaz de dar con el motivo, aunque estoy casi seguro de que no ha sido la primera vez.

Negándose a creer que había llegado al final, Kramer volvió a comprobar las hojas de papel carbón que había descartado y revisó de nuevo los tres cajones del escritorio.

—¡Nada! ¡Mierda! —exclamó pegando un puñetazo en la mesa.

KRAMER ATRAVESÓ la OFICINA de denuncias y salió al porche, preguntándose dónde demonios se habría metido Zondi. Tenían mucho de que hablar y debían tomar decisiones sin perder tiempo, por lo que no era el momento de andar mareando la perdiz y de ignorar la orden clara y sencilla de volver a la base, ni de crear más problemas. Si esperaba ver a Zondi regresar en ese justo momento, se llevó una decepción, aunque la verdad es que tampoco sabía qué hacía él, paseando por todo el recinto, medio desesperado y sin conseguir absolutamente nada.

Así que volvió al despacho de la Brigada de Investigación Criminal, cogió la primera declaración del caso Fourie que le vino a la mano y empezó a leerla, sentándose después. Se trataba de la declaración de George Wauchope Sullivan, un hombre blanco de cuarenta y tres años que era químico industrial de Ingenios Azucareros de Jafini S. L.

Hace seis años que conozco al fallecido, desde que llegó a la empresa. Siempre ha sido un hombre de sobrias costumbres volcado en su familia. No le quedaba más remedio, con tantos hijos de los que ocuparse. Una vez me contó que conseguía que una sola botella de brandy le durara de unas Navidades a las siguientes. Digo todo esto porque no es verdad que estuviera bebido por encontrarse un sábado en el ingenio y caerse en el caldero primario número tres. Fui yo quien descubrió el cadáver. El ingenio no suele estar operativo los fines de semana. Lo dejamos todo al ralentí, con el vigilante de noche. Sin embargo, de vez en cuando me veo obligado a realizar una comprobación de muestras especial, y con ese fin me dirigí al ingenio a las tres de la tarde del sábado en cuestión. Dejé a mi esposa, a mis tres hijos, a mi suegra y a nuestra vecina sentados afuera, en mi ranchera, pensando que sólo tardaría un minuto, al llegar me fijé en que la puerta de la oficina de administración estaba abierta, y sentí curiosidad de inmediato. Sabía que en el edificio no se guardaban grandes cantidades de dinero, pero podría ser que alguien hubiese intentado forzar la caja de igual modo. Entré en la oficina y vi la chaqueta de Pick en el respaldo de su silla. Pensé: «Se trata de eso: Pick ha venido a hacer horas extra porque ya es casi fin de mes». Es verdad que cuando se acercaba el final de cada mes, el fallecido solía hacer horas extra. Nos habíamos encontrado alguna vez en dichas ocasiones. En ese momento pensé que habría ido al baño, dejando la chaqueta en la silla. Salí de la oficina y recorrí la pasarela que lleva a los calderos para coger la muestra. El uno y el dos estaban apagados. Me fijé en el caldero tres. De su superficie sobresalía una mano con un anillo, brillante y endurecida. Reconocí el anillo de inmediato. Dije: «Dios mío, Pick ¿qué haces ahí?». Imaginé que estaría trabajando en la oficina, que oiría un ruido en el tres, o algo así, iría a ver qué pasaba, resbalaría y se caería dentro. El tres no tiene una barandilla alrededor, por lo que podría resultar posible, aunque los trabajadores bantúes parecen manejarse bien yendo descalzos. Volví a la oficina para usar el teléfono y llamar a las autoridades, ya que se trataba de una llamada de negocios, y no personal, por lo que cumplía con las normas de la empresa.

—¡Mi madre! —exclamó Kramer, asqueado por semejante mentalidad aduladora. Luego cogió la siguiente declaración.

Soy una mujer blanca de veintiocho años, esposa del fallecido. El sábado en cuestión el fallecido me informó que debía ocuparse de la contabilidad de fin de mes en el ingenio, como siempre hacía. El fallecido dijo que sólo tardaría una hora o dos y que después llevaríamos a los niños de picnic a la playa. El fallecido salió de la casa familiar de la avenida Jacaranda a las dos de la tarde. Hasta ese momento había tomado tres tazas de café y luego una taza de té con el almuerzo. De eso no hay duda. Aproximadamente a las dos y cuarto me telefoneó desde el ingenio. Me dijo que había estado pensando en lo de ir a la playa y que se preguntaba si los niños no preferirían ir a la reserva de caza, ya que sería hacer algo diferente. Coincidí con él y dijo que nos recogería a las tres. Estaba como siempre. A las cuatro menos diez, el sargento Suzman de la Policía Sudafricana vino a casa para darme la noticia del accidente. El fallecido había…

—Hola, jefe —saludó Zondi.

—¡MALDITO DESGRACIADO! —exclamó Kramer, girándose hacia él—. ¿Dónde demonios te habías metido durante tanto tiempo? He encontrado un montón de cosas ¿me oyes?

—Yo también, jefe —dijo Zondi—. Tenga.

Y le entregó una bolsa de papel de estraza.

—¿Qué puñetas es esto?

—Los zapatos que el jefe Kritzinger llevaba la noche en que murió. Y el cinturón.

Kramer cogió la bolsa.

—Pero el encargado de la caldera me juró que…

—Teniente —interrumpió Zondi—, con todos los respetos: la basura del blanco es una cosa y la del negro otra. Cuanto más pobre es el negro, mayor es la diferencia. Y el encargado de una caldera es un hombre pobre de verdad.

—¿Y?

—El encargado juró que había destruido los harapos, jefe, pero yo tuve mis dudas acerca del resto de las cosas que el jefe Kritzinger llevaba. En una sala de autopsias, el cuero no se corta como los tejidos; y por muy sucio que esté, ya sea de sangre, excrementos, o cualquier otra cosa, resulta sencillo limpiarlo y dejarlo bien de nuevo. ¿Sabe usted cuántos meses tendría que trabajar el encargado de una caldera para ahorrar y poder comprarse un par de zapatos en una tienda?

—¿Lo tenía escondido en su dormitorio?

—No, se lo había entregado todo a su madre para que lo usaran sus hermanos cuando fueran a buscar trabajo. Por eso tardé un poco más en recuperar los bienes, de lo contrario habría vuelto mucho antes y…

—No te preocupes —dijo Kramer—. Has hecho un buen trabajo. Ahora que tenemos los zapatos, estamos como Kritzinger cuando le mostraron la huella en el lugar del crimen.

—¿Qué huella en qué lugar del crimen, teniente?

—Toma, échale un vistazo a esto, que trata del accidente Cloete, y dime qué opinas —pidió Kramer y le pasó las cuatro hojas de papel carbón—. Yo voy a salir a buscar unas empanadillas para los dos. Por una vez en mi vida me muero de hambre.

—¡HOLA, TROMP! —saludó alguien que le llegaba a la cintura—. ¿Cómo está?

—¡Piet! —exclamó, dándose cuenta de repente que el hijo mayor de la viuda Fourie estaba a su lado frente al mostrador de la panadería de Jafini, en la calle principal—. ¿Vienes a comprar para tu madre?

Piet negó con la cabeza.

—Para mí —respondió.

—Bien, pues pide, que tenemos a la señora esperando.

—Dos chicles, por favor —pidió Piet, entregando el dinero.

Aunque resultara sorprendente, en la panadería vendían esa porquería, junto con las «pelotas de negro» y los «pica-pica» que componían el pedido de Piet. Sin embargo no parecían tener manzanas de caramelo.

—Dile a tu madre que luego me pasaré por allí —encargó Kramer mientras el niño recogía su compra.

—Vale —respondió Piet—. Ayer por la noche estaba enfadada y no nos leyó bien porque no dejaba de mirar por la ventana a ver si llegaba su coche. Acabó hasta las narices.

—Esa boca, jovencito —se quejó la bruja estirada que estaba tras el mostrador, cerrando de golpe el cajón de su registradora.

—Eso fue lo que dijo mi madre —añadió Piet antes de desaparecer.

Kramer compró dos empanadillas de carne y dos Cocacolas, redondeando el pedido con dos donuts rellenos de mermelada.

Seguramente la panadera intentó conversar con él —se oyeron ruidos que desprendían coquetería y curiosidad—, pero aparte de fijarse en que sus pechos estaban tan cubiertos de talco que parecían dos barras sin hornear metidas a presión por el escote del vestido, no le hizo ni caso a la mujer.

Pagó y volvió a comisaría a grandes zancadas, sintiéndose útil por fin.

ZONDI LEÍA RÁPIDO DE VERDAD. Había terminado con las cuatro hojas de papel carbón y se había puesto con el expediente Fourie.

—¿Qué? —preguntó Kramer, entregándole la empanadilla y el donut—. ¿Qué te parece el mensaje que nos ha dejado Kritzinger?

—No creo que haya duda alguna sobre el caso Cloete: no fue un accidente, fue un asesinato.

—Sí. ¿Crees que la huella nos llevará hasta el asesino?

Zondi asintió.

—Pero hasta ahora no he visto nada en este otro caso, el del jefe Fourie, que me haga sentir tan seguro de que…

—Sí, sí, yo tampoco, aparte de que se trata de otro accidente que parece inexplicable —dijo Kramer, quitando la chapa de las Coca-Colas en el borde del escritorio—. Sugiero que lo dejemos a un lado de momento y nos concentremos en los zapatos. Son nuestra única pista segura entre tantas suposiciones y habladurías. Ten, bébete la tuya y no tires nada por fuera.

Después de pegarle un buen lingotazo a su Coca-Cola y un bocado a su donut, Kramer despejó una zona del escritorio de Malan, donde puso las reproducciones en escayola de las huellas y junto a ellas colocó la regla de boj propiedad de Malan.

—El zapato —pidió.

Zondi rebuscó en la bolsa y, con un suspiro, le entregó el zapato derecho del par que había traído desde Nkosala.

—¿Y ese suspiro? —preguntó Kramer, midiendo el zapato.

—En otra ocasión tuve que buscar al propietario de una bota marrón. Sí, me llevó mucho, mucho tiempo averiguar a quién había pertenecido.

—Espera un momento… —murmuró Kramer, volviendo a medir el zapato y comparando luego su longitud con la de las huellas—. El zapato tenía que ser un poco más pequeño que la huella, debido a que el barro se expande bajo presión, pero lo que me has traído de la caldera es unos tres centímetros más grande que cualquiera de las dos pisadas. ¡No puede haber sido de Kritzinger!

Asombrado, Zondi se acercó a mirar por encima del hombro del teniente.

—Pero no hay duda de que ese zapato estaba entre las pertenencias del jefe Kritzinger. El encargado de la caldera lo ha confesado, a pesar de saber que podía meterse en un buen lío.

—Su madre pudo equivocarse de par al devolvérselo ¿no se te había ocurrido?

Zondi negó con la cabeza.

—Imposible, teniente. Acompañé al encargado y ya me había descrito los zapatos antes de llegar a la casa, citando ciertos detalles que los identificaban y que pude comprobar al verlos.

—¿Por ejemplo?

—Una mancha en forma de media luna en el derecho, una muesca en la puntera izquierda, y el tinte no es uniforme, por lo que el izquierdo tiene un matiz púrpura.

—¡Mierda! ¿Por qué tiene que ser la vida tan complicada? —protestó Kramer—. Durante unos minutos pensé que por fin lo habíamos conseguido. ¡Yo sé de quién son esos zapatos!

—¿De quién? —preguntó Zondi.