EL RUIDO DE LA LLEGADA de Kramer a Fynn’s Creek pasó inadvertido, tan grande era el estruendo que el viento provocaba al batir contra la costa. Malan, observado por Oreja Partida, intentaba cerrar un enorme candado y lograr que permaneciera cerrado, pero volvía a abrirse.
—Pruebe girando la llave a la vez —sugirió Kramer, logrando que los dos hombres dieran un respingo—. Los candados tan grandes como ese a veces funcionan de forma diferente.
Y tenía razón: el candado no se abrió más, cerrando un pestillo lo bastante resistente como para asegurar todo un bloque de celdas del penal de la isla Robben.
—Tenga, teniente —dijo Malan, y le entregó la llave y su duplicado—. Siento haber tardado tanto.
—No se preocupe. Ya puede salir disparado.
—¿Quiere decir que puedo irme, teniente?
—Sí, y su bantú también. Es hora de que nos retiremos todos por hoy. Mañana habrá trabajo de sobra.
Malan no esperó a que se lo dijeran dos veces. Tampoco Oreja Partida, quien se ocupó de recoger una bolsa de herramientas que habrían pedido prestadas en algún sitio, saludó educadamente a Kramer y se apresuró tras la estela de su jefe, echándose hacia delante para luchar contra el viento. Con dos sacudidas del tubo de escape de un Land Rover, desaparecieron del lugar.
UN CUARTO DE HORA MÁS tarde, utilizado en fingir un estudio detallado de la zona frente a la choza del cocinero, Kramer puso en marcha el otro Land Rover y tomó el mismo camino que habían seguido los otros, hacia la carretera de Jafini.
—¡Ssss-bum! —dijo en voz baja, imitando el ruido de un pinchazo, al llegar al punto donde comenzaban los cañamelares; luego soltó el volante y el Land Rover se salió del camino, se adentró entre las cañas, dio un bandazo y se caló.
Se bajó murmurando y rodeó el coche para acabar inspeccionando la rueda trasera del lado del conductor. Se agachó junto a ella con una cerilla de madera oculta en su mano derecha. Introdujo la cerilla en la válvula del neumático y lo deshinchó, sin que el silbido del aire al salir se oyera debido al ruido del viento.
Luego sacó la rueda de repuesto del Land Rover, la apoyó contra el vehículo y permitió que la cerilla la desinflase también mientras sacaba el gato. Levantó la trasera del coche, volvió a examinar la rueda de repuesto, retiró la cerilla y maldijo. Miró a su alrededor, se levantó el cuello de la chaqueta y empezó a caminar, seguro de haber dejado tras de sí una triste historia contada en imágenes, en caso de que alguien se tropezara con el coche. Estaba casi seguro de que Listillo no andaría por allí mientras hubiera algo de luz, pero le pareció más prudente tomar tantas precauciones como le fuera posible para ocultar sus verdaderas intenciones.
Quince metros más adelante, Kramer se alejó del camino mientras se desabrochaba la bragueta como si fuera a hacer sus necesidades. En lugar de eso se introdujo entre los brotes nuevos de caña, deseando no encontrarse con ninguna mamba, y retrocedió en dirección al mar.
Al llegar a los matorrales, cerca del comienzo de las dunas, Kramer se detuvo para sopesar dónde sería mejor colocarse a la vista de lo que podría ser una larga espera. No era mala idea quedarse entre la maleza, que no sólo lo ocultaba sino que además lo protegía del viento. Si se desplazaba quinientos metros a su derecha, quedaría alineado con la choza de Moses y tendría una posición privilegiada cuando por fin apareciera Listillo. Sin embargo, había una pega: Listillo podría decidir utilizar los matorrales para acercarse a la choza sin llamar la atención, por lo que podría verlo y salir huyendo antes incluso de que Kramer se diera cuenta.
«No, tiene que ser por el lado de la playa», murmuró Kramer.
Desde la orilla podría avanzar hacia el Sur, alinearse con la choza y acercarse por el lateral de las enormes dunas que rodeaban el enclave. Aun más: si permanecía tumbado por detrás de la cima de la duna más alta y observaba desde allí, gozaría de una vista panorámica sin igual de Fynn’s Creek y nadie podría salir sigilosamente del cañamelar sin que él lo viera.
UNAS DOS HORAS MÁS TARDE, en medio de una noche sorprendentemente fría, no resultaba difícil pensar que todo aquel plan destartalado, infundado y pretencioso había sido el error más grande de una carrera moderadamente atinada. Parecía que el viento intentase dejarlo claro desde el principio cuando Kramer, boca abajo en la duna más grande, había llegado a la cima para observar desde allí. Al instante una nube había cubierto la luna, lo que impedía ver, y el viento había introducido suficiente arena en las perneras de su pantalón como para sentir que estaban hechas de cemento.
Aun peor: cada vez que Kramer intentaba encender un Lucky que le serviría de consuelo, el viento inspiraba para soplarle la cerilla en el momento justo en el que la llama llegaba al pitillo. Y cuando por fin, después de muchísimos intentos, consiguió encender uno, el viento se había guardado un as en la manga: hizo que el tabaco se quemara tan rápidamente que el cigarro se consumió mucho antes de lo normal, dejándole muy mal sabor de boca.
«Lo único que puedo decir a tu favor, cabrón, es que al menos evitas que aparezcan por aquí los pescadores», gruñó Kramer, y cerró los ojos ante otra ráfaga repentina, preguntándose qué demonios hacía un veterano oficial de la Brigada de Investigación Criminal allí tumbado, sobrio y hablando con los elementos.
Antes también había intercambiado unas palabras con el mar. Le había parecido tan enorme y poco razonable, cerniéndose a sus espaldas, lleno de oscuros misterios y horrores, presumiendo de su inmensa fuerza con el oleaje que bramaba por encima del aullido del viento, que no se sintió completamente seguro de que fuese a continuar por debajo de la línea de la marea, ¿y si el mar decidía que esa era la noche perfecta para revolcarse entre las damas más atractivas de Jafini, sin pensar ni una sola vez en el pobre pringado al que ahogaría en la playa camino de su meta?
«Así que cuidadito —le había advertido—: una más de tus chulerías y me mearé en ti, ¿me oyes? Y eso te cambiará en todo el mundo».
Ahora que se le había pasado un poco el enfado, mientras esperaba a que surgiera otro breve claro entre las nubes que se deslizaban vertiginosamente por el cielo, Kramer se dio cuenta de que el mar lo ponía nervioso de una forma parecida a cuando tenía una mujer a su espalda que lo miraba fijamente, pero que apartaba la mirada cada vez que él se daba la vuelta.
Se puso tenso de repente y contuvo la respiración.
En un instante el mar, el viento, el universo entero, personificados en la enorme y vertiginosa cúpula estrellada que giraba sobre su cabeza, dejaron de tener importancia: Kramer acababa de ver, sin que cupiera duda alguna, algo del tamaño de un hombre que correteaba como un cangrejo cruzando la marisma tras la choza del cocinero.
Y entonces la nube más grande del cielo ocultó la luna.
SIN SIQUIERA PERDER EL TIEMPO en maldiciones, Kramer se lanzó hacia delante y se deslizó cabeza abajo por la vertiente más alejada de la duna, casi como si nadara a braza, para impulsarse lo más rápido posible por aquella ladera de arena fina y resbaladiza. La arena empezó a acumularse en el interior de su chaqueta, llenó los bolsillos de arriba y se abría camino hasta su boca cada vez que jadeaba en silencio, apenas sin aliento por aquel esfuerzo tan repentino. Pero prácticamente ni se dio cuenta, tal era su interés por llegar a los pies de la duna sin ser detectado.
Acababa de retroceder al sentir la humedad de la marisma cuando una linterna iluminó el nuevo cerrojo y el candado que Malan había instalado en la puerta, empujando inadvertidamente a alguien a realizar aquella inspección clandestina.
«¡Madre mía, ha funcionado! —dijo Kramer en el más suave de los susurros—. ¡Sí que ha funcionado! Ya te tengo, Listillo, desgraciado».
Sabía que gracias al viento nadie oiría sus palabras, porque cada vez soplaba con más fuerza, aullaba, bramaba, y ahora levantaba del suelo los restos de la explosión y los estampaba contra el Land Rover de Lance Gillets. Aquello hizo que la luz de la linterna girase en redondo, pero segundos más tarde volvía a apuntar al candado, y Kramer avanzó rápidamente para ocultarse tras la puerta trasera del vehículo, pistola en mano.
Dentro del oscilante círculo de luz se veía una gruesa palanqueta introducida por detrás del candado y luego presionada hacia arriba con violencia. Debido a su tamaño —parecía que Listillo había estudiado la situación antes de actuar—, la palanqueta dio buena cuenta del candado, arrancándolo de la puerta unido a un buen pedazo de madera astillada, y un segundo después la luz había entrado en la choza y se concentraba en algún punto de su suelo.
«Inocente», murmuró Kramer, poniéndose en pie en el momento en que la luna surgía llena, brillante y hermosa tras él.
Envió su sombra al interior de la choza, como una azagaya, y su silueta se recortó nítida cual blanco de combate en un campo de tiro.
—¡Policía! —gritó, agarrando la pistola con las dos manos y apuntando al centro de la puerta de la choza—. ¡Sal caminando de espaldas con las manos en…!
¡Fjjffiiiting!
Curiosamente no oyó el disparo, sólo el sonido de la bala al rebotar en el Land Rover de la Comisión de Parques, a su izquierda. Sí vio la boca destellar en el interior de la choza de Moses. Se tiró al suelo, apuntó y disparó.
Su Walther PPK no hizo ni un chasquido. Volvió a apretar el gatillo, pero parecía pegado con pegamento. Con el corazón saliéndosele del pecho intentó desplazar la corredera, pero casi ni se movió antes de atascarse también, chirriando por la intrusión de la arena. Kramer no lo oyó, pero sí lo sintió e hizo que se le pusieran los pelos de punta, dejándolo con su capacidad de engañar como única arma.
—¡Alto el fuego! —gritó tan tranquilo como le fue posible—. Estás totalmente rodeado, no tienes escapatoria, así que no hagas tonterías. Tira el arma y… ¡Mierda!
Kramer se agachó en el momento en que otro destello salió de la boca del arma en el interior de la choza, seguido de dos más. Las balas pasaron a ambos lados de él y los fragmentos de restos que levantaron le escocieron en las mejillas. Rodó dos vueltas completas hacia la izquierda, manipulando la corredera como un loco, y volvió a apoyarse en los codos, consciente de una cosa: si no lograba que su arma funcionase en cuestión de segundos, los siguientes disparos se efectuarían desde el exterior de la choza y aquel cabrón iría directamente a por él. Un hombre acorralado tiene pocas opciones. Un cafre acorralado —que puede acabar en la horca por robo con agravantes, por no hablar de asesinato— no tiene ninguna: todo se reduce a matar o morir, y Listillo lo sabía muy bien.
—¡Último baile! —gritó Kramer, deseando saber decirlo en zulú—. ¡No voy a disparar si no me obligas!
La luna volvió a ocultarse, tiñéndolo todo de la negrura más absoluta, y rápidamente aprovechó la ventaja que eso suponía para rodar un poco más lejos, cambiando de posición e intentando mover la corredera, sin preocuparse siquiera de apuntar, apretando el gatillo con todas sus fuerzas, por si acaso, aunque sabía que no iba a funcionar, preparándose ya para utilizar la maldita pistola como un arma arrojadiza.
La siguiente bala quemó el hombro de Kramer antes de que viera el destello, tan cercano y tan brillante que a punto estuvo de cegarlo. Lanzando la pistola con todas sus fuerzas hacia el resplandor que aún perduraba, intentó ponerse en pie, darse la vuelta y salir corriendo, pero perdió el equilibrio y se cayó: se golpeó la barbilla contra la rodilla izquierda tan violentamente que acabó despatarrado boca arriba, aturdido, casi con conmoción cerebral, sin que ni brazos ni piernas le respondiesen. En ese preciso momento el viento se detuvo y el silencio repentino duró lo bastante como para que se oyera una tos brusca, de pecho, seguida del inconfundible ruido que un revólver de doble acción emite al amartillarse, quizás a sólo un metro de distancia.
—¡No! —gruñó Kramer, intentando incorporarse, la cabeza dándole vueltas.
Se oyó una detonación ensordecedora, un grito ahogado, alguien ordenando a voces «¡Tire el arma!», en afrikáans, y los dos destellos siguientes salieron de detrás de la choza. De inmediato fueron respondidos por otras tres detonaciones ensordecedoras, justo antes de que alguien que corría a toda velocidad tropezara con el pie derecho de Kramer y aterrizara pesadamente a su lado, haciendo que la confusión que lo dominaba fuese total.
—¡MENUDA AYUDA, TENIENTE! —resolló una voz a su lado en la oscuridad—. Espero que comprenda que el tipo ha huido.
—Pero… ¿quién demonios…? —preguntó Kramer, intentando apoyarse en un codo sin éxito, dejándose caer de espaldas mareado y dominado por las náuseas, incapaz de mantener los ojos abiertos, mientras la mandíbula le dolía como si estuviera rota por una decena de sitios—. ¿Es usted, Malan?
Su salvador emitió una risa sorda, grave.
—No, señor, no soy Malan. Soy un sargento de detectives.
—Ah, ¿sí? ¿De qué comisaría?
—En este momento, de la de Nkosala.
—¿Y qué puñetas hace aquí, entonces?
—Esa, teniente, es una larga historia que ahora mismo puede esperar. ¿Está usted muy mal herido?
Kramer, que odiaba verse tan indefenso como un escarabajo pelotero panza arriba, y con la cabeza como si hubiera dejado seca una bodega entera de vino del Cabo, se limitó a gruñir.
—Señor, tal vez sea buena idea que le ayude a entrar en esa choza y…
—No, espere, antes quiero que me cuente esa larga historia —insistió Kramer, intentando ganar tiempo, decidido a ponerse en pie sin ayuda en cuanto su sentido del equilibrio dejara de hacer el idiota—. ¿Cómo adivinó que habría problemas aquí esta noche con Listillo? Nadie sabía que…
—¿Listillo?
—Ya sabe, el negro que estaba disparando, alias Elifasi Ndhlovu, el cabrón que mató a Maaties y a la ninfómana.
El sargento volvió a emitir la misma risa sorda y grave de antes, pero ahora con un toque extraño.
—¿Qué es lo que le hace gracia de todo esto? ¿Eh? —refunfuñó Kramer, luchando por abrir los ojos y girándose para ver qué clase de expresión acompañaba aquella risa.
Y calculó bien el momento, porque justo cuando se volvía, la luna salió de nuevo e iluminó los rasgos del hombre.
Kramer jamás olvidaría aquel instante. Era Listillo.