A KRAMER LE GUSTABA que las cosas empezaran a ocurrir muy seguidas. Aunque parecía que Malan prefería todo lo contrario: que fueran muy, muy despacio y lo más suavemente posible.
Tenía una resaca tan terrible después de la juerga de la noche anterior con el teniente Dorf en el Hotel Royal de Nkosala que, pálido y tembloroso, con las medias de rugby caídas en los tobillos, por una vez aceptó sus órdenes sin cuestionarlas y fue en busca de Oreja Partida, prácticamente realizando todo el camino en puntillas desde el despacho del jefe de la comisaría.
—Debió de ser buena la cena de anoche en el Royal con Sybrand —dijo Kramer mientras se dirigían a Fynn’s Creek con el detective bantú Oreja Partida en la jaula de atrás—. Y eso que parece de los tranquilos.
Malan gruñó.
—Sólo hasta la tercera cerveza, teniente. Últimamente ha soportado muchas tensiones.
—¿Cuántas cervezas tomó?
—Unas ocho o nueve, como yo. Y tres copas de brandy, teniente.
—Ya. ¿Mucho menaje roto en la cuenta?
—No, teniente. Ninguno.
—¡Qué pena! —dijo Kramer, pensando en el coronel.
—Teniente. —Malan empezó de nuevo, carraspeando—, tiene que perdonar si la pregunta le parece tonta pero ¿por qué volvemos a la playa?
—Ya se lo dije: para revisar la choza del cocinero.
—Sí, eso me pareció entender, pero Sarel dice que no entiende qué puede importar…
—¿Suzman? ¿Y quién le ha pedido que meta las narices en esto?
—Es que le estaba explicando adonde iba hoy y entonces…
—Los de uniforme deberían aprender a ocuparse de sus asuntos —dijo Kramer—, como los de la Brigada de Investigación Criminal a mantener el pico cerrado, ¿me oye? No me gusta que todo lo que hago lo comenten propios y extraños.
—Señor, yo sólo…
—Pues no lo haga más —interrumpió Kramer.
LA COSA SE HABÍA PUESTO fea en Fynn’s Creek. Un fuerte viento que soplaba desde el mar encrespado formaba penachos en lo alto de las dunas, llenando el aire de una arena fina y punzante. Los restos de la explosión se agitaban y movían, se deslizaban, rompiendo la ordenada cuadrícula de cuerda que el teniente Dorf había hecho, y la puerta de la choza de Moses el cocinero estaba herméticamente cerrada, lo cual resultaba lógico.
Kramer la golpeó con el puño.
—Moses ¿estás ahí? —gritó, pero sus palabras se las llevó el viento.
El cocinero asomó la cabeza un instante después y lo recibió muy efusivamente.
—Ofrece su más humilde saludo al Gran Elefante, señor —tradujo Oreja Partida—. Y dice que…
—Dile que menos elefante y más escuchar —interrumpió Kramer—. Dile que su choza podría resultar de gran importancia para el caso y que debemos investigarla a fondo en el acto.
—Sí, sí, sí —respondió Moses, terriblemente halagado.
Entonces Kramer entró en la choza y observó con calma a su alrededor. No había mucho que ver, la verdad: un diván de hierro, un juego de ropa de cama raído, un baúl de hojalata barato como los de los ayudantes de minero, varias latas de galletas cuadradas, un espejo para afeitarse, una palmatoria con su vela, un bastón, varios utensilios de cocina y un trozo de cuerda sujeto entre las vigas, del que colgaban tres perchas de alambre para los pantalones cortos y las guerreras de lona que suelen usar los criados. Le preocupaba que hubiera chinches corriendo por allí, dispuestas a atacar a la mínima, pero aun así cerró la puerta a sus espaldas y decidió permanecer en penumbra durante veinte minutos, haciendo como que realizaba un registro completo.
Aguantó cinco, pero teniendo en cuenta el mal tiempo que hacía fuera, calculó que a los otros podría parecerles que había transcurrido un lapso mayor y abrió la puerta.
—¿Ya está, teniente? ¿Ha terminado por fin? —preguntó Malan, que tenía arena en un ojo e intentaba limpiársela con una esquina de su pañuelo—. Este viento es…
—Pregúntale a Moses dónde guardaba la ropa que le robaron —le dijo Kramer a Oreja Partida—. ¿Dentro del baúl?
—¡Sí, jefe! —replicó Moses, asintiendo con fuerza.
—Ya, lo imaginaba. Bueno, pues lo dejaremos aquí para que busquen huellas dactilares, igual que en el resto de las cosas. La hojalata puede conservar una buena impresión de la palma de la persona que cerró la tapa. Ah, sí, y pregúntale si suele guardar ahí el baúl, bajo la cama. ¿Es posible que el intruso lo sacara?
Moses asintió de nuevo.
—Pues ya está —dijo Kramer—. Los de la científica tendrán que venir por aquí a sacar las huellas. No pienso llevarme la cama entera a Jafini para que todo el mundo se ría.
—¿No es exagerar un poco, señor, para resolver un robo entre bantúes? —preguntó Marlan, con el ojo chorreando lágrimas.
—No, es mucho más que eso.
—¿En qué…?
—Malan, no siga intentándolo. ¿No le he dicho que todo quedará aclarado a su debido tiempo?
—Lo siento, teniente, es que…
—Dígame —interrumpió Kramer— ¿qué tal maneja las manos?
Malan frunció el ceño.
—¿En qué sentido? —preguntó cauto, estallándose un nudillo—. ¿Se refiere a si sé kárate o…?
—Debemos asegurar la choza —explicó Kramer—, y el pequeño pestillo que tiene no nos servirá. Quiero instalar algo mucho más resistente, con un candado enorme. ¿Puede ocuparse usted de inmediato?
—Yo…
—¡Excelente! —exclamó Kramer—. Y mientras se marcha a comprar lo necesario y coger las herramientas, Oreja Partida permanecerá de guardia. Este lugar debe estar siempre vigilado hasta que pongamos la cerradura ¿entendido?
Malan asintió sin ganas.
—¿No sería más sencillo —se atrevió a decir— que Botha viniese directo desde Nkosala y sacara las huellas mientras…
—No quiero que un novato cualquiera trabaje en un caso tan importante como este —dijo Kramer—. ¿Quién es ese tal Botha? ¿Uno de la Brigada que se dedica a sacar huellas en sus ratos libres? ¿Cómo Suzman toma fotografías del lugar del crimen que yo aún no he visto?
—Bueno, sí, no contamos con…
—Exacto —interrumpió Kramer—, pero yo pertenezco a Homicidios y conseguiré que nuestro mejor hombre de Trekkersburgo aparezca por aquí. —Luego se dirigió a Oreja Partida y le ordenó—: Dile a Moses que recoja su pase. Me lo llevo conmigo a Jafini para que se quede unos días en casa de su tío.
Eso hizo que Moses aplaudiera de alegría, pero Malan no parecía nada contento mientras observaba la puerta de la choza y calculaba los problemas que iba a tener que resolver.
—Tenga —le dijo Kramer entregándole las llaves del Land Rover—. Lo va a necesitar. Y ocúpese de hacer un buen trabajo. Tome bien las medidas.
Malan cogió las llaves.
—Pero ¿cómo va a…?
—¡Muy fácil! Regresaré en el coche de Kritzinger. Ya va siendo hora de que hagamos algo con él.
A KRITZINGER LE HABÍAN ENTREGADO un Chevrolet del mismo modelo que el que Kramer se había traído de Trekkersburgo, pero negro en lugar de color crema. También le faltaban los tapacubos y tenía un buen arañazo en la pintura del lado izquierdo. Cuando lo observó más a fondo descubrió una abolladura en la defensa delantera, con una mancha de sangre en la que había pelo de animal pegado, blanco y negro.
«Una cabra», murmuró Kramer, disfrutando con la ironía y preguntándose si no debería haber utilizado el coche como trampa. Tampoco se le había prestado atención antes.
—Siéntate aquí un momento y espera —le dijo a Moses el cocinero, que lo había seguido obediente—. ¡Siéntate! ¿Eso lo entiendes?
Moses asintió y se acuclilló satisfecho al abrigo de los espinos que ocultaban el coche.
Kramer probó a abrir la puerta del conductor y se encontró con que no estaba cerrada con llave. Se sentó al volante y por la posición del asiento dedujo que Maaties Kritzinger y él debían haber sido casi de la misma altura, desde luego sí coincidían en cuanto al tamaño de las piernas. Comprobó los mandos. Aunque el Chevrolet estaba aparcado en un llano, tenía la marcha puesta y el freno de mano. Eso indicaba que aquel era un hombre muy cuidadoso, y cuadraba perfectamente con el largo camino a pie que Kritzinger había recorrido luego hasta la vivienda del guarda de caza. Kramer abrió el cenicero y descubrió que estaba lleno hasta arriba de colillas de Texas, la principal marca rival de Lucky Strike.
Después abrió la guantera y la registró a conciencia. Además del libro de instrucciones del coche y un par de gafas de sol baratas y de mujer, no encontró nada. Inspeccionó los asientos, delanteros y trasero, hundiendo bien los dedos en los espacios entre la tapicería, y localizó siete cerillas usadas, un boli gastado y un clip torcido.
Luego empezó a buscar escondites de verdad, más típicos de un hombre prudente. Pasó la mano por detrás del salpicadero, miró debajo de las alfombras y tanteó la tapicería de las puertas. Nada.
Se bajó para mirar en el maletero. Estaba cerrado pero Terblanche le había entregado la llave de repuesto que se guardaba en la comisaría. El maletero estaba como nuevo, parecía que nunca lo habían usado. Aun así, Kramer retiró la estera, inspeccionó la rueda de repuesto y miró en todos los rincones y rendijas. Nada.
Puso mala cara, cerró el maletero, se sentó de nuevo en el asiento del conductor, con un Lucky, y sacó de la guantera las gafas de sol baratas. Pensó que lógicamente pertenecerían a la señora Kritzinger, pues seguramente habría sido la única mujer que de vez en cuando iría con Maaties en el asiento delantero de su coche oficial. Además, si no fuesen de ella ¿las habría dejado Maaties tan a la vista? Pero ¿y si no sabía que estaban ahí? Alguien podría haberlas metido en la guantera sin que él se percatara mientras conducía hacia el final de su vida y un curry en alguna parte. Ese mismo alguien que más tarde le habría contado algo que lo había enviado a la muerte en aquel lugar olvidado de Dios.
—Será mejor que lo compruebe —murmuró Kramer, nada convencido de haber encontrado algo importante, pero incapaz de no investigar hasta el final—. ¿Moses? ¿Nos vamos? Pues salta a la parte de atrás, cafre, que tengo que ir a visitar a una dama.
Y en esa ocasión casi ni se fijó en los cortadores de caña, que trabajaban solos o en grupos, más negros que los negros, encapuchados con sus sacos, los machetes detenidos, observándolo pasar. Sólo era visible el blanco de sus ojos.
AL LLEGAR A JAFINI, Kramer se giró y le dijo al pasajero del asiento de atrás:
—A ver, ¿dónde demonios vive tu tío?
Quería dejarlo delante de la puerta, para que Listillo se enterara.
—¿Tío? —repitió Moses desconcertado.
—Sí, hombre, tu puñetero tío.
—Sí, mi tío. Sí, sí, jefe —exclamó Moses en un feliz arrebato de comprensión—. El tío por ese lado, jefe.
Y empezó a hacer una serie de indicaciones contradictorias, señalando en varias direcciones a la vez.
—Mira, Moses —dijo Kramer—, voy a ir hasta el barrio de las chabolas y lo recorreré despacio. Cuando nos acerquemos a casa de tu tío, me avisas.
Y así fue como resolvieron el problema. Moses se bajó frente a una casucha de paredes de barro cuyo techo de hojalata sujetaban varias calabazas en proceso de maduración. Al minuto el tío había salido a recibirlo, y antes de que Kramer tuviese tiempo de girar se había reunido una multitud de vecinos atónitos, todos deseosos de saber por qué había montado en el conocido coche de un detective al que todos tenían por muerto.
—Cuéntalo todo, cafre —murmuró Kramer mientras aumentaba la velocidad—. Y lúcete con la historia ¿me oyes? No quiero que Listillo se sienta decepcionado.
Luego se dirigió a comisaría para cambiar el Chevrolet de Kritzinger por el suyo y estuvo a punto de atropellar a Suzman en el patio, taza de café en mano y la boca bien abierta.
—¡Dios santo, teniente! Creí que había visto un fantasma.
—Ya, por eso vengo a cambiarlo por el mío. Es hora de que vaya a ver a Hettie Kritzinger ¿no cree?
—No estoy tan seguro de eso, señor —contestó Suzman—. Yo había pensado lo mismo, pasar por allí a saludar, pero esta mañana vino el médico y no está nada contento con ella.
—Ya veré sobre la marcha. ¿Dónde vive?
—En el 44 de Sunrise Street, a dos manzanas de donde se hospeda usted.
—Vale. Hasta luego.
—Pero ¿dónde está Jaapie, teniente?
—Malan va a hacer unos trabajos de carpintería en Fynn’s Creek —dijo Kramer, encendiendo el coche—. Que cargue a gastos lo que necesite ¿de acuerdo?
—¿Trabajos de carpintería? —repitió Suzman desconcertado.
—Me encantaría quedarme a charlar, sargento, pero el deber me llama.
EN EL EXTERIOR DEL BUNGALOW de ladrillo rojo en el que Maaties Kritzinger había vivido con su familia de la foto, había una placa grabada sobre la verja del jardín en la que se leía: REFUGIO FELIZ.
«Abandono total» habría sido más apropiado, porque aquello estaba hecho un demonio. No ocurría lo mismo con el jardín en sí, en el que se notaba la mano del jardinero nativo que quiere cobrar, pero la casa era otra historia. Los canalones se habían soltado, la pintura marfil se había levantado formando ampollas, una ventana tenía un trozo de cartón pegado con cinta adhesiva para cubrir el típico agujero hecho por una pelota de criquet, y el barniz de la puerta principal estaba descolorido y cuarteado. Tanta monotonía se veía acentuada por un montón de juguetes de alegres colores, casi todos dispersos en las cercanías de un balancín volcado y de un triciclo patas arriba.
Sin embargo ningún niño salió a mirar quién era aquel desconocido tan alto, mientras Kramer recorría el pavimento irregular del camino de acceso, con el viento castigando las perneras de su pantalón. Tampoco se produjeron sonidos en el interior después de que llamara primero a la puerta principal y luego a la que conectaba el porche con la cocina.
Entonces se oyó una cisterna y en la cocina apareció una mujer pequeña y desaliñada, con una bata de felpa ceñida sobre su pecho plano. Se sobresaltó al ver a Kramer con la nariz pegada al cristal de la puerta de atrás. Enseguida sacó su identificación y se la mostró a la mujer.
—Así que ha venido —dijo en su susurro mientras abría la puerta—. Sabía que vendría algún día. Llevo años esperando.