KRAMER DECIDIÓ QUE EL CAMINO de tierra que llevaba a Mabata bien podía haber sido construido por un granjero decidido a evitar que los viajantes de comercio pudiesen seducir a sus hijas de buen ver. Aquella maldita cosa no era sólo un circuito lleno de obstáculos de toda índole, desde desprendimientos de rocas hasta esa clase de pendientes y curvas con las que sólo eran capaces de soñar los pervertidos diseñadores de montañas rusas, sino que además contaba con una superficie totalmente ondulada y llena de profundas rodadas, capaz de acabar con cualquiera y que entumecía todo el cuerpo de cintura para abajo, con efectos secundarios en el cerebro.
Pero, para sorpresa de Kramer, Zondi conducía bien y sacaba el máximo partido del Land Rover, de manera que él sólo tenía que recostarse en su asiento, apoyar los brazos con fuerza contra el salpicadero, y pedirle a Dios que los amortiguadores, las varillas y todas esas cosas aguantaran. También deseaba librarse de aquel mareo que se había vuelto a apoderar de él mientras ayudaba a hinchar de nuevo las ruedas.
De repente, Mabata apareció por fin ante los saltarines faros del Land Rover y le ofreció otro tipo de preocupaciones: dos helicópteros Alouette esperaban estacionados en la zona verde frente a la diminuta comisaría de muros de piedra, rodeados de policías vestidos con uniforme de camuflaje que bebían cerveza tumbados sobre el césped. Zondi tuvo que frenar de repente para evitar dejar el interior del saco de dormir de alguno de ellos hecho una porquería sanguinolenta.
—¡Eh, ten cuidado! —vociferó un sargento con cuello de toro, apuntando con su subfusil Sten mientras se acercaba enfadado—. ¿Quieres que te haga unos agujeros en el parabrisas para que veas mejor, imbécil?
—No si van a ser del tamaño de esa bocaza que tienes —respondió Kramer, saliendo del coche—. ¿Qué pasa aquí? ¿Es la Semana del Boy Scout?
—¡Tromp! —exclamó el sargento, y su fea cara se iluminó como la de un jabalí verrugoso que descubre un melón silvestre—. ¡El condenado Tromp Kramer! ¡Menuda sorpresa! Cuánto tiempo sin verte.
Kramer estrechó la mano que le tendía.
—¿Qué tal te va, Aap? —preguntó.
Aap van Vuuren se encogió de hombros.
—No me quejo —respondió—, aunque la mayor parte del tiempo me gustaría estar de vuelta en el Estado Libre, la verdad. Pero me he casado y ella no quiere vivir lejos de su familia.
—¿Ha nacido en Natal? ¿Es anglófona?
—¡Pero hombre! Ahora me preguntarás si tiene mezcla de sangre. ¿Acaso tengo yo pinta de liberal?
—Al menos tienes el seguro puesto —señaló Kramer.
Van Vuuren sonrió y dejó de apuntar al Land Rover.
—¿Y a qué debemos esta visita? —preguntó—. He oído decir que te han ascendido a teniente. ¿Sigues en Investigación Criminal?
—En Homicidios. ¿Y tú?
—Sigo de uniforme, y sigo intentado evitar que estos cafres locos se maten entre sí. Que todos los fines de semana surjan peleas entre las distintas facciones de las reservas es una cosa: sólo significan unos pocos cientos de chozas quemadas y algunos cadáveres. Pero este asunto entre los sithole y los shabala empieza a parecerse a una guerra, y el coronel nos ha ordenado de repente que intervengamos. Parece ser que cientos de criados han solicitado un permiso especial para volver a casa y tomar parte en una gran batalla final. Dicen que dará comienzo a primera hora de la mañana, y nosotros somos uno de los tres grupos que caerán con fuerza sobre esos cabrones para acabar con este lío. ¡Y yo que había reservado una pista para jugar al tenis!
—¿Otra cara nueva? —dijo una voz amable. Kramer se dio la vuelta y se encontró con un hombre corpulento y canoso, cubierto con un impermeable de la Policía bajo el que asomaban unos pantalones de pijama y unas zapatillas, que se acercaba anadeando—. Soy el sargento Stoffel Wessels, señor, al mando de la comisaría de Mabata. No se figura lo agradable que resulta tener compañía. Durante once meses al año sólo puedo charlar con las cabras.
—¡Y con el Maestro Holandés, Stoffel! —dijo Van Vuuren, guiñándole un ojo a Kramer.
Wessels sonrió bajo su mostacho.
—Cierto, Aap, cierto. Es un caballero de lo más cultivado, sin duda. Un gran filósofo. ¡Qué profundos pensamientos inspira! Muy profundos, sí.
—¿Sí? —intervino Kramer—. Aunque ahora mismo me interesan más las hechiceras y tonterías de esa clase. ¿Conoce alguna por aquí con un espíritu que domina la Canción del Perro?
—Por supuesto, Mama Pelapela. ¡Vaya personaje! ¡Vaya personaje! ¿Tiene algo que ver con el pobre Maaties?
—Sí. Quiero saber si…
—¡Pobre Maaties! ¡Cuesta creerlo! ¡Cuesta creerlo!
Kramer pensó que tal vez las cabras necesitaran que se les dijeran las cosas dos veces para entenderlas, pero Wessels empezaba a ponerlo de los nervios.
—¿Queda muy lejos su cueva? ¿Sería posible llegar esta noche?
—¿Esta noche? No, me temo que es imposible. Está a tres horas andando, y tres…
—¡Mierda! —soltó Kramer.
—A lo mejor yo puedo ayudar —se ofreció Van Vuuren, dirigiéndose a Wessels—. ¿Sería tan amable de señalarme el lugar en un mapa?
«¿Y AHORA QUÉ?», murmuró Zondi en zulú, solo en el asiento delantero del Land Rover, al que lo clavaban una docena de ojos hostiles que se preguntaban qué demonios pintaba aquella cosa negra en medio de la blancura de todos ellos.
Encendió un Texan y se recostó, bajando el sombrero hasta su nariz.
La noche había sido movidita, entre una cosa y otra, pero había tenido poco que ver con su propia presa, su primo Matthew Mslope.
Pobre Matthew. Cuando pensaba en él volvía a sentir el olor de los eucaliptos azules que rodeaban la escuela de su misión, situada en lo más profundo de aquel valle de Zululandia. Allí habían soñado los mejores sueños de sus vidas. Las monjas blancas decían que bastaba con que aprendieran las lecciones, así cuando crecieran serían iguales a los demás hombres y podrían hacer todo cuanto desearan. Aquellas mujeres estúpidas y amables se habían equivocado, porque creían que todos los hombres eran hermanos, se habían equivocado por completo. Pero Zondi no estaba resentido por ello. No como su compañero de clase, su primo Matthew Mslope, que había regresado con una turba para quemar, saquear, violar y vengarse. Esa era una conducta igualmente equivocada, y significaba que ahora él también debía morir.
O lo que fuera, una vez que aquel fascinante asunto de la explosión en Fynn’s Creek acabase de alguna forma. Zondi siempre había sentido un placer especial cuando el asesinado era un blanco. No por los motivos que muchos podrían suponer, rápidos en insinuar implicaciones raciales, políticas e incluso aritméticas, sino porque los asesinatos de negros solían ser banales y sencillos: estallidos de violencia que no ofrecían dudas. Aquí estaba el cuerpo destrozado, allí el hacha de la leña, más allá treinta y seis testigos, y cerca el asesino, siempre rondando la zona, con cara de cansado pero dispuesto a afrontar su destino para evitar más problemas a los espíritus de sus antepasados.
Pero si el muerto era blanco —seguramente porque había tantas películas y libros ingeniosos que trataban el tema—, casi siempre el caso contenía un fuerte componente de misterio, lo que obligaba a cualquiera a «devanarse los sesos», por utilizar una de las expresiones preferidas de la hermana Teresa. Sí, era como si la mayoría de los asesinos blancos pensaran que debían mantener una tradición, respetar ciertos patrones, y actuaban en consecuencia. ¿O sería porque, en general, tendían a ser menos apasionados, menos impulsivos, por lo que mataban más a sangre fría, eran más calculadores y, desde luego, mucho más conscientes de las posibles consecuencias?
«Interesante», murmuró Zondi, echando la ceniza en su otra mano para luego soplarla por la ventanilla.
—GRANTHAM NO ME TOMÓ EL PELO —dijo Kramer, deslizándose en el asiento del conductor del Land Rover—. Stoffel Wessels, el jefe de la comisaría, dice que Kritzinger volvió hecho puré de visitar a la bruja. Sólo quería emborracharse, y se metió entre pecho y espalda casi una caja de cervezas antes de decirle una maldita palabra.
—¿Qué más, teniente? —preguntó Zondi.
—Parece ser que Kritzinger fue a preguntar acerca de algo que estaba investigando, algo que describió como «una serie de muertes».
—¿Una serie?
—Sin duda a Wessels le dio la impresión de que se refería a más de un caso.
—¿E incluía el de los padres de la joven señora?
—Wessels no conoce los detalles.
—Pero ¿de qué otras muertes tenemos noticias, teniente?
—¡Cómo puñetas quieres que lo sepa!
—¿Qué más dijo el jefe Kritzinger?
—Que estaba muy preocupado por algo sobre lo que la Canción del Perro le había advertido.
—¿El qué?
—Ni idea. No quiso decírselo a Wessels. Luego quiso hacerle creer que todo era una broma. Oye, tú y yo estaremos en esa cueva mañana a primera hora, y nos enteraremos de qué…
—¿A primera hora? Esa cueva se encuentra a muchas…
—¡Ya lo sé! Pero no hay problema. ¿Ves a ese viejo colega mío de allí? Nos llevará y nos sacará de allí en un abrir y cerrar de ojos.
—¿Quiere decir que vamos a ir en helicóptero? Porque yo preferiría…
—Oye, no tendrás miedo a volar ¿verdad? Tú, un condenado guerrero zulú, los más valientes entre los valientes, que asustáis a todo el mundo con vuestras pieles de mono y vuestros adornos de leopardo.
—¡Ha puesto usted el dedo en la llaga, jefe! Como puede ver, no voy vestido para la ocasión —respondió Zondi.