XXIII

UNA HORA DESPUÉS DE AMANECER, un helicóptero Alouette se elevó de la zona verde frente a la comisaría de Mabata, armando un gran estrépito, y se dirigió hacia el Oeste.

—Oye, Tromp. —Aap van Vuuren gritó al oído de Kramer—, tienes que presentarme a tu nueva novia en cuanto tengas la oportunidad.

Kramer frunció el ceño.

—¿A qué te refieres? —quiso saber.

—Es obvio que no eres consciente del estado en el que te dejó anoche. Briznas de hierba, vale, me parece bien, pero hombre, tienes la ropa llena de barro y de sangre. ¡Debe de ser toda una tigresa!

—Pues no —grito Kramer a su vez—. Es bibliotecaria.

Van Vuuren sonrió y luego se inclinó hacia delante para asegurarse de que el piloto de las Fuerzas Armadas tuviese sujeto con correas al muslo el mapa correcto, en el que se veía marcada a lápiz la ruta que debía seguir el helicóptero.

Kramer miró a Zondi, encogido tras ellos, con mala cara pero pendiente del paisaje que se extendía a sus pies.

—Bueno —le dijo—, este animal vuela como pocos, cafre, no podrás negarlo.

—Me hace tener miedo de Dios, jefe —dijo Zondi.

—Ah ¿sí?

—Desde aquí arriba, teniente, el hombre no es nada.

—Por eso tal vez el paisaje parece mejor.

Algo que resultaba sorprendente, para quien valorase unas montañas que parecían trozos de columna vertebral marrón desenterrados de una tumba cavada a poca profundidad, con los senderos que se asemejaban al rastro de un caracol, mientras que los caracoles eran las chozas zulúes, con sus techos picudos, que se adherían a las empinadas pendientes en círculos, formando aldeas. Más tarde, de los hogares situados en el exterior de cada choza principal se elevarían volutas de lento humo, pero aún debía de ser muy temprano para que se levantaran las mujeres más jóvenes de algún jefe poco importante. El ganado se asustó con el ruido de los rotores del helicóptero, iniciando esqueléticas estampidas; y los diminutos pastores, totalmente despiertos ya, blandieron sus palos, queriendo amenazar a la sombra de aquella libélula gigante que se deslizaba sobre ellos.

—El plan consiste en dejaros en la cueva de la hechicera —siguió gritando Van Vuuren al oído de Kramer—, hacer entrar en razón a esos malditos cafres, y luego volver a recogeros, ya de regreso, ¿de acuerdo?

Kramer, que ya había consentido a aquel plan unas cinco veces en lo que iba de mañana, asintió de nuevo.

—En otras palabras —dijo Van Vuuren—: no creo que estemos de vuelta mucho más tarde de las doce.

—Sí, sí, ya me lo has dicho.

—Más o menos.

—Sí, vale.

—Depende de cómo vayan las cosas.

—Por supuesto.

—Quedamos al mediodía, entonces.

—Genial.

—O un poco más tarde, ya veremos.

Kramer pensó que no le extrañaba la fama de Van Vuuren: decían que siempre conseguía que los sospechosos a los que interrogaba firmasen cualquier cosa.

ZONDI IBA ELIGIENDO con cuidado los puntos de apoyo en aquel empinado sendero, consciente de que sus piernas aún temblaban un poco después del paseo en helicóptero. Por muy interesante que hubiese podido parecerle a veces, pensaba que el hombre no debe superar la frontera de lo que no es natural.

Se detuvo para recuperar el aliento y miró hacia abajo, hacia el lugar donde habían aterrizado, pero no localizó al teniente, que debía haber encontrado un sitio cómodo donde sentarse a fumar sus Lucky Strike.

«Esto de la hechicera es trabajo de cafres —había dicho el teniente cuando el helicóptero se hubo ido—, pero procura no decepcionarme».

Y Zondi se había sentido aliviado porque visitar a una songoma, sobre todo tratándose de una tan conocida como Mama Pelapela, exigía unas muestras de respeto que la mayoría de los blancos considerarían humillantes, poniéndolo todo en peligro.

«Lo cual plantea de nuevo la cuestión: ¿qué clase de hombre podía haber sido el tal Maaties Kritzinger? —se dijo Zondi mientras seguía subiendo—. Como mínimo, era poco corriente».

Entonces la ladera empezó a afectarle de forma extraña. Quizás comenzó con el cuervo que de repente se lanzó en picado graznando y que le obligó a darse la vuelta y observar cómo remontaba de nuevo el vuelo. Durante unos segundos volvió a sentirse como un niño, siempre temeroso cuando un cuervo le advertía de algo —su abuela juraba que eso era lo que hacían—, pero sin saber de qué. Y cuando su mirada regresó al camino que tenía delante, lo vio de una manera diferente. Como cuando era un niño, sus ojos empezaron a distinguir criaturas que no había visto hasta entonces. Un grotesco saltamontes balanceándose sobre un tallo de hierba, dos bulliciosos escarabajos peloteros, una mantis religiosa atiborrándose, arañas, hormigas, lagartos… pero no serpientes, aunque se tropezó con la piel mudada de una víbora bufadora, lo que hizo que se le acelerara el corazón. Aquella ladera ahora le parecía muy viva, llena de aguijones, dientes y muerte súbita. También él se sentía mucho más vivo, en su ambiente, a miles de millas de las aceras de Trekkersburgo, de sus callejones, de sus barrios de chabolas y de su hedor a ciudad.

Un duende saltó frente a él, horrible, dando brincos, agitando su diminuto escudo de cuero y su azagaya, emitiendo un prolongando grito, obstruyéndole el camino, vestido con una falda de colas de mono.

Por un momento, Zondi se quedó bloqueado.

—¿Quién recorre este sendero? —El grito desafiante llegó a sus oídos—. ¿Quién osa acercarse a la cueva de Aquella que Oye la Canción del Perro?

Zondi se rió.

—¡Tokoloshe! —exclamó, al reconocer al enano zulú—. Mira que me he preguntado veces dónde te habrías metido.

—¡Mierda! —dijo Tokoloshe, dejando caer sus armas—. Tenía que ser el sargento Zondi.

—¡El mismo, amigo! ¿Dónde nos vimos la última vez? ¡Ah, ya sé! En la estación de autobuses de Trekkersburgo: te dedicabas a robar las carteras de un grupo de estudiantes blancos.

—¡Eso jamás!

—¿Que no? Pues así es como yo lo recuerdo. Pero cuéntame, ¿y este cambio de ocupación?

—Es una forma honrada de ganarse la vida, sargento.

—No me lo creo.

—Tiene razón, la historia es un poco más complicada.

—Ojalá tuviera tiempo para escucharla. Tal vez más tarde.

—¡Perfecto! —contestó Tokoloshe destilando falsedad—. La songoma querrá saber por qué ha venido a verla, ¿qué le digo?

—Si es buena en lo suyo, ya debe saberlo —dijo Zondi, sacando un billete de diez rands.

Tokoloshe se lo quitó de las manos y subió por el camino pegando botes como una cabra, mientras le hacía señas a Zondi para que lo siguiera.

«¡ES RIDÍCULO! —pensó Kramer, recobrando el juicio a la sombra de una roca—. Debo estar loco. No es de extrañar que Van Vuuren y sus colegas se hayan marchado presas de la risa floja, una forma de expresar su asombro porque un blanco —y encima un oficial superior de la Brigada de Investigación Criminal de la Policía Sudafricana— se tome tan en serio a una bruja negra y llegue a estos extremos para incluirla en sus investigaciones».

—¡Totalmente ridículo! —dijo en voz alta, apagando de un pisotón el Lucky Strike que acababa de encender—. Zondi, regresa ahora mismo ¿me oyes?

Pero cuando miró hacia la ladera, Zondi había desaparecido y sólo quedaba un viejo cuervo que afilaba su pico en una roca.

LA ENTRADA DE LA CUEVA, invisible desde el aire al estar rodeada de vegetación —en su mayoría granadillas, tan fuera de lugar—, resultaba inesperadamente acogedora. Junto a ella había dos botellas de leche vacías, como si el lechero pudiese pasar por allí en cualquier momento con su carro, y alguien había puesto a secar en un arbusto espinoso un par de pololos rosas.

—Espere aquí —ordenó Tokoloshe, señalando con su lanza un punto junto al hogar, delimitado por un círculo de cráneos de mono—. Antes debo anunciar su presencia.

Zondi, que sospechaba que el helicóptero ya había anunciado todo lo que había que anunciar, obedeció y se acuclilló a esperar.

Entonces se fijó en que había algo en el interior de cada una de las botellas de leche: vello púbico colgado en una fina tela de araña.

—Sargento —dijo Tokoloshe, saliendo de la cueva a cuatro patas—, qué gran honor para usted. La songoma le recibirá de inmediato.

—¿Aquí fuera?

—No, dentro. Debe arrastrarse.

Y se arrastró, consciente de que Tokoloshe estaría saboreando aquel momento. Se arrastró por encima de dos alfombrillas de baño, de un felpudo, de un pedazo de moqueta púrpura y, por último, de tres pieles de vaca, antes de detenerse en el lugar donde comenzaba la arena seca y plateada del interior de la cueva, intentando acostumbrar sus ojos a la penumbra.

—¡Saludos, Michael Zondi! —cloqueó una voz de bruja, seguida de un amago de risa—, criado del hombre blanco que baja del cielo.

—¡Saludos, Mama Sabia! —respondió Zondi apretando los dientes ante un insulto tan gratuito—. Yo no soy el criado de nadie.

Otro amago de risa.

Entonces la vio: desdentada, la cara tan arrugada como la rodilla de un rinoceronte, el pecho marchito y aplastado, tres vejigas infladas y anudadas sobre su oreja izquierda, una falda larga y negra, y decenas de aros de latón en los hinchados tobillos. Estaba comiendo sardinas y leche condensada —todo mezclado en un plato de estaño— con una cuchara de postre.

SIN QUE NADIE LA INVITARA, la viuda Fourie se coló en los pensamientos de Kramer, sonriéndole como lo había hecho cuando le ofreció la botella de brandy. Cerró los ojos un instante, con la esperanza de no perder su imagen.

Pero enseguida desapareció, apartada a un lado por el trabajo que aún tenía pendiente y por el estado de ánimo cada vez más inquieto en el que se encontraba, mientras esperaba a que Zondi bajara de una cueva que quedaba muy por encima de él.

Hacía ya más de media hora que Zondi se había marchado y el cielo se estaba encapotando.

A ZONDI HABÍAN EMPEZADO a escocerle los ojos. La songoma no dejaba de añadir pellizcos de hierbas a un pequeño recipiente de arcilla que contenía carbones calientes y que llenaba la cueva de extraños aromas y de un humo denso y molesto. Mientras lo hacía, se acunaba adelante y atrás, acuclillada, murmurando para sí. Varias veces tiró frente a ella un puñado de huesos que contenía, si Zondi no se equivocaba, al menos tres articulaciones de dedos humanos. La hechicera le había dicho que permaneciera quieto y callado.

—Has venido —dijo por fin— con un hombre que ha tenido un sueño.

Zondi pensó que eso podía decírsele a cualquiera sin arriesgarse demasiado y recordó la homilía contra los hechiceros tantas veces repetida por la hermana Teresa, pero su respuesta fue respetuosa:

—Te escucho ¡oh, Sabia!

—Has venido para hacerme muchas, muchas preguntas.

«Eso tampoco exige muchos dones de vidente —pensó Zondi—, teniendo en cuenta que Tokoloshe le habrá dicho que soy detective», pero sólo repitió:

—Te escucho, ¡oh, Sabia!

—Pues adelante, oigamos lo que tengas que decir —soltó irritada, aún balanceándose y separando a un lado los huesos—. Desde que te has acercado, mis oídos están llenos de los sonidos de mujeres que lloran y de niños afligidos.

—Debes saber, ¡oh Gran Sabia!, que el detective Kritzinger ha muerto. Isipikili. Sin duda las noticias como esa se propagan enseguida por todas partes.

—Sí, eso ya lo sé, Michael Zondi, y mi corazón se duele.

—Isipikili vino a visitarte, Madre Grande, ¿no es verdad?

—Ha estado aquí muchas veces, Michael Zondi.

—¿Sí? ¿Y cuándo fue la última vez, Madre Grande?

—El domingo.

—¿Este domingo que acaba de pasar, Madre?

Asintió.

—Estaba muy preocupado, y volvió en busca de la sabiduría de la Canción del Perro.

—Necesito conocer la naturaleza de sus preocupaciones, Madre.

—¿Y por qué no lees lo que él escribió?

—No sé de la existencia de tales escritos, ¡oh, Sabia!

—¡Pero existen! Él me lo dijo. Escribió todo lo que sabía acerca del asunto y lo leyó muchas veces en su escritorio, buscando entenderlo.

—Yo no he encontrado esos escritos, Madre Grande. ¿Podrías decirme cómo ponerles las manos encima?

—¿Crees que soy tu niñera?

—No, Madre Grande, pero ¿qué más puedo decir si me hablas con acertijos?

—¿Esto te parece un acertijo? Antes de irte, sin duda de mis labios saldrá un acertijo, porque lo que me dicen los huesos sobre ti resulta muy preocupante. Pero cuando hable en clave te avisaré. Mientras, en relación al asunto de los escritos, creí que había quedado claro lo que te decía.

—Perdóname, Madre Grande. Por favor, continúa: repíteme qué vino a pedirle Isipikili a la Canción del Perro.

—¿Por qué iba a hacerlo, policía? En tus ojos veo que dudas de mis grandes poderes. Además, no me has adulado lo bastante. ¿Dónde crees que estás, en la consulta de un médico? No te has maravillado ante mi asombrosa hechicería, ni ante mi impresionante memoria, y no has dicho ni una sola palabra para elogiar mi vivacidad, extraordinaria en una mujer tan arrugada y marchita.

—Madre Grande, eso es porque en tus ojos brilla la luz de una joven doncella, que me obliga a verte con los pechos llenos y maduros, y los muslos tan regordetes y lustrosos que…

—¡Vaya! —exclamó, mientras se le escapaba un cloqueo de placer al taparse la boca con la mano—. Así que no eres por completo el chico de misión al que olí cuando entraste en mi cueva, Michael Zondi.

KRAMER, PASEANDO DE UN LADO A OTRO, consultando su reloj sin parar e intentando no hacerlo, apretó los dientes al comprobar que había transcurrido otra media hora.

—¿Qué demonios pasa? —preguntó al cuervo, que había descendido para observarlo mejor—. ¡Oye, condenado pajarraco, que te hablo a ti! ¿Esa vieja bruja está convirtiendo al tonto de mi cafre en su remedio patentado del año que viene o qué?

El cuervo ladeó la cabeza para mirarlo mejor.

—¡Sí, ya lo veo! —continuó Kramer, encendiendo otro Lucky, y ya sólo le quedaban dos—. Esencia del maldito sargento bantú Zondi, cuatro rands el bote pequeño de ungüento, basta con frotarlo. Perfecto para el lumbago, para decir chorradas, para asustar a…

En ese mismo momento, el cuervo graznó, arrancó a volar y se alejó, asustado por una lluvia de guijarros y de trozos de arcilla sueltos. Segundos después apareció Zondi, resbalando y deslizándose ladera abajo, a punto de caerse varias veces debido a la prisa. Traía una expresión sorprendentemente sombría y los puños muy apretados.

—Mickey ¿qué te pasa? —preguntó Kramer—. No pareces muy contento.

—¿Quién? ¿Yo, teniente? —dijo Zondi forzando una sonrisa—. No haga caso, jefe. Hace mucho que quería irme pero la songoma me retenía, insistiendo en decirme lo que los huesos le habían revelado y empeñada en hablar de sueños estúpidos. Tonterías de los cafres.

—¿Como por ejemplo?

—Créame, teniente: no tiene importancia.

—¿No? ¿Y tiene importancia algo de lo que ha dicho?

—¡Sí, y mucha, jefe! —exclamó Zondi.