XXIV

AL VER QUE A KRAMER sólo le quedaban dos Lucky Strike, Zondi levantó la mano y dijo:

—No, jefe, por favor, coja uno de los míos.

Los encendieron y se sentaron bajo la roca, mientras el cuervo volvía a las andadas.

—Así es como están las cosas, teniente —dijo Zondi, y se detuvo para sacarse una hebra de tabaco de la lengua—: hace muchos años que la songoma conoce al jefe Kritzinger. Acudía a ella porque quería entender la historia del pueblo zulú. La anciana afirma que sus recuerdos se remontan a antes de las guerras zulúes contra los ingleses, y que su padre estaba en el kraal[1] de Shaka cuando allí mataron a los líderes de los voortrekker[2], después de haberles dado la bienvenida. El jefe Kritzinger le dijo que uno de sus antepasados se encontraba entre ellos, y que quería comprender por qué Shaka de repente…

—¡Oye, oye! —interrumpió Kramer—. Dejemos las clases de historia para más tarde.

—Lo que intentaba explicar, teniente —siguió Zondi un tanto forzado—, es que la songoma se sorprendió cuando el jefe Kritzinger fue a pedirle que intercediera por él para buscar la sabiduría de la Canción del Perro. No era su estilo. Nunca lo había hecho antes.

—Entiendo. ¿Y eso fue el domingo?

—No, en octubre, jefe.

—¿Cómo? Pero yo creí que…

—El jefe Kritzinger hizo dos visitas en relación a este asunto, teniente, eso es lo que lo desconcierta. La primera vez, a finales de octubre, el jefe Kritzinger vino a decirle que estaba muy preocupado por la muerte de dos blancos cuyo vehículo se había empotrado contra un vagón de caña de azúcar propiedad del jefe Grantham.

—Vaya, así que no íbamos tan desencaminados.

—¿A qué se refiere?

—Tú sigue, Mickey.

—El jefe Kritzinger le dijo a la songoma que quería que la Canción del Perro le confirmase si lo que él creía era correcto: que la colisión no había sido un accidente. También quería que el espíritu le dijera si estaba cerca de identificar al culpable. En respuesta…

—¡Espera un momento! —Kramer frunció el entrecejo—. No entiendo una cosa: si Kritzinger estaba dispuesto a humillarse arrastrándose ante una hechicera para preguntarle esas cosas ¿por qué no llegar hasta el final? ¿Por qué no le preguntó directamente a la Canción del Perro el nombre del culpable y acabó con el asunto?

—La songoma no es tonta, se hizo la misma pregunta —respondió Zondi—. Pero dice que cree que el jefe Kritzinger ya sabía las respuestas a las preguntas que hacía.

—Mira, no: esto empieza a liarse demasiado para mí.

—No, jefe. Un hombre puede saber una cosa, pero que se la crea ya es otra historia, sobre todo si se trata de algo malo. Recuerdo que cuando era un joven policía tuve que acudir a la casa de una familia cuya hija pequeña había desaparecido, y aunque les llevé el vestido de la niña lleno de sangre y hecho jirones, los padres no…

—Sí, sí —interrumpió Kramer, acordándose de un incidente similar que le gustaría olvidar para siempre—, te entiendo: lo que dices es que Kritzinger quería que algo o alguien de fuera le confirmase que una idea suya, impensable, estaba justificada ¿no? Pero era detective, por el amor de Dios, ¿por qué no lo hizo de una forma normal?

Zondi se encogió de hombros.

—Tal vez fuera imposible, jefe, sin arriesgarse a provocar un terrible desastre en caso de estar equivocado. Tal vez lo único que se atrevió a hacer en ese momento fue consultar a la songoma, una anciana cafre que vivía a muchas millas de distancia. Al menos era alguien con quien podría hablar libremente de su problema.

—Ya —dijo Kramer, a punto de mofarse de la idea antes de reconocer que él había sentido algo similar últimamente—. Pero eso nos ofrece la interesante posibilidad de que Kritzinger le hubiese contado más cosas sobre el asunto a la vieja de las que ella reconoce.

—Cierto, y en parte por eso estuve tanto tiempo con la songoma. Pero no conseguí desviarla de su historia. Era como una roca incrustada en el lecho de un río seco.

—Pues volvamos a lo que te contó. Nos habíamos quedado en que Kritzinger vino a verla con varias preguntas para el espíritu de la Canción del Perro…

—La songoma le dijo al jefe Kritzinger que debería volver a los nueve días, que para entonces ella tendría la respuesta de la Canción del Perro. Pero el jefe Kritzinger no acudió a la cita. Pasaron varios meses antes de que ella volviera a verlo.

—Y eso fue el domingo.

—Correcto.

—Ya. Comprendo que Kritzinger se arrepintiera y no regresara a los nueve días pero ¿por qué cambió de idea otra vez? ¿Sería porque ya no estaba seguro de conocer la respuesta a sus preguntas?

—Sí, es usted muy perspicaz, teniente. La songoma dice que estaba aún más preocupado que antes, y que murmuró algo así como que probablemente el asunto era mucho más grave de lo que él había imaginado. Dijo que había escrito todo lo que sabía acerca del asunto y que lo había leído muchas veces en su escritorio. Empezaba a preguntarse si no se habría equivocado y debería buscar la verdad en otra dirección. Quería saber si ella recordaba algo de lo que la Canción del Perro había dicho en respuesta a sus preguntas de hacía meses.

—No creo que le resultara muy difícil, teniendo en cuenta que es ella quien se lo inventa todo.

—No sé si es consciente de eso, teniente, pero me dijo que lo recordaba con facilidad, por lo extraño de la petición y porque la Canción del Perro había sido muy breve.

—Ya.

—¿No quiere saber cuáles fueron sus palabras, jefe?

—¡Pues claro que quiero! —exclamó Kramer, lanzando una piedra al desfiladero—. Ya sean bobadas o no, pudieron influir sobre su forma de pensar cuando murió.

Zondi asintió y dijo:

—Pues esta fue la Canción del Perro, teniente: «Sigues el sendero correcto, Isipikili, pero ten cuidado: aquel que caza entre las hierbas altas puede tropezarse con la mamba».

—¿Nada más? —preguntó Kramer, echando la cabeza hacia atrás—. Hombre, no esperaba gran cosa, pero eso no da ni para celebrarlo. Ni siquiera encaja bien con las preguntas.

—Pues la songoma dice que la respuesta animó mucho al jefe Kritzinger.

—¿En qué sentido? Mierda, es la clase de chorrada que puede aplicarse a casi cualquier situación. Lo que viene a decir es: adelante, pero con cuidado. Podría ser el lema de la Brigada de Investigación Criminal.

Zondi asintió.

—En general, estoy de acuerdo, teniente, pero ese hombre se tomaba cada palabra de una forma muy personal. El jefe Kritzinger le dijo a la songoma que la Canción del Perro decía bien: durante meses había cazado al búfalo entre las hierbas altas sin tener en cuenta que a sus pies podría haber una serpiente letal, y que sin embargo aquella misma mañana la había visto fugazmente. Estaba muy contento.

—¿Le preguntó la vieja qué quería decir con lo de «serpiente»?

—Creo que lo discutieron a fondo, teniente, pero a mí sólo me dijo que ella había añadido su propia advertencia a las palabras de la Canción del Perro. Le dijo al jefe Kritzinger que debía «cazar sólo al hombre» y «huir de los mensajeros» cuando se sintiera en peligro.

—¿Qué?

—Ya lo sé, teniente, resulta desconcertante, pero esta gente habla así. Podríamos estar mucho tiempo debatiendo sobre su significado.

—Siempre y cuando nos pareciera que merece la pena, Mickey. Pero sólo debe preocuparnos el efecto que pudo causar semejante tontería. ¿De qué humor se encontraba Kritzinger cuando se marchó?

—Estaba preocupado, jefe, y la songoma tuvo miedo de él. Dijo que su sombra se iba debilitando.

—Sí, claro. Las mejores profecías son hijas ilegítimas de la perspectiva que da el tiempo.

Zondi sonrió.

—Usted también podría ser un buen songoma, teniente, famoso por sus estupendos dichos.

—Cuidadito, cafre, ¡un poco de respeto!

Las carcajadas de los dos ahuyentaron al cuervo.

Kramer se puso en pie y miró el reloj.

—Bueno, aún son poco más de las nueve, y yo no pienso quedarme aquí sentado de brazos cruzados hasta las doce esperando a Aap y su maldito helicóptero. ¿Y tú?

LES VINO MUY BIEN QUE ZONDI hubiese pasado tanto tiempo observando el camino durante el vuelo desde Mabata a la montaña de la hechicera. Sin el mapa mental que se había dibujado, la confusión de los senderos —sobre todo en los valles desiertos, donde no había nadie a quién preguntar— habría supuesto una gran pérdida de tiempo y de energía.

Aun así tardaron más de dos horas de caminata constante en llegar a las cercanías de Mabata, subiendo laderas y bajándolas, cruzando zonas silvestres y otras semicultivadas. El segundo helicóptero tampoco estaba frente a la pequeña comisaría y el único indicio de vida perceptible a esa distancia era cierto movimiento en la parte trasera de dos vehículos blancos que estaban aparcados junto al mástil de la bandera.

Zondi, que había guiado a su jefe en sociable silencio, se detuvo, miró a su alrededor y levantó las cejas, como preguntando si Kramer quería pararse a descansar unos minutos.

Kramer negó con la cabeza. Casi había dejado de hablar y de pensar. Pero ahora llegaba el momento de actuar y lo único que quería era volver a Jafini. Sudando profusamente y con la chaqueta al hombro, mantenía la vista fija en los talones de Zondi, sin molestarse en levantarla: estaba más que harto de tanta escena rural pintoresca típica de Zululandia. Las chozas de barro y los áloes, el maíz esmirriado por la sequía y los negritos de barriga hinchada, los burros con piedras atadas a la cola para evitar que rebuznaran por la noche. Sus piernas, que ya habían empezado a quejarse, descubrieron que debían esforzarse más a medida que la pendiente se hacía más pronunciada.

Entonces vio que varias botellas de cerveza destellaban sobre la hierba seca, a ambos lados del camino, y segundos más tarde Zondi y él volvían a recorrer terreno llano y se encontraban a pocos metros del lugar donde habían dejado el Land Rover, junto a la comisaría de Mabata.

A la puerta estaba el oficial al mando, Stoffel Wessels, aún en zapatillas, con los hombros caídos, mirando distraído hacia el horizonte que quedaba a espaldas de ellos.

—STOFFEL, ¿QUÉ TAL? —preguntó Kramer, y se dio cuenta de que los dos vehículos blancos que había más allá eran ambulancias—. ¿Alguien ha resultado herido?

Wessels centró su atención en él poco a poco y dijo, como riéndose entre dientes:

—El pájaro ha caído.

—No le entiendo —intervino Kramer mirando a Zondi fijamente, que respondió encogiéndose de hombros para indicar que él también estaba perdido.

—¡El pájaro! —insistió Wessels, golpeándose en la nuca con el filo de su mano—. ¡Ha caído! ¡Ha caído! ¡Ha caído!

—Oiga, amigo —dijo un joven conductor de ambulancia que había llegado corriendo y le había pasado un brazo por los hombros a Wessels—. Quiero que entre conmigo y se siente un rato. Está en estado de shock, ¿me oye? No se preocupe porque ya nos ocupamos nosotros de todo y viene más ayuda en camino.

—Muy bien —aceptó Wessels.

—¿Me acompaña?

—Mientras no tenga que ver esos…

—No, amigo, se lo prometo. Daremos la vuelta para entrar. Poco a poco, no se apresure.

El conductor de la otra ambulancia, un hombre fornido, de mediana edad, con el pelo cortado a lo Elvis, patillas incluidas, se acercó a Kramer, lo midió con la vista y le dijo:

—¿Se encuentra bien? Veo que lleva una pequeña mancha de sangre en la camisa.

—No, no es nada. Pero ¿qué pasa aquí? ¿Lo sabe usted?

—Muy sencillo. Según los del otro helicóptero, que lo vieron todo, el primero aterrizó en una pequeña depresión, con una especie de terraplén empinado a un lado. En ese momento los negros estaban en pleno lío: las balas y las lanzas silbaban sin parar y unos cuantos cafres daban la lata con sus escopetas, bailando encima de unas rocas. Los shabala llevaban quince muertos y los sithole catorce, aunque intentaban empatar. Los cuervos encantados, claro, las mujeres haciendo el ruido ese que hacen y que viene a decir «No tenéis pelotas», picándolos. Pues eso, lo de siempre, que no suele dar problemas. Pero parece que nadie en el helicóptero se dio cuenta de lo cerca que estaban del terraplén, y cuando los tres primeros soldados saltaron a tierra para ponerse a cubierto, fueron directos hacia el terraplén y ¡zas, zas, zas!, los rotores los pillaros y los decapitaron. Sí, una muerte horrible pero seguro que ni les dio tiempo a enterarse. El problema es que, debido a ello, el helicóptero se inclinó un poco y los rotores dieron en el suelo. Entonces el aparato entero dio una especie de voltereta, se salió de la hondonada y cayó por el precipicio al que los shabala daban la espalda. ¡Bum! Una gran bola de fuego y todos los negros de los alrededores salieron por patas como alma que lleva el diablo. El segundo helicóptero tomó tierra, nos avisó por radio y recogió a los tres primeros. Ahora se ha ido a buscar a los demás antes de que los negros se apoderen de sus restos para hacer muti, o medicinas tradicionales. No querría yo su trabajo ni regalado. ¿Le apetece un chicle, jefe?

Kramer rehusó la barrita de Wrigleys que le ofrecía, fue a echar un ojo a la parte trasera de la ambulancia más próxima y luego se acercó al Land Rover, seguido por Zondi.

—No creo que sirviéramos de mucho si nos quedamos —dijo, poniendo en marcha el motor—. ¿Has oído la historia entera?

Zondi asintió, suspirando.

—El cuervo —dijo.

—Repítelo. ¿Qué has dicho?

—Nunca me han gustado los helicópteros, teniente —respondió Zondi.