DE NUEVO SOLO en el despacho del jefe de la comisaría, Kramer se sentó y cogió el informe del accidente, empezando a leer por «Causa del accidente (si se conoce)», donde decía: «Aparente pérdida de control, no hay más vehículos involucrados. Fuerte olor a alcohol junto a las heridas abdominales del conductor».
Lo siguiente que debía mirar era la conclusión final del informe de las autopsias: «Graves heridas múltiples, mortales en ambos casos. El conductor había consumido más o menos el equivalente a una botella de vino, al igual que el pasajero».
—Mierda. Eso ya lo sabía yo —dijo Kramer.
Dejó a un lado el informe y cogió la declaración jurada realizada por un tal Daryl Gordon Taylor, con la esperanza de que le proporcionara algún indicio sobre lo que había hecho sospechar a Kritzinger:
Soy un adulto blanco de cincuenta y dos años de edad, y vivo en la residencia del director de Ingenios Azucareros de Jafini S. L., en el norte de Zululandia. Ocupo el puesto de director del ingenio azucarero, en el que llevo veintisiete años. Durante dicho período, he conocido al fallecido Andries Johannes Adolf Jeremiah Cloete, que trabajaba en Ingenios Azucareros de Jafini S. L. en calidad de capataz europeo, con treinta y cinco obreros no europeos a sus órdenes. Cumplió bien con sus deberes y responsabilidades en todo momento. También trataba socialmente al fallecido desde hace veinticinco años, y lo tenía por un buen amigo y colega que merecía ser respetado por la moderación que mostraba en todas las cosas.
La noche en cuestión, el fallecido y su esposa, también fallecida, se presentaron en mi jardín para celebrar una barbacoa. También se encontraban allí los señores de G. T. Taylor, mis ancianos padres, el Sr. Geldenhuys, magistrado de Nkosala, y su esposa, la Srta. Susan Truscott-Smythe, que había venido a comprar uno de mis caballos, y el Sr. D. Roberto Fransico, que era su tío y benefactor, según se me dio a entender. A las siete nos reunimos para tomar una copa, y a las ocho los criados tenían lista la cena. Tardamos unas dos horas en comer, después de lo cual se sirvió café. En ningún momento los fallecidos consumieron más vino del que se ofreció al resto de los invitados, siendo demasiado bien educados para ello. Cuando partieron, alrededor de las once, yo estaba seguro de que se encontraban tan sobrios como el Sr. Geldenhuys, el magistrado, quien se marchó justo antes que ellos pero por una carretera diferente. La senda que usó el fallecido generalmente sólo es utilizada por los empleados de Ingenios Azucareros de Jafini S. L. y, claro está, por el Sr. Grantham, propietario de las tierras. El fallecido siempre la utilizaba para acudir a mi casa. Calculo que, desde que lo conocí, la habrá utilizado unas 1150 veces, incluidas todas las Navidades y Año Nuevo desde entonces, sin haber sufrido ni un solo accidente. Rechazo por completo el rumor según el cual el fallecido corría demasiado y calculó mal una curva que tan bien conocía. Creo que debió ver algún animal o nativo en el camino y que, al intentar esquivarlo, cometió un grave error, pues era un hombre bondadoso, incapaz de ver sufrir a ninguna criatura. Por último, deseo afirmar que el fallecido siempre ponía especial cuidado al conducir cualquier vehículo propiedad de Ingenios Azucareros de Jafini S. L., como era el caso cuando tuvo lugar la tragedia.
«Madre mía —murmuró Kramer—, con amigos como éste ¿quién necesita abogados?».
Pero aunque dicha declaración pudiera llevar a cualquier persona razonable a sospechar que Cloete era capaz de llegar sano y salvo a casa después de empinar el codo en casa de Taylor, ciego de la tajada, seguía sin contener nada que sugiriera que aquella noche había ocurrido algo más que un simple capricho del destino.
«Mierda, mierda, mierda», dijo Kramer.
SENTADO EN LA SILLA DE KRITZINGER, Zondi intentaba ponerse en el lugar del muerto.
«Aquí estoy —pensó—, y allí, frente a mí y delante de la ventana, está Jaapie Malan. Tengo un documento secreto que no quiero que él, ni nadie, encuentre. Si lo oculto aquí, en mi escritorio, podría dar con él por casualidad, tal vez buscando alguna declaración, durante una de mis muchas ausencias… La única forma de mantenerlo fuera de su alcance es ponerlo en un sitio en el que jamás se le ocurriría mirar, aunque tiene que ser de fácil acceso para mí. ¿Cuál será?».
Miró a su alrededor y luego al escritorio que quedaba frente a él.
«¡Ah!», exclamó.
Qué cosa tan sencilla: Kritzinger debía haber escondido sus papeles secretos en algún lugar de la parte del despacho que ocupaba Malan. No en un cajón ni nada parecido, sino en algún otro sitio de acceso igualmente fácil.
—ME PARECE UNA IDEA interesante, Mickey —dijo Kramer, entrando en el despacho de la Brigada de Investigación Criminal—. ¿Qué le haces al escritorio de Jaapie? ¿Ponerle una caja de cambios nueva?
Zondi, que se encontraba boca arriba bajo la mesa, hizo ademán de salir de allí.
—Espere, jefe —pidió—, podría darle una gran sorpresa.
Se arrastró hacia el otro extremo y empezó a retirar los cajones.
—He pensado que te alegrará saber —dijo Kramer, dejando la carpeta del accidente sobre la mesa de Kritzinger— que el coronel Du Plessis acaba de aprobar tu traslado temporal al caso de Fynn’s Creek. Aunque estaba tan histérico por lo del accidente de helicóptero y el arresto del tal Mandela que probablemente me habría dado permiso para forzar a su mujer y al cocker spaniel de raza.
—Me alegro por usted, jefe.
—¡Cabrón! ¡No me estás escuchando!
—Por favor, jefe, estoy ocupado en…
—Un comportamiento de lo más extraño. Sí, ya me he dado cuenta.
Zondi volvió a poner en su sitio los dos cajones.
—¡Ah! —dijo—. Acabo de tener otra idea aún más brillante, jefe. Por favor, ¿le importaría ponerse de este lado y usar el escritorio del jefe Malan?
—¿Por qué?
—Para poner a prueba mi brillante idea.
—Puñetas —suspiró Kramer, haciendo lo que le pedían y llevándose el expediente—. Espero que…
—Mi razonamiento se basa en el hecho de que el jefe Kritzinger tenía en su escritorio un llavero con un terrier escocés que era importante y que no se había molestado en ocultar, porque si no una persona como el jefe Bokkie Maritz nunca lo habría encontrado.
—¿Y qué?
—Que esa debe ser la clave que explica cómo maneja el jefe Kritzinger los secretos. No ocultó lo que era secreto. Simplemente confió en que otros fueran incapaces de captar su especial importancia.
—¿Sí? De manera que escondió sus notas no escondiéndolas. ¿Eso es lo que quieres decir?
—Eso mismo. Con la gran ventaja de que podía consultarlas siempre que quisiera.
—Ya. Tal vez te equivoques al imaginar cosas como si fueras Kritzinger, sin tener ni idea de lo inteligente que era. Personalmente, creo que lo sobrevaloras.
—Pero ¿qué fue lo que le costó la vida al jefe Kritzinger? —preguntó Zondi—. ¿Qué sabía, o qué no sabía? ¿Fue su inteligencia o su estupidez?
—Oye, mira, la teoría es tuya, así que demuéstrala tú —dijo Kramer mientras se sentaba tras el escritorio de Malan. Luego cogió la siguiente declaración jurada.
Era la de Jacob Gerhardus Hendrik Geldenhuys, el magistrado de Nkosala, y además del preámbulo en el que declaraba su raza, su edad y el resto de esas cosas, parecía muy breve, por suerte:
En mi opinión el fallecido no estaba embriagado hasta el punto de que su estado le impidiera conducir un vehículo a motor correctamente al término de la velada, ya que había bebido poco a poco a lo largo de un período de más de cuatro horas, durante las que además consumió una considerable cantidad de proteínas. Es bien sabido que éstas alteran la naturaleza del alcohol e impiden que el sistema lo asimile. Véase «El Estado contra Koekemoor» y otros.
«¿Cómo iba a decir otra cosa el muy cabrón interesado?», pensó Kramer, porque el magistrado debía encontrarse en un estado exactamente igual cuando dejó la fiesta con su mujer y condujo el coche hasta casa.
Por mi condición de magistrado estoy más predispuesto que otros a condenar la mezcla de alcohol y carretera, pero creo que en este caso estamos ante otra tragedia inexplicable, como la ocurrida este mismo año en la empresa, y que yo me vi en el triste deber de juzgar.
Kramer se quedó pensando qué querría decir Geldenhuys con «otra tragedia inexplicable» y eso de «en la empresa». Cuando por fin se dio cuenta, se le pusieron los pelos de punta y el escalofrío repentino que sufrió lo hizo ponerse en pie.
—¡Mierda, la manzana de caramelo! —saltó.
ZONDI LO MIRÓ con un lápiz sujeto de lado entre los dientes y levantó una ceja.
—¡Pik Fourie! —dijo Kramer—. El marido de mi patrona. También trabajaba en el ingenio, hasta que se cayó en una cuba de azúcar hirviendo.
Zondi se sacó el lápiz de la boca y preguntó:
—¿Me está diciendo que tenemos otro asesinato relacionado?
—¡Espero que no!
—Pero ¿resultó sospechosa la muerte del jefe Fourie?
—Su viuda no parece pensarlo. Está muy triste, pero nada más. A veces se le nota en la risa, pero sólo cuando están cerca los niños.
Zondi apartó la vista de repente, como si hubiese estado mirando a Kramer con demasiada atención.
—Oye, Mickey —dijo Kramer—, voy a buscar ese otro expediente.
Y salió del despacho tan abochornado como en su vida. Sin embargo, la situación le recordó ligeramente aquel día en que su enfermera silenciosa le había hecho señas por primera vez, demostrando que se daba cuenta de que Tromp Kramer podía ser mucho más que ese poli grande y malo que veía el resto del mundo, sobre todo los cafres.
DESASOSEGADO SIN SABER POR QUÉ, Zondi encendió un Texan y cogió el expediente del caso Cloete, curioso por ver su contenido. Después de observar el plano y las fotografías, echó una rápida ojeada a las siete declaraciones. Cinco eran de personas que habían estado en la fiesta, y todas resaltaban la aparente sobriedad de Cloete al final de una velada muy tranquila y civilizada. Las otras dos declaraciones eran más prácticas y habían sido presentadas por escrito, en oposición a las que habían sido dictadas, pues eran las de dos expertos a los que se había pedido opinión.
En una, un experto mecánico del taller encargado de los vehículos gubernamentales daba su opinión acerca del estado técnico del Renault Dauphine antes del impacto, y en el resumen final decía:
Como debe esperarse de un vehículo propiedad de una compañía y mantenido por la misma, todo, incluidos los frenos, las luces y la dirección, estaba en perfecto estado, lo cual sugiere que el error humano fue el factor decisivo.
Y en la otra, el médico del distrito, doctor Abrahams, decía:
Andries Cloete era paciente privado mío, aunque lo veía poco, pues su salud era excelente para un hombre de su edad, como demuestra el hecho de que sólo una semana antes de su fallecimiento, había participado en una de sus largas cacerías, durante la que se había cobrado su trigésimo séptimo elefante, y un leopardo por la noche, lo cual indica cómo andaba de reflejos y de vista. Que yo sepa, no tenía problemas con la bebida. Durante la autopsia, el estado de su hígado y sus riñones así lo corroboraron.
—Vaya —dijo Zondi, tan perplejo como Kramer, porque en aquel expediente no veía nada que sugiriera juego sucio, ni un motivo para sospecharlo.
Entonces oyó la voz de una mujer blanca en el pasillo, lo cual lo sorprendió bastante, y enseguida ocultó a la vista las fotos del accidente, apagó su cigarrillo y pensó si no sería más discreto por su parte huir por la ventana abierta.
—MICKEY, NUNCA ADIVINARÁS quién era —dijo Kramer, que regresó minutos después al despacho de la Brigada de Investigación Criminal—: la cuñada de Kritzinger se ha pasado por aquí para entregamos esto antes de llevarse a la familia a Durban. —Y posó un deteriorado maletín de piel sintética sobre el escritorio de Malan—. Dijo que mi llamada la había hecho pensar «un hombre debe tener un sitio donde guardar sus papeles personales», y encontró esto.
—¿Hay algo que…?
—Oye, cafre, aún no he podido mirarlo —interrumpió Kramer, tan ansioso como Zondi por descubrir qué contenía el maletín. Lo abrió y empezó a rebuscar entre todo lo que había dentro de sus tres divisiones—. El impreso de Hacienda de este año, la hipoteca, una póliza de seguro, otra póliza de seguro, datos sobre su pensión, más datos sobre su pensión, certificado de nacimiento, otro, otro, otro, otro, otro, certificado de matrimonio, licencia de armas, caja de ahorros, extracto del Barclays Bank… Ah ¿qué es esto?
—La declaración de un acusado por un robo de ganado, tomada en zulú, jefe —dijo Zondi, que miraba por encima de su hombro—. Y eso pertenece a otro viejo caso relacionado con la profanación de una tumba para hacer muti con el cadáver. A mí me parecen casos sin resolver.
—Ya ¿y qué tenemos aquí? —Kramer sacó un sobre sellado, pesado y lleno de bultos, con un par de palabras garabateadas en zulú—. ¿Más de lo mismo?
—Ahí dice «De él», y ahí «Mía».
—¿Sí? Espero que no sea nada ordinario —comentó Kramer mientras abría el sobre con el abrecartas de Malan.
—Qué raro… —dijo Zondi.
—Los moldes en escayola de dos huellas de zapato —completó Kramer, poniéndolos uno al lado del otro—. Ambas son del zapato derecho, que pisó barro o arcilla blanda, y en las que luego alguien vertió escayola. ¿Ese «De él» será el cabrón que estamos buscando?
—Pero ¿cuál es cuál si una de esas huellas pertenece al jefe Kritzinger?
—A mí me parecen casi idénticas, excepto porque una es un poquito más larga.
Zondi examinó las huellas con más atención:
—No es un comportamiento normal en un detective eso de comparar su propia huella con la de un sospechoso.
—No tanto. Kritzinger pudo haber pisado determinada zona en busca de pistas y de repente darse cuenta de que allí había huellas pertenecientes a otra persona, lo que lo obligaría a diferenciarlas de alguna forma.
—Entonces seguramente el primer paso que debemos dar será aclarar el problema de «quién es quién» cogiendo uno de los zapatos del jefe Kritzinger y midiéndolo.
—Cierto —afirmó Kramer—, pero su casa estará cerrada a cal y canto porque la cuñada se los ha llevado a todos a Durban, y apuesto a que no ha dejado ni las llaves del mozo.
Zondi se encogió de hombros.
—¿No sería más sencillo medir uno de los zapatos que el jefe Kritzinger llevaba puestos la noche en que murió?
—No lo entiendes: eso no es nada sencillo —respondió Kramer—. El depósito de cadáveres de Nkosala lo dirigen los condenados Bud Abbot y Lou Costello: todas las cosas de Kritzinger acabaron en el puñetero incinerador.
—¿Está usted seguro de que…?
—Yo estaba presente cuando el encargado de la caldera juró por Dios que toda la ropa se había echado al fuego.
—¿Y usted lo creyó?
—Hombre ¿y qué harías tú si te entregaran una apestosa pila de harapos como aquella, empapada en sangre, en mierda y sabe Dios en qué más?
Zondi apretó un ojo mientras calculaba las posibilidades de algo.
—Teniente —dijo—, creo que es hora de que un cafre haga su trabajo de cafre. ¿Me da su permiso para coger el Chevy?