¡Tú! —KRAMER estaba atónito.
—Yo, jefe: el sargento bantú Mickey Zondi. ¿El teniente desea ver mi identificación?
«Y me lo tengo que creer», pensó Kramer, intentando reconciliar el impecable acento afrikáner con las cerillas en las orejas, o la Walther PPK con el saco de arpillera a modo de capucha y el machete para cortar caña, pero encontrándole sentido sólo a las zapatillas de tenis, tan apropiadas para correr por las marismas de Fynn’s Creek.
—Jefe, mi identificación —dijo Zondi, mientras le mostraba la cartera abierta.
Kramer la apartó de un golpe.
—Entonces ¿quién puñetas era ese que pegaba tiros al azar? —quiso saber, todavía afectado por el golpe que se había dado en la barbilla.
—Ni idea, teniente. No le vi la cara.
—¡Mierda! Ni yo. ¡Maldita sea!
Un aguacero repentino procedente del mar los había alcanzado y Kramer intentó incorporarse, pero perdió el equilibrio. Antes de que pudiera reaccionar, lo habían subido en volandas y lo llevaban a la choza del cocinero. La mayor parte de su peso lo soportaba un cuerpo enjuto y musculoso, no mucho más bajo que el suyo, que rápida y discretamente se desasió y lo dejó caer sobre el destartalado diván.
—Presta atención, cafre —empezó Kramer mientras intentaba volver a poner los pies en el suelo.
—Sí, jefe, pero espere un momento, por favor.
—¡Y una mierda voy a esperar! Quiero saber qué está pasando aquí exactamente y quiero saberlo ya, ¿lo has entendido?
El hombre asintió y Kramer se desplomó hacia atrás, disfrazando su mareo de indiferencia. Sólo cuando oyó que el otro había cerrado la puerta de la choza y encendía una cerilla, comprendió que estaba haciendo caso omiso de sus órdenes. Furioso, se incorporó apoyado en un codo.
—¿Un cigarrillo, teniente? —preguntó aquel que había sido Listillo, pasándole un Texan y una vela para que lo encendiera—. Ya sé que no es su marca, pero a juzgar por el cenicero de su coche, al jefe Kritzinger le gustaba mucho.
KRAMER RIÓ sorprendido.
—Pero, hombre, ¿qué clase de cafre eres? —preguntó, y acercó el Texan a la llama de la vela.
—Negro, como el resto, teniente.
—Pero ¿qué más?
Zondi se quitó el saco de arpillera que le hacía de capucha y lo lanzó a un rincón de la choza.
—También soy de la Brigada de Homicidios de Trekkersburgo, teniente. Sección bantú, temporalmente enviado a trabajar de incógnito y solo en el caso Mslope.
—No he oído hablar de él.
—Al bantú Matthew Mslope se le busca por el asesinato y la violación de tres monjas blancas, un caso de incendio provocado y por posesión ilegal de armas de fuego. Encabezó una turba que, la pasada Navidad, destruyó la escuela de una misión en un valle situado en las montañas.
—Pero ¿por qué tú? ¿Y por qué de incógnito?
—Porque todos los demás intentos de encontrar a Mslope han fracasado, teniente. Seguramente la gente lo protege. Además, Mslope es un nativo salvaje del que no existen fotografías: para localizarlo se necesita a alguien capaz de reconocerlo, aunque haya intentado cambiar su aspecto.
—¿Y crees que tú puedes hacerlo?
—Sí, jefe. Estoy seguro.
—¿Por qué? ¿Lo has arrestado antes?
—Mslope nunca hizo nada malo antes de esto. Lo conozco porque yo también fui alumno, hace muchos años, de la escuela de esa misión, al mismo tiempo que él. Es mi primo.
Kramer levantó una ceja.
—¿Enviarías a tu propio primo a la horca en Pretoria?
—Preferiría matarlo yo mismo —respondió Zondi, tocando la pistolera que llevaba bajo la axila—. Esa sería una muerte algo digna, lo que beneficiaría a los espíritus de nuestros antepasados.
El mareo volvió a apoderarse de Kramer y lo obligó a tumbarse, medio consciente de que la frialdad húmeda que sentía podría indicar que estaba sufriendo una especie de shock retardado.
—Pero ¿qué puñetas tiene que ver la tontería esa de las monjas con este asunto? —preguntó.
—Nada, teniente, a no ser que hace tres semanas me trajo a este distrito, en busca de Mslope, desde las montañas —respondió Zondi—. Y esta noche pasaba por aquí cuando…
—¡No me vengas con esas! ¡Llevas pisándome los condenados talones desde el principio! ¿Por qué? Será mejor que empieces a explicarte ya.
Zondi se llevó el cigarrillo a los labios, ocultó una sonrisa, y dijo, encogiéndose de hombros:
—Sentía curiosidad.
—Ah ¿sí?, ¿por qué?
—Por la enorme explosión de hace tres noches, teniente. Pero en aquel momento estaba en misión de vigilancia y tuve que esperar hasta la mañana siguiente para poder acercarme a la comisaría de Jafini y ver qué se comentaba en la oficina de denuncias. Pronto…
—¿Y por qué no preguntaste directamente?
—Mslope ha despertado muchas simpatías, incluso entre aquellos cuyo deber es informar de su paradero, por eso obedezco órdenes estrictas del capitán Bronkhorst, según las cuales no debo permitir que nadie sepa que soy policía hasta que se lleve a cabo su detención… o lo que sea.
—O sea que lo de esta noche ha sido una cagada total ¿no? —comentó Kramer—. Pero eso ahora no me interesa. ¿Qué pasó cuando llegaste a comisaría?
—Le dije al agente bantú que estaba de servicio que necesitaba ayuda en relación con mi pase. Me dijo que me sentara y esperara porque estaba muy, muy ocupado. Y me senté junto a una anciana a la que le habían robado las gallinas, y con un hombre que había ido a informar de que llevaba una navaja clavada en la espalda. Poco a poco —estuvimos muchas horas sentados en aquel banco— me fui enterando de algunos de los detalles relacionados con los asesinatos y me enfadé mucho, porque el teniente Kritzinger parecía haber sido un buen jefe, muy justo.
—¿Tú también? ¿Uno de los mejores?
—Sabía que en la reserva hablaban muy bien de él. Se acercaba a ellos en silencio y solo, permanecía sentado muchas horas y celebraba verdaderas negociaciones, o ingxoxo, se dirigía a la gente con cortesía y en su propia lengua, y les explicaba por qué tenía que hacer esto y aquello, pues era su deber. Muchas veces, el sospechoso al que buscaba daba un paso al frente con las manos dispuestas para las esposas, porque el jefe de su tribu se había dirigido al delincuente y le había pedido que mostrara el respeto merecido. También había ocasiones en las que el jefe Kritzinger no encarcelaba al hombre, y a cambio le daba una buena zurra, lo que le permitía presentarse a trabajar al día siguiente y así su familia no lo pasaba mal. Sí, y la gente dice que daba fuerte. Lo llamaban Isipikili, el Clavo, porque de un solo golpe era capaz de unir al marido y a la mujer que habían estado discutiendo.
—Así que esa era una de sus debilidades.
—No entiendo.
—Sigue.
—Se dijeron muchas cosas teniente. Por suerte, no se tomaron con urgencia mi petición de ayuda, por eso pude esperar sin que nadie me hiciera caso durante horas, escuchando de todo.
—¿Por ejemplo?
—Que habían encontrado el cuerpo del jefe Kritzinger pasadas las cuatro de la madrugada y que no estaba terriblemente mutilado, aunque el de la mujer blanca se encontraba hecho pedazos. Durante un tiempo pensaron que el jefe Gillets había terminado en trocitos más pequeños, pero luego alguien dijo que no, que estaba lejos de allí, trabajando en la gran reserva de caza. Nadie entendía por qué había ocurrido aquello. Otra cosa que nadie entendía era que enviaran a un teniente de la Brigada de Investigación Criminal desde Trekkersburgo para hacerse cargo del caso. Todo el mundo estaba muy sorprendido, porque pensaban que se ocuparía el capitán Bronkhorst. Uno dijo que tal vez Bronkhorst tuviese miedo de quedar mal si no atrapaba al responsable de la explosión. Pero después Mtetwa, el sargento bantú, dijo que no, que no era por eso, que él había hablado con un excolega de la Brigada que ahora estaba en Trekkersburgo, y que éste le había dicho que el capitán Bronkhorst estaba ocupado con una investigación muy importante, colaborando con la División de Seguridad en la búsqueda de un bantú llamado Nelson Mandela.
—¿Quién es ese? —preguntó Kramer.
—Uno de la etnia xhosa —respondió Zondi, con un gesto muy zulú de rechazo, propio de alguien que pertenece a una tribu menos importante—. Creo recordar que pertenece al Congreso Nacional Africano y que fue abogado.
—¿Ah, sí? ¿Y por qué el coronel no me explicó eso a mí?
—¿Cómo dice?
—No importa —dijo Kramer, haciéndole señas para que continuase.
—Por la tarde llegó el jefe Bokkie Maritz a comisaría, al volante de un Chevrolet de Trekkersburgo. Tuve miedo de que me viera y dijera algo que pudiera identificarme ante los demás, por eso…
—¡Algo muy típico de él, por cierto!
—Por eso salí pitando con muchas preguntas aún sin responder.
—Ya, y de alguna forma acabaste en el almacén Bombay justo después de que yo entrara.
—Necesitaba cigarrillos urgentemente, señor.
—Entonces la ojeada que me echaste a los pocos minutos de mi llegada a Jafini fue una simple coincidencia ¿no?
—Sin duda, teniente.
—Oye, a mí no te atrevas a mentirme.
—¡No! ¿Cree que su más humilde servidor sería capaz de hacer semejante cosa?
—¡Y con los ojos cerrados, cafre!
Se echaron a reír juntos, como si entre los dos acabaran de inventar una nueva clase de chiste.
—LA VERDAD ES QUE ME PARECIÓ reconocerle de algún sitio —dijo Zondi, sacando el baúl de hojalata de Moses para sentarse—, y quise asegurarme.
—¿Y?
Zondi se encogió de hombros.
—Seguía sin estar seguro. Pero tenía la extraña sensación de que usted y yo…
—Sí, sí, sí —interrumpió Kramer—. ¿Y cómo es que la siguiente vez que te vi caminabas medio oculto por la carretera de Nkosala camino de Fynn’s Creek?
—¿Medio oculto, teniente?
—¡Ya sabes lo que quiero decir! ¿O vas a negar que te lanzaste de cabeza al cañamelar para esquivarme?
Zondi sonrió.
—Tomé un atajo en dirección al mar, eso es cierto, jefe.
—¿Por qué motivo?
—Había una cosa que empezaba a interesarme mucho. Algo que no tenía ningún sentido.
—¿Ah, sí? Explícate.
—Cuando usted salió del almacén, quise averiguar más cosas, soy curioso por naturaleza, así que fui al bar ilegal de Mama Dumela, que está en el barrio de las chabolas. Había empezado a preguntarme si Moses Khumalo no habría regresado a Fynn’s Creek mucho antes de lo que yo recordaba, por lo que podría haber visto algo que…
—¿Habías estado bebiendo con él la noche anterior?
—No exactamente con él, teniente, pero sí en la misma habitación. Yo ocupaba otra mesa con otra gente. Mama Dumela escancia su alcohol ilegal con gran generosidad, por eso sus clientes hablan por los codos y su bar es un buen sitio para enterarse de secretos muy útiles.
—Cualquier excusa vale, hombre.
Zondi sonrió.
—Cuando regresé al bar de Mama Dumela ya había allí mucha gente, y todos hablaban entusiasmados de los asesinatos de Fynn’s Creek y lamentaban la muerte del jefe Kritzinger. En el centro estaba la anciana de la comisaría, la de las gallinas robadas, contando todo lo que había oído. Mama Dumela dijo que los asesinatos procedían de un mal tan grande que incluso los cocodrilos habían tenido miedo a salir del agua.
—Me he perdido.
—Lo que Mama quería decir, teniente, era: ¿por qué los cocodrilos no se habían comido los cuerpos durante las cuatro horas que tardaron en encontrarlos?
—¡Mierda, tiene razón! —exclamó Kramer, volviendo a ver de repente a Dingaan la iguana atrapando los trocitos de grasa de panceta que el pequeño Piet Fourie le lanzaba todas las mañanas—. ¡Dios! ¡Llevo todo el rato con la sensación de que se me escapaba algo! ¡Los cocodrilos regresan enseguida!
—Tal vez no lo hagan siempre, teniente —comentó Zondi—. Es difícil saber cómo se comportará una criatura como esa. Una explosión tan grande pudo haberlos asustado mucho, muchísimo, obligándolos a esconderse en el agua y…
—Sí, pero sigue siendo una buena observación. Me pregunto por qué no se le habrá ocurrido a nadie más.
Zondi no dijo nada y se concentró en apagar el Texan en la suela de su zapatilla de tenis.
—Toma —dijo Kramer, sacando su cajetilla de Lucky Strike y vaciándola de arena.
Cada uno encendió otro pitillo.
—¿De qué más cosas te enteraste en el bar ilegal?
—De nada, jefe. Ni siquiera de la hora aproximada a la que Moses el cocinero salió hacia Fynn’s Creek. Nadie se acordaba. Por eso decidí inventarme alguna excusa para venir hasta la playa. Entonces fue cuando usted me vio.
—¡Dirás que te pillé con las manos en la masa!
—Sí —se rió Zondi—. Sí. ¡Apareció tan de repente!
—¿Descubriste por qué los cocodrilos no habían celebrado su banquete de medianoche?
Zondi negó con la cabeza.
—No, teniente. Eso sigue siendo un gran misterio. Aún no lo he resuelto.
—Pero ¿qué sacaste en limpio de todo lo que Moses te contó sobre la visita del detective Kritzinger?
—¿Usted sabe que yo…? Sí, no esperaba que nadie se interesase tanto por un cafre como Khumalo.
—Ese fue tu segundo gran error. Pero sigo queriendo saber a qué conclusiones llegaste.
—Parecía que las palabras del jefe Kritzinger habían alegrado de alguna forma el corazón de la joven señora, pero no estaba seguro de por qué. ¿Podía estar llevando a cabo el jefe Kritzinger alguna investigación que interesara a la señora?
—¡Vaya! ¿No me das nada mejor? ¿No tienes más ideas?
Zondi se encogió de hombros.
—Supongo que el jefe Kritzinger también podría haberle dicho que su amante iría a visitarla aquella noche, o algo parecido que la dejara contenta.
—¡Oye, un momento! No olvides que estás hablando de una mujer blanca, así que mucho cuidado con lo que dices.
—Teniente, cuando era joven, antes de poder entrar en la Policía a los dieciséis años, trabajé durante dos años como mozo en una casa…
—¿Y qué?
—Estoy pensando en Moses Khumalo. Según mi experiencia, los amos blancos, o sus esposas, casi nunca dan tiempo libre a sus criados, a menos que quieran librarse de ellos para disfrutar de una intimidad completa. Por ejemplo, muchos tienen la costumbre de aparearse después de la comida del domingo, por eso permiten que sus criados se tomen libre el resto del…
—¡Maldita sea! Ya sé adonde quieres ir a parar —interrumpió Kramer—, pero es una teoría de mierda que no encaja con los hechos. El jefe Kritzinger fue la única otra víctima de la explosión. Que yo sepa, no hay pedazos de ningún amante con el culo al aire dispersos por la playa.
—Pudo haber sido el propio jefe Kritzinger quien…
—¡Ah, no! ¿Lo había visto Moses antes por Fynn’s Creek?
—No, eso es verdad, teniente —respondió Zondi, negando con la cabeza—. Y también es verdad que en el bar ilegal no oí contar nada escandaloso relacionado con el jefe Kritzinger. Sí, debería usted oír cómo se comportan algunos señores blancos de este distrito, y las señoras también. Uno de los mozos contaba que…
—¡Ya basta! —interrumpió Kramer—. ¡Puñetas! ¿Quién iba a pensar que los cafres fuerais tan cotillas? Vamos a ocuparnos de asuntos más serios.
—Encantado, teniente. Y eso significa que debo repetir la pregunta.
—¿Qué pregunta era esa?
—Antes le pregunté si el jefe Kritzinger investigaba algún caso que pudiera haberle sacado un peso de encima a la señora blanca, consiguiendo que…
—Y la respuesta es: sí, posiblemente, pero también puede que se trate de otra cosa. Espero que no pretendas que te suelte de un tirón todo lo que he investigado hasta ahora.
—¿No pertenecemos los dos a la Brigada de Homicidios?
—¡Madre mía, eres el cafre más descarado que he visto en mi vida!
—Sí, teniente. La hermana Teresa me dijo prácticamente lo mismo en muchísimas ocasiones —dejó caer Zondi.