KRAMER NO SE FIJÓ EN EL CHEVROLET cuando salió del aparcamiento. Ni siquiera estaba seguro de saber por qué había permitido que Zondi se lo llevara. Desde que había salido a la luz el nombre de Pik Fourie, su mente luchaba por deshacerse de una idea en la que no quería pensar, y todo lo demás se había vuelto casi irreal.
Por una vez, al abrir la carpeta de una investigación, no había comenzado mirando las fotografías realizadas por la Policía, guardadas en un sobre de papel cristal. Tampoco se detuvo a pensar en los motivos que lo empujaban a actuar así.
Kramer empezó por el informe de la autopsia, pasando las páginas muy rápido para no centrarse en detalles como la altura del fallecido, su peso, el color del pelo, de los ojos, y su estado físico general.
Luego se concentró en: «La muerte habría sido instantánea sólo debido a la reacción vagal, dejando a un lado la asfixia, el shock, etc.».
—¡Gracias a Dios! —dijo en alto.
Zondi había dejado los dos escritorios hechos un desastre, pero el de Kritzinger parecía el más fácil de despejar, así que Kramer se sentó a él, de un manotazo metió en el primer cajón las cosas que ya habían sido estudiadas, lo cerró, y puso a un lado la pila de papeles carbón usados para hacerle sitio a la carpeta del caso Fourie.
Más desorden. Algunas de las declaraciones habían sido devueltas a su sitio del revés, y el informe pro forma se encontraba en el medio de todo, en lugar de al principio para hacer de introducción. Kramer se chupó un dedo y empezó a revisar las copias de las declaraciones que Kritzinger había hecho a papel carbón. Apenas resultaban visibles, algo que siempre le había parecido de lo más irritante.
«¡Oh, no! —murmuró para sí—. ¿En qué demonios pensabas, Kritzinger?».
Estaba seguro de haber visto varias hojas de papel carbón en buen estado y muy poco usadas en el escritorio de aquel hombre, y se puso a buscar una de ellas para demostrar que tenía razón. Al darse cuenta de que la única impresión efectuada en aquella hoja no estaba realizada por la cara cérea y negra de la misma, Kramer sonrió: Kritzinger había cometido el mismo error que tan a menudo cometía él, poner el condenado papel carbón al revés en la máquina de escribir, teclear sin darse cuenta, acabar con una copia casi borrada y el reverso de la hoja principal hecho una porquería, y tener que volver a empezar desde el principio.
De repente pegó un bote al darse cuenta de lo que decían aquellas líneas tecleadas:
Cloete y su esposa. Pero si me equivoco, podría quedarme sin trabajo, sin esposa y sin familia. Así que compruébalo todo, vuélvelo a comprobar, y no hagas nada hasta que estés absolutamente convencido ¿me oyes? El principal problema es que no soy capaz de dar con el motivo, aunque estoy casi seguro de que no ha sido la primera vez.
Kramer no pudo seguir leyendo. Antes necesitó ponerse en pie, encender un Lucky, dar unos pasos de un lado al otro de la habitación, tranquilizarse y conseguir que sus manos dejaran de temblar: incluso tuvo dificultades para sacar una cerilla de la caja sin que se le cayeran todas las demás.
«Mierda, Mickey, has elegido el momento perfecto para desaparecer, hombre», musitó.
ENCONTRÓ OCHO HOJAS de papel carbón en distintos lugares del escritorio de Kritzinger que sólo habían sido utilizadas una vez. Una era una lista de requisitorias de la Brigada de Investigación Criminal, partida a la mitad, y otras tres eran antiguos horarios de turnos. Kramer las dejó a un lado, cogió las cuatro hojas que quedaban y las colocó en orden, fijándose en cómo enlazaban las frases de una página a la siguiente. Cuando terminó, encendió otro Lucky con el que estaba a punto de apagar, y empezó de nuevo por lo que parecía ser el principio.
De Kler me llama y me dice que el magistrado ha estado repasando las declaraciones del accidente de los C y que quiere comprobar una teoría. Taylor ha propuesto la idea de que C se estrelló al intentar esquivar a un nativo o un animal en la carretera. Yo creo que un tipo que mata tantos animales como él no se parará a pensar qué está atropellando. De Kler dice: «Sí, pero nos interesa encontrar al nativo para demostrar que no fue la bebida lo que provocó el accidente». Yo le digo que no veo qué importancia podría tener para C atropellar a un nativo, cuando en sus tiempos mató a unos cuantos de ellos, a la vez que a los elefantes. Le digo a De Kler que en mi opinión lo único que haría maniobrar bruscamente a C es encontrarse con algo en el camino contra lo que fuese imposible chocar y seguir vivo, como un muro de ladrillos.
Me dice que eso no es cosa mía. Que yo tengo contactos entre los nativos y por eso le han mandado que me ordene encontrar al nativo y me ocupe de que declare lo que debe declarar. Siento que la pequeña Annika se haya quedado sin sus padres, pero estoy demasiado ocupado con casos de verdad como para perder el tiempo con una tontería semejante y no hago nada.
De Kler vuelve a llamarme. Para que me deje en paz, me acerco a la granja de G. Nos tomamos unas cervezas y luego me dirijo al recinto. Naturalmente ninguno de sus mozos confiesa haberse tambaleado borracho frente al coche de C. «¿Crees que estamos LOCOS, Isipikili? ¡Ese NO es el camino de vuelta a casa, Isipikili!», etcétera. G y yo seguimos con las cervezas. Estamos de acuerdo en que fue una mala suerte para C que aquellos dos vagones estuviesen ocultos tras las cañas, porque de otra forma nada habría pasado al salirse de la carretera en aquel lugar. También estamos de acuerdo en que C no podría quejarse, porque siempre había sido un conductor pésimo y ya se había ido de rositas muchas otras veces. G me dice que seguramente estoy perdiendo el tiempo, y yo le digo que tiene toda la razón.
A la mañana siguiente De Kler llama de nuevo y me dice que la orden queda anulada. Del caso se ocupará un magistrado llegado ex profeso, para que Geldenhuys pueda declarar y de esa forma el recuerdo de C no quede empañado y Annika no tenga problemas para cobrar el seguro. Yo le digo que me parece bien.
Dos días más tarde casi lo he olvidado por completo cuando voy a pie por la calle y Bhengu me saluda cerca del Bombay. Es el mozo de más edad de los de G, y tiene unos recuerdos maravillosos de lo que era Zululandia antes de la caña de azúcar. La llama «el dulzor que amargó el sueño de un pueblo» y ya puede tener cuidado de que no lo oigan los de la División de Seguridad. Un largo saludo y empieza a mascullar enfadado. Lo llevo a mi coche y le preguntó cuál es el problema.
Me dice que él era el encargado de los vagones que estaban junto al camino en el lugar del accidente y que está muy preocupado. Le digo que no sea tonto y que se olvide del asunto. Dice que no puede porque esa es la sección a la que G lo ha asignado, y que tiene miedo del espíritu maléfico que vive allí.
Le pido que me describa la forma que adopta el espíritu, pero dice que aún no lo ha visto. Sabe que está allí porque por la noche cambia de sitio los vagones. Reacciono riéndome y le pregunto cuántas veces ha ocurrido. «Hasta ahora sólo una —es su respuesta—. La noche que el jefe Cloete dejó este mundo», me dice, y pretende que me lo crea.
Le digo a Bhengu que no importa el lugar donde pudiesen haber quedado los vagones, pero que si quiere culpar a un espíritu maléfico, a mí me parece bien. Quiere seguir hablando del espíritu, pero me enfado y lo hago bajar del coche porque tengo mucho trabajo que hacer.
Esa noche regreso en coche desde las inmediaciones de Mabata cuando se me ocurre una idea. Me pregunto por qué Bhengu…
Sonó el teléfono y Kramer dejó de leer para contestar, con un gruñido de irritación:
—¿Diga? ¿Quién es? Hable rápido porque estoy muy ocupado.
—Soy Zondi, jefe, desde la comisaría de Nkosala.
—¿Y qué?
—He tenido otra idea, teniente, que creo debe usted saber enseguida.
—¡Pues deja de tocar las narices y desembucha ya!
—¿Sabe esas hojas de papel carbón que tenía en la mano y que había encontrado en el escritorio del jefe Kritzinger? Si me permite la sugerencia, creo que debería mirarlas por si acaso él…
—Caliente, caliente, Listillo —dijo Kramer y justo antes de colgar, añadió—: Vuelve aquí ahora mismo ¿me oyes?
Tuvo que buscar el sitio donde se había quedado, empezando el párrafo desde el principio:
Esa noche regreso en coche desde las inmediaciones de Mabata cuando se me ocurre una idea. Me pregunto por qué Bhengu viene a mí con un problema que tiene que ver con espíritus. Sabe que no soy un hechicero y no puedo proporcionarle un amuleto que lo proteja, aunque sé bastante del asunto y lo estudio a fondo en mi tiempo libre. No, debe ser porque Bhengu sabe muy bien lo que soy y porque él tampoco cree en ese espíritu o acudiría a un hechicero.
Es tarde pero voy directo a la granja de G. G no está y le pido al induna que levante a Bhengu de la cama. Me lo llevo aparte y le digo que he ido para librarlo del espíritu maléfico y que suba al coche. Vamos al lugar donde se produjo el accidente y le pido que me siga hasta el punto donde se encuentran los vagones, todavía tumbados de lado. Le digo: «Bueno, muéstrame dónde estaban los vagones cuando los dejaste y antes de que el espíritu los moviera». Bhengu dice que no son esos los vagones a los que se refiere. Los vagones que el espíritu movió son los que están más arriba, en el otro lado del camino.
Le pido que me muestre a qué se refiere. Empezamos a cruzar la carretera, pero Bhengu se detiene en el medio y señala la vía que usan los vagones. Dice que los que están más arriba habían sido movidos hasta aquel lugar y luego vueltos a mover para dejarlos en su sitio. Lógicamente le pregunto cómo puede saberlo y me pide que encienda los faros del coche.
Entonces Bhengu me muestra todas esas pequeñas babosas y criaturas similares que salen de noche y se arrastran sobre la vía para llegar al otro lado. La caña tiene muchas babosas, lo sé bien desde pequeño, a las que les gustan las superficies frías. Bhengu me dice que cuando volvió a trabajar al lugar por la mañana estuvo seguro de que los vagones no se encontraban en el mismo sitio del día anterior, porque un montón de leña que había dejado apoyado contra uno de ellos se había caído y se encontraba a dos zancadas de distancia. Eso fue lo que lo llevó a fijarse en la vía y había visto las babosas aplastadas y despedazadas porque los vagones les habían pasado por encima. Siguió el reguero de bichos muertos hasta el centro del camino y se dio cuenta de que la noche anterior los vagones habían sido empujados hacia allí, para luego devolverlos a casi el mismo lugar del que los habían sacado.
Supe con seguridad que ese era el muro de ladrillos que el Sr. C había visto en medio de la carretera. No es de extrañar que intentara esquivarlo, aunque fuese para acabar empotrándose en los otros vagones, que estaban ocultos tras las cañas.
Naturalmente, quise asegurarme de ello y pregunté a Bhengu si tenía más pruebas de que los vagones habían sido movidos. Dijo que podía mostrarme una marca que había hecho el espíritu. Me enseñó una pisada que había dejado en el barro el hombre que hizo el esfuerzo de mover los vagones. La huella se encontraba entre los dos raíles, cerca de su leña. Me fijé en que era la pisada de un hombre con un calzado que dejaba una huella muy similar a la que había dejado yo en el barro.
Entonces creí saber por qué Bhengu lo llamaba espíritu. Ningún obrero de la caña lleva zapatos, así que esa huella tenía que haberla dejado un hombre blanco, pero no era capaz de decirme eso, siendo como era de la vieja escuela. Le di las gracias, le dije que no le contara aquello a nadie y lo llevé hasta el recinto de G.
La huella me preocupa mucho, pero no sé por qué. No quiero informar del asunto hasta haber podido meditarlo mejor. Ya ni me acuerdo de cuando me ocupé por última vez de un caso de asesinato entre blancos, pero esto podría ser incluso peor. Ha empezado a llover de nuevo y la huella podría desaparecer pronto. Quizás debería sacar una muestra con escayola, que no es tan complicado.
Por la mañana no telefoneo a De Klerk. Aún no tengo pruebas suficientes para apoyar mis ideas. Es mejor que la investigación siga adelante sin más, porque si tengo razón, no importará el silencio anterior, y al menos no haré el ridículo hablando demasiado pronto.
Ahora creo que ya sé cómo se planeó el crimen. Cuando el ruido del coche de C se acercó a la curva, empujaron los vagones al centro del camino. Si se hubiera estrellado contra ellos, la culpa habría sido de algún mozo del cañamelar, por haberse olvidado de frenar los vagones. Si no se empotraba en ellos y los esquivaba, se la daría contra los vagones que estaban tras las cañas, y los primeros serían llevados de nuevo a su sitio. El asesinato perfecto, porque no era más que un accidente sufrido por un conductor muy malo que había estado bebiendo. Buena jugada.
Pero lo que me preocupa es que no sé POR QUÉ se planeó. ¿Cuál pudo ser el motivo? Para que me crean tengo que ofrecer también un motivo. A veces no me creo a mí mismo, y mi mujer ha empezado a chillarme. Quiere saber por qué voy tanto a casa de G. Es curioso, pero tengo la sensación de que allí encontraré la respuesta.
Hurgo en el pasado de C. Me entero de que fue capataz de la granja de G, pero tenían puntos de vista distintos sobre cómo tratar a los mozos y la bronca fue de las buenas. Aunque tuvo lugar hace veintiocho años. Creo que es demasiado tiempo para guardarle rencor a alguien. Creo que G permite que sus mozos destilen licor ilegal en una habitación del sótano de su casa y me parece que lo hacen muy bien. Mira demasiado a los jóvenes. Tal vez fuera eso lo que molestó a C, y no lo culparía por ello.
También hurgo en la vida de C en el momento de su muerte. Parece que su mayor preocupación era reunir dinero suficiente para celebrarle a Annika una boda por todo lo alto. G me dice que acudió a él para pedirle un préstamo, pero que se lo negó. Parece que C acabó amenazándolo, por eso se me ocurrió pensar que podría tratarse de un chantaje. Tengo que…
El teléfono volvía a sonar.
ZONDI AGARRÓ LA PELOTA de tenis en el aire y sonrió cuando el encargado de la caldera se dio la vuelta:
—¡Vaya, creí que eras…!
—¿Quién, hermano?
El encargado de la caldera cerró el pico de inmediato, encogiéndose de hombros con tantas ganas que casi le llegaron a los lóbulos de las orejas.
—Ya —dijo Zondi, botando la pelota y caminando al mismo ritmo—. Quieres que te tome por un idiota incapaz de responder a una sola pregunta ¿no es eso?
El hombre sonrió de un modo estúpido.
Zondi pasó a botar la pelota contra el muro de la sala de calderas.
—Con los blancos puedes hacerte pasar por quien quieras —le dijo—, pero que seas el encargado de la caldera no significa que seas tonto. Cuídate de no insultar la memoria de mi padre.
Eso provocó un segundo gesto de sorpresa en el encargado.
—¿Su padre, jefe?
—Por supuesto. Se encargó de las calderas del General de Trekkersburgo desde antes de casarse hasta el día que lo llevamos a su tumba.
—¿El General es un hospital?
—¿En qué otro sitio puede alguien contagiarse de los muertos hasta el punto de que se le hinche todo el brazo antes de que el veneno le llegue al corazón?
—¡Vaya! Lo siento mucho, jefe.
—Bien —dijo Zondi, lanzando la pelota al muro de manera que al rebotar fuera hacia el encargado de la caldera—, tal vez ahora nuestra conversación mejore.
—Jefe ¿su querido padre abrió alguna de las bolsas enviadas para su incineración? ¿Fue así como se contagió? —preguntó el encargado, cogiendo la pelota y devolviéndosela a Zondi botándola contra el muro.
—Sí, ya sabes cómo son las cosas, el trabajo está muy mal pagado.
Entonces Zondi se concentró en el movimiento de la pelota —en sus rebotes contra la pared—, que cada vez viajaba más rápido entre el encargado y él.