XVIII

UN GATITO HAMBRIENTO maullaba y se apretaba contra los huesudos tobillos de Hettie Kritzinger, que miró hacia abajo y puso cara de que le sonaba de algo.

—Los niños no están aquí —dijo—. Creo que se los han llevado los vecinos. La viuda Fourie ha telefoneado. Dos veces. Todo el mundo ha sido muy amable.

—Supongo que es aquí donde guarda la leche —dijo Kramer mientras entraba en la cocina y abría la puerta de la nevera—. Sí, hay de sobra. —Y llenó el plato del gatito—. ¿Le apetece tomar un café o alguna otra cosa, señora Kritzinger?

Se encogió de hombros transmitiendo una sensación de indiferencia total.

—Siempre supe que vendría —dijo—. Pero la gente ha sido tan amable. Algunos porque les interesa. Quieren saber todos los detalles de su muerte. Me han dicho que murió como un héroe.

—Sí, Maaties intentaba…

—También me dicen que era uno de los mejores. Siempre lo han dicho y yo siempre lo he sabido.

Kramer creyó mejor no decir nada más hasta que depositó dos tazas de café sobre la mesa de la cocina y le ofreció una silla a la mujer, después de haber apartado un libro de colorear de Mickey Mouse.

—Los buenos mueren jóvenes —dijo Hettie Kritzinger, sentándose en una silla diferente—. Eso convirtió la primera etapa de nuestro matrimonio en los peores años de mi vida. Tenía tanto miedo. Todos los días esperaba que ocurriera esto. Luego descubrí que él no siempre era bueno, que a veces podía ser bastante malo en cierto sentido, y eso facilitó las cosas. Creí que al menos llegaría a los cuarenta. Y ahora…

—¿Azúcar? —ofreció Kramer.

No hizo caso.

—Y ahora esto —dijo.

Y acercó una mano de dedos enjutos a su ensortijado cabello pelirrojo, mientras miraba a Kramer con unos ojos vacíos que parecían desproporcionadamente grandes, como los de un bebé nativo. Kramer removió las tres cucharadas de azúcar que había añadido a su café.

—No conocí a Maaties —dijo—. Soy del Estado Libre y acabo de llegar a Natal. Tromp Kramer, de la Brigada de Homicidios y Robos.

—¿Está casado?

—No. No llevo alianza ¿ve? —Extendió la mano izquierda—. Ahora que lo pienso, su marido tampoco la llevaba ¿no?

—Sólo al principio. Hizo grabar en ella nuestras iniciales por dentro. «¿Lo ves, Hettie? —me decía—, esto significa que adonde yo vaya, tú también vienes».

—Qué idea tan bonita.

—Aterradora —dijo ella—. Un policía acude a sitios horribles. Al final le pedí que me la dejara a mí. —Y se puso a jugar con la enorme alianza de oro que cubría la suya.

—Por cierto —dijo Kramer, dejando las gafas de sol en la mesa, entre los dos—, ¿sabe de quién son estas gafas?

—Mías —contestó casi sin mirarlas—. Oh, sí, son lugares terriblemente espantosos. Me producían pesadillas.

—¿Quiere decir que a Maaties a veces se le escapaba hablar de su trabajo?

—No se le escapaba —respondió ella—. Me lo contaba, me lo contaba todo, me relataba con todo detalle las cosas que le preocupaban, y después se dormía. Pero yo solía quedarme despierta con dolor de estómago. De repente dejó de hacerlo. Dijo que las cosas se habían complicado demasiado, que era peligroso hablar de ello.

Kramer intentó no echarse hacia delante.

—¿A qué clase de cosas se refería?

—Estaba obsesionado —dijo. Le dio el primer sorbo a su café—. Llevaba meses obsesionado.

—¿Obsesionado por qué?

—Intenté preguntar. Dijo que por un asesino, pero que antes debía reunir todas las pruebas. Que era increíble. Y no quiso decirme más.

—¿Cuándo empezó todo eso?

Otra vez se encogió de hombros.

—En algún momento del año pasado —respondió—. A partir de ahí lo único que oía de él al respecto era lo que gritaba en sueños.

—¿Por ejemplo?

—No eran más que tonterías.

—¿Recuerda alguna cosa?

—Parecía el nombre de algo. Estaba relacionado con un animal.

—¿Salvaje o doméstico?

Miró al gatito, que seguía bebiendo la leche a lengüetadas.

—Un perro —dijo—. Creo que era algo relacionado con un perro. Le daba mucho miedo.

—¿Qué clase de perro? —insistió Kramer.

—No lo recuerdo —dijo Hettie Kritzinger.

DIEZ MINUTOS DESPUÉS Kramer estaba de vuelta en el patio de la comisaría de Jafini, con los músculos de los hombros aún en plena tensión. Incluso después de tener en cuenta las circunstancias actuales de la mujer, estaba convencido de que siempre le produciría el mismo efecto, y no conseguía imaginar cómo Maaties Kritzinger había sido capaz de soportar tanta intensidad año tras año. ¡No era de extrañar que el pobre hombre se pasara la vida trabajando! ¿O sería que, por ser él como era, ella había perdido poco a poco cualquier luz que pudiera tener, dejándose eclipsar por las oscuras sombras que él proyectaba sobre su lecho matrimonial, lugar que él prefería para hablar, según ella había contado?

«Mira —se dijo Kramer mientras salía del Chevrolet—, no eres más que un detective, Tromp, así que limítate a hacer esa clase de deducciones».

No es que tuviera gran cosa con lo que seguir trabajando, pero al menos ahora sabía que algo había provocado un cambio brusco en el comportamiento de Maaties Kritzinger, y lo había llenado de incredulidad y secretismo, aparentemente temeroso de divulgar la más mínima sospecha por miedo a la atrocidad que suponía. También sabía que ese algo se remontaba al año anterior.

«Lo que debo hacer —se dijo Kramer camino de la entrada principal de comisaría—, es revisar yo mismo sus papeles, a ver si descubro lo que lo puso así. ¡No sé cómo se me ocurrió permitir que Bokkie Maritz se ocupara de eso!».

Malan lo esperaba en el interior del edificio.

—Teniente —se quejó—, ese asunto del cerrojo es un verdadero desastre. ¡Llevo horas intentando dejarlo bien!

—¿Qué problema hay?

—La madera de la puerta no es lo bastante espesa para los tornillos que necesita un cerrojo grande, porque la atraviesan y…

—¡Pues añádale un poco más de madera para espesarla, hombre!

—¿Tengo que volver allí otra vez? Ya he hecho seis viajes desde…

—No la habrá dejado sin vigilancia.

—Jamás, señor. Pero he pensado que Suzman podría intentarlo en mi lugar. Es bastante manitas y está dispuesto a…

—De eso nada. El teniente Terblanche quiere que se quede aquí sustituyéndolo, y yo no pienso ni discutirlo.

Suzman, rondando la puerta del despacho del oficial al mando, debió de escuchar toda la conversación, pero fue lo bastante listo como para no meter baza.

UNA A UNA, Kramer repasó todas las carpetas que estaban sobre la mesa o en los cajones del difunto Maaties Kritzinger. Le llevó varias horas, pero tenía tiempo de sobra ya que su trampa no serviría de nada hasta que fuera de noche.

Tal y como había dicho Maritz, casi todos los casos de Kritzinger habían sido asuntos rutinarios relacionados con zulúes, excepto la muerte del asiático que pedía ropa para sus hijos, y esa otra investigación, bastante rara, que Kramer tenía ahora abierta ante sus ojos.

Según el informe de la autopsia, la fallecida, una anciana blanca que vivía sola en una granja, había muerto como resultado de un robo con agravantes. A saber: la habían atado y cubierto con un edredón, y la habían dejado emitiendo gritos amortiguados mientras saqueaban su casa. En sí mismo, aquello no tenía nada de especial: había bandas de bantúes que se arriesgaban a morir en la horca realizando esa clase de ataques a menudo. Pero Kritzinger había garabateado algo bastante curioso en la hoja de las pruebas. A los pies de la cama de la fallecida habían encontrado un par de gafas, y Kritzinger había escrito:

«No son de ella, son de hombre. Apuesto a que tampoco son de un bantú. Esa montura cuesta una pasta».

«Pero el coronel no lo quiere tener en cuenta, así que la investigación continúa a nivel local».

Y el enorme manojo de declaraciones no contenía más que las de muchos bantúes de la zona de Jafini, lo cual no había llevado a ninguna parte.

«Me pregunto si tendría razón —murmuró Kramer—, ¿y a dónde querría ir a parar?».

La puerta de la oficina del jefe se abrió y entró Suzman con una taza de té.

—Lleva tres horas sin levantar la cabeza de esos papeles, señor —dijo zalamero—. He pensado que le apetecería.

—¿Qué pasa? ¿Han salido todos sus ayudantes?

—No, teniente, pero no he querido enviar a ninguno por si estaba usted ocupado en asuntos confidenciales.

Kramer asintió.

—Hablando de eso, ¿dónde está la llave del armario de las pruebas?

—Dígame lo que necesita y yo se lo traeré enseguida, señor.

—Necesito la llave —dijo Kramer muy firmemente.

Y ni con esas el gusano aquel lo dejó en paz, pues apareció a su lado cuando estaba revolviendo en el armario, divertido por los extraños objetos que se iba encontrando. Lo que más le gustaba era el oso de peluche con una especie de suspensorio, reliquia de un caso sin resolver relacionado con el envío por correo de objetos insultantes.

—¡Uf! —exclamó Suzman estremeciéndose asqueado—. Los estantes están ordenados por años, teniente. Los casos resueltos, listos para ir a juicio, están en el de arriba.

En el estante del medio Kramer desenvolvió un paquete pulcramente envuelto que contenía algo similar a pedazos del mango de una escoba cubiertos de papel encerado marrón y que la tinta descolorida de su etiqueta de pruebas describía como «una docena de cartuchos de dinamita».

—¿De dónde coño ha salido esto? —preguntó dándole la vuelta a la etiqueta—. Ah, sí, de la cantera a la que llamé anoche. Así que por eso se quejaba aquel tipo, porque no se le había devuelto lo que era suyo. Alguien tenía que haberle explicado lo que ocurre con las pruebas.

—¿Teniente? —dijo Suzman.

—No importa. Ya es historia antigua —comentó Kramer. Apartó el paquete y siguió buscando—. Por cierto ¿es seguro almacenarla así?

—Sí, señor, eso nos dijeron.

—¡Mío! —dijo Kramer mientras su mano derecha se cerraba sobre un par de gafas bien ocultas por una pila de ropa casi nueva.

Una sola mirada a la montura le bastó para entender inmediatamente a qué se refería Kritzinger: ningún negro del mundo, a menos que las hubiera robado, podría haber usado unas gafas como esas. El sueldo de todo un mes de Kramer no bastaba para pagarlas.

—¿Otra vez eso? —preguntó Suzman—. Maaties sospechó del nieto, un vendedor de coches de Durban muy ostentoso. Demasiado ostentoso, decía, para un tipo con tan mal aliento como el de él.

—¿Ah, sí? ¿Y el caso no siguió adelante?

—Sigue abierto, teniente. —Suzman se encogió de hombros—. ¿Le interesa por algo en especial?

—No, sólo fisgoneo un poco, intentando hacerme una idea del último año de Kritzinger. Dígame, sargento, ¿recuerda usted algún repentino cambio de actitud? ¿Si se puso nervioso con algún caso, llegando incluso a obsesionarse un poco?

Suzman pensó unos segundos.

—No, señor, no lo recuerdo. ¿Le apetece una tostada para acompañar el té?

—Gracias —respondió Kramer, convencido de que la única forma de hacer progresos sería atrapar a Listillo.

Y CASI ANTES DE QUE PUDIERA darse cuenta, aquella espera interminable había llegado a su fin: un ocaso hecho jirones, que demostraba lo fuerte que seguía soplando el viento, tiñó de rosa el fichero sobre la mesa de Terblanche y llegó el momento de volver a Fynn’s Creek.

—Suzman —dijo Kramer, golpeando la puerta del retrete que había en el patio—, quiero que le dé un recado al teniente Terblanche cuando regrese de Nkosala. Dígale que voy a asegurarme de que la choza del cocinero está bien protegida y que luego me retiraré temprano por un día. Todos deberíamos hacerlo porque no creo que surja nada nuevo antes de mañana.

—¿Es cierto que va a venir un experto en huellas dactilares?

—¿Quién le ha dicho eso?

—Malan, teniente. Me explicaba por qué la cerradura debía…

—Mire, lo importante es que le dé mi recado al teniente Terblanche tan pronto llegue.

—Muy bien, señor —le llegó la voz amortiguada de Suzman—. ¿Y qué pasa si…?

—De Malan ya me ocupo yo, así que no se preocupe.

—No, iba a preguntarle dónde estará en caso de que se le necesite urgentemente.

—En casa de la viuda Fourie, por supuesto, pero tal vez antes vaya a cenar al Royal de Nkosala. Según cómo me encuentre cuando acabe en la playa.

—Muy bien, teniente. Hasta mañana.

Apropiándose del último Land Rover que quedaba, Kramer abrió una cajetilla nueva de Lucky Strike, se aseguró de que tenía bastantes cerillas y se puso en marcha, con la esperanza de no encontrarse a Malan y a Oreja Partida en el camino, y que hubieran dejado la choza del cocinero bien cerrada pero sin vigilancia. Sí, aún era de día, lo que significaba que era muy poco probable que Listillo anduviera ya por allí, husmeando para descubrir a qué había venido tanto jaleo. Pero con un cafre nunca se sabía, y menos aún con uno tan astuto y retorcido como aquel cabroncete.