AL FINAL EL AGUACERO que caía sobre la choza gritó pidiendo ayuda, y al rescate llegó corriendo su hermana mayor, una impresionante tormenta que vapuleó la puerta e intentó arrancar el tejado de paja.
—Es una pena que esto no hubiera ocurrido hace tres noches —comentó Kramer, obligado a elevar la voz—. Todo habría quedado tan empapado que a lo mejor hasta habría mojado la mecha.
Zondi asintió, pero estaba claro que seguía preocupado por el resumen que Kramer acababa de hacerle. En sus ojos había esa mirada perdida, aunque no la apartaba de la llama de la vela, y permanecía totalmente inmóvil con las manos en los bolsillos de la chaqueta.
—Mi tío tenía un mono que solía sentarse así, sin moverse durante horas —dijo Kramer—. Su excusa eran los años y el estreñimiento. ¿Cuál es la tuya?
—¿Cómo? —Zondi se giró y un segundo después sonrió de oreja a oreja—. Sí, lo siento, jefe, pero es que muchas cosas han empezado a encajar y ahora lo veo todo más claro.
—¿Sí?
—Pero, con todos mis respetos, debo insistir en que el jefe Kritzinger no pudo tomar el curry de su última cena con el jefe Grantham.
—¿Y cómo puedes estar tan seguro?
—Porque Moon Acre es un lugar donde trabajan muchos fugitivos y es allí donde estaba yo vigilando esa misma noche, ocultándome de los perros en las ramas de un árbol próximo al recinto. Puedo jurar que el jefe Grantham cenó solo alrededor de las ocho, luego escuchó la radio en el porche de delante tomándose un gin-tonic hasta cerca de las once, cuando dio permiso al cocinero y al resto del servicio para retirarse. Después se fue a su dormitorio y allí se quedó leyendo hasta que se produjo la explosión. Entonces salió a la carrera armado con un rifle, llamando a su induna.
—¿Dices que la explosión lo tomó por sorpresa?
—Lo siento, teniente.
—No, no, ciñámonos a los hechos. Eso me ahorraría mucho tiempo, porque parece que no tendría sentido sospechar de Grantham.
Zondi negó.
—No veo por qué. Es evidente que en Moon Acre ocurren muchas cosas raras de las que aún no sabemos demasiado.
—Por cierto, ¿localizaste allí a tu primo el violador de monjas?
—No, pero es posible que esté en la propiedad. He de hacer más averiguaciones.
—Ya. ¿En qué más cosas me he equivocado, por lo que tú sabes?
—No fui yo quien robó la ropa del domingo de Moses Khumalo, el cocinero.
—¿En serio? ¿Y quién fue? ¿Tienes alguna idea?
—Creo que seguramente habrá sido algún bantú que no tenga que ver con el caso. Alguien que también estuviera bebiendo en el bar aquella noche y que oyera a Moses decir que le habían dado la noche libre porque su jefe no estaba; alguien que dedujera, por el estado de Moses, que tardaría muchas horas en volver a Fynn’s Creek. Ese alguien se habría escabullido para ir a ver qué podía robarle, o incluso qué podía robar en la casa. El caso es que esas ropas debieron ser robadas la misma noche de la explosión, porque a la noche siguiente, cuando me pilló hablando con Moses Khumalo, ya no estaban aquí.
—Pues Moses no parecía muy seguro de eso cuando hablé con él.
—Puede que no, pero durante mi visita, cuando Moses salió a orinar, registré la choza rápidamente, para comprobar su honradez. Este baúl de hojalata estaba vacío.
Kramer suspiró y movió la cabeza.
—Pensándolo bien, el nombre de Listillo no te iba nada mal —dijo mientras alargaba la cajetilla de Lucky Strike, de la que salían dos cigarrillos.
—Muchas gracias, teniente. La verdad es que en eso pensé exactamente lo mismo que usted. También empecé a buscar al ladrón, creyendo que tal vez habría presenciado algo interesante en Fynns Creek aquella noche, pero sin éxito. Imagino que desde la explosión esa ropa le da miedo y la habrá enterrado en la madriguera de algún oso hormiguero.
—Sargento bantú: te ordeno que al próximo oso hormiguero que veas con un remiendo en su mejor camisa y el trasero de los pantalones lleno de brillos lo arrestes de inmediato.
Zondi se rió y ambos compartieron la oscilante llama de la vela, encendieron los pitillos y aspiraron con ganas.
—TE TOCA —DIJO KRAMER—. Cuéntame a qué te has dedicado estos días, sobre todo me interesa lo que hayas descubierto.
—¿Por dónde empiezo, jefe?
—Sigue donde lo dejaste. Ya sabes, cuando te pesqué charlando con Moses Khumalo, el cocinero.
—Bien —y Zondi se puso en pie para caminar de un lado a otro mientras hablaba—. Pues me quedé como estaba, excepto porque tenía la sospecha de que el jefe Kritzinger había venido el lunes para hablar de algún caso que interesaba a la joven señora. Quería buscar información mientras pudiese, y al ver que usted estaba tan ocupado con Moses, usando a Cassius Mabeni como intérprete, decidí examinar el vehículo que el jefe Kritzinger había dejado aquí.
—¡Mierda! Y yo pensando que te habías largado pitando de Fynn’s Creek, como un búfalo al que le arde el trasero.
—Y así fue, teniente. Pero luego di la vuelta y regresé con mucho cuidado. Cuando llegué al coche, me sentí decepcionado al principio. Yo había esperado…
—¡Alto, alto! —interrumpió Kramer: se le había ocurrido una idea desagradable—. Espero que no vayas a decirme que te llevaste algo del coche, porque cuando lo registré no había mucho que encontrar.
Zondi negó con la cabeza.
—No, no me llevé nada, jefe. Y estaba prácticamente vacío, como usted dice, a excepción del cenicero.
—Lleno hasta arriba, si mal no recuerdo.
—Sí. Pero había muchas más cerillas usadas que colillas.
—¿Las contaste? ¿Y eso qué puede indicar? Cuando mi cenicero se llena, hago lo que debió hacer Kritzinger: tiro las colillas por la ventana.
Zondi asintió.
—Y yo, jefe. También lo hago cuando estoy aparcado en algún sitio dentro del coche. Y para ver si descubría algo más acerca de lo que hizo el teniente Kritzinger aquella noche, eché una ojeada alrededor. ¿Se acuerda de los espinos que ocultaban el coche que tenía abollada la defensa? Junto a ellos había ocho colillas de Texan recién fumados. El jefe Kritzinger debió lanzarlas una a una por la ventanilla, como hace usted, y por eso acabaron todas casi en el mismo sitio.
—¿Ah, sí? ¿Y?
—Recuerde que le he dicho que eran ocho. Ocho veces los ocho minutos que se tarda en fumar un Texan, hacen un total de sesenta y cuatro minutos pasados allí, como mínimo.
—¡Imposible!
—No, si el jefe Kritzinger fumó un pitillo detrás de otro. Si permaneció allí sentado, muy preocupado, decidiendo si hacía una cosa o no la hacía.
—¿Como qué?
—Como revelarle a la joven señora alguna noticia que pudiera disgustarla.
—¡Pero no puede ser! ¿No me has oído decir antes que se comió el curry unos veinte minutos más o menos antes de morir? Es imposible que lo hiciera así y además se quedara sentado fumando ocho Texan.
Zondi se encogió de hombros.
—¿No entiendes lo que te digo?
—Escuche, teniente —dijo Zondi—: desde aquella primera noche, cuando los cocineros de las casas de los alrededores comentaban en el bar de Mama Dumela la búsqueda del curry, me quedó muy claro que habían eliminado todas las cocinas comprendidas en determinada zona, excepto una. Entonces supuse que esa cocina restante era donde se había preparado la cena, pues no podía haber ninguna otra explicación.
—Ahora quien no entiende soy yo.
—Me refiero a la cocina de aquí, la de Fynn’s Creek, teniente. ¿No lo cree así?
—No puede ser. Mira, aparte de todo lo demás, te repito que el curry era la comida preferida del teniente Kritzinger, por eso debió preparárselo alguien que conocía muy bien sus gustos. No estarás sugiriendo que él y la joven señora tenían una aventura a la chita callando ¿verdad? No hay ninguna prueba que nos lleve a pensarlo.
Zondi hizo un aro con el humo de su pitillo.
—Lo que sugiero es lo siguiente: digamos que el jefe Kritzinger y la joven señora quedaron por la mañana en verse de nuevo al atardecer, cuando él tuviera más noticias que darle, por eso ella se puso tan contenta. ¿No es posible que entonces ella se ofreciera a hacerle algo de cena, algo que podrían comer mientras charlaban, y que le preguntara cuál era su plato preferido? En la mayoría de los hogares sería fácil cumplir con las preferencias de él: le gustaban las cosas sencillas.
—Ya.
—Sí, ya sé qué es lo que le preocupa —dijo Zondi sonriendo—. Nunca debemos dar por sentado que una joven señora sepa cocinar. Pero lo he comprobado, señor. En el bar de Mama Dumela me enteré de dónde vivía la anciana que había sido cocinera en casa de los padres de la joven señora, y sí, la joven señora sabía hacer platos sencillos, como guisos, curry, e incluso…
—Vale —interrumpió Kramer—. Todo lo que dices tiene lógica pero ¿cómo explicas que el jefe Kritzinger muriera mientras se acercaba a la casa aquella noche… con el estómago lleno?
Zondi se encogió de hombros.
—Usted me ha dicho que algún ruido debió haber llamado la atención de la joven señora, lo que la hizo acercarse a la habitación de invitados. ¿No pudo el mismo ruido haber llamado la atención del jefe Kritzinger, haciéndolo salir de la casa para investigar… a pesar de tener el estómago lleno?
EN EL SILENCIO QUE SIGUIÓ —un silencio todavía más intenso porque la tormenta se había desvanecido tan rápidamente como se había originado—, dos búhos ulularon, uno agudo y otro grave.
Kramer vaciló al ponerse en pie, probó a dar un par de pasos, esperó a que su sentido del equilibrio se ajustara y luego intentó dar otros dos.
—Tengo que reorganizarlo todo en mi cabeza —dijo—. Pero ¿sabes una cosa? Creo que podríamos encontrarnos mucho más cerca de lo que ocurrió de verdad aquella noche.
Zondi estuvo de acuerdo.
—Termina de contarme qué más hiciste. Después lo juntaremos todo y veremos adonde nos lleva.
—Sí, aunque no me quedan muchas más cosas por contar, jefe —replicó Zondi—. No he sido más que un simple observador de este caso, que me ha intrigado enormemente, debo confesarlo, pero también tengo que ocuparme de mi propio caso.
—Sí, sí, pero ¿eras tú el tipo al que vi en el almacén Bombay después de desayunar?
Zondi sonrió.
—Eso me temo, teniente. Sí, pasé un mal momento, hasta que pude convencer a Dos Veces de que su chaqueta quedaría mucho mejor si le daba la vuelta y conseguí que fuera a su casa inmediatamente para que sus hijas vieran lo guapo que estaba.
—Es imposible fiarse de ti.
—Con todo el respeto, teniente: tenía la impresión de que usted empezaba a interesarse demasiado por mi presencia, y eso podría acabar por descubrir que yo era policía antes de que atrapara a mi primo, Matthew Mslope. Después intenté hacerme invisible.
—Hasta esta noche.
—Naturalmente, sus actividades de hoy picaron mi curiosidad, pues no veía motivo alguno por el que la choza resultara tan interesante, ya que yo la había registrado con anterioridad. Por eso decidí volver para enterarme…
—Sí, sí, ya me imagino el resto. Pero, entre tu desaparición y esta noche ¿te enteraste de algo más? ¿Alguna otra información que pueda resultar pertinente?
—Me fui al bar ilegal para intentar enterarme de si había algún caso que el jefe Kritzinger deseara comentar con la joven señora. Mama Dumela me sugirió un accidente de tráfico en el que habían muerto los padres de la mujer, supuestamente debido a la negligencia de los recolectores de caña del jefe Grantham. Al preguntarle por qué había pensado en eso, me contó que en el bar se había comentado que el jefe Kritzinger había acudido a las montañas para ver a una songoma y preguntarle por el caso.
—¿De qué demonios me estás hablando? —preguntó Kramer.
—Es una hechicera muy conocida —respondió Zondi—. En el Estado Libre tenía que haber también hechiceros.
—¡Por supuesto que sí! Lo son la mitad de los cabrones a los que paga la Policía porque dicen poder encontrar el ganado bantú perdido y robado, aunque lo que hacen en realidad es asustar a muerte a los pobres cafres medio tontos. ¿Y qué?
—Esta hechicera también cobra de la Policía —dijo Zondi—. La comisaría de Mabata le paga todos los meses, y seguramente fue así cómo el jefe Kritzinger supo de su existencia, si es que no sabía ya de antes que era la songoma más importante de la provincia, capaz de ofrecer a cualquiera la respuesta a la pregunta que más lo preocupara.
—Pero ¿ese condenado Maaties era blanco o qué puñetas era?
—Creo que el jefe Kritzinger se había visto obligado a escuchar sólo a su corazón, como cualquier hombre desesperado. Y como estaba tan unido a las Gentes del Cielo, hay muchos que dicen que…
—¿A las gentes de dónde?
—Del Cielo, jefe. Ese es el significado de la palabra zulú: «Las Gentes del Cielo».
—Vaya, nunca nos enseñaron eso en catequesis.
—En cualquier caso, el jefe Kritzinger subió a la montaña para ver a la songoma, le hizo su pregunta, y ella se la pasó a su gran espíritu para que la respondiera con la Canción del Perro.
—Mierda. Hay otra cosa que debería haberte contado.
DURANTE UN INSTANTE, dentro de la choza se oyó el estridente zumbido de un mosquito, por encima del croar de las ranas de los manglares. Luego el sonido se apagó de repente.
Zondi, distraído, echó una ojeada a su alrededor para ver dónde se había posado y luego miró a Kramer con una ceja levantada.
—Ibas por lo de la Canción del Perro —le recordó Kramer.
—Ah, sí, teniente. Me dijeron que el jefe Kritzinger había preguntado por los detalles de una terrible colisión ocurrida el año pasado, cuando…
—Eso ya lo has dicho. ¿Y?
—Por desgracia, no me he enterado de más al respecto. Pero eso me ha permitido establecer una relación entre Fynn’s Creek y el jefe Kritzinger.
—Y a mí no me cabe duda de que aún se puede sacar mucho más de ese tema.
—El problema es que la información me llegó en la forma de un viejo rumor, pasado de boca en boca y originado por una persona muy enferma que había acudido a la songoma en busca de una cura especial. La songoma está casi sorda y por eso el jefe Kritzinger se vio obligado a comentar su problema en voz alta. Pero ella respondió con los murmullos propios de una anciana, y fue imposible oír sus palabras desde el exterior de la cueva. Por eso…
—No me importa lo que ella le dijera: total, será una tontería —interrumpió Kramer—. Lo que me interesa mucho más es la naturaleza exacta de las preguntas que el teniente Kritzinger le hizo, porque las preguntas pueden revelar tantas cosas como las respuestas.
—Lo siento, pero ya le he dicho que no sé nada más. El problema es que la cueva queda muy lejos y…
—¿Y si te llevo en coche? ¿Cuánto tardaríamos?
—¿Hasta Mabata, jefe? Porque el resto del camino hay que hacerlo a pie, y son muchas millas.
—Sí, sí, hasta donde sea. ¿Dos horas? ¿Tres? Porque si…
—¡No! —saltó Zondi interrumpiendo a Kramer por primera vez—. Usted no lo entiende. Mama Pelapela, la songoma, es como un médico de verdad, y lo que sus pacientes le cuentan es un secreto. Se trata de un asunto de lo más sagrado.
—Pues le preguntaremos a la vieja hasta qué punto es sagrada la pasta que le pasa la Policía —gruñó Kramer.