XVI

LA VIUDA FOURIE salía de la cocina con un vaso de agua en la mano justo cuando Kramer abrió la puerta principal a las doce y cuarto de la noche, esforzándose por no hacer ruido.

—Hola —dijo ella—. Trasnocha usted mucho.

—Y usted.

—No. Yo estaba profundamente dormida hasta hace un minuto. Piet se despertó porque quería beber.

—No me vendría nada mal a mí beber un poco —murmuró Kramer, y luego añadió—: buenas noches.

—Estante de arriba de la despensa —dijo ella—. Detrás de la caja de las velas de cumpleaños.

Kramer la observó recorrer el pasillo. Parecía cansada, pero caminaba sin esa inseguridad que suele ir asociada a las personas que acaban de despertarse, y eso lo intrigaba.

Detrás de la caja de las velas de cumpleaños encontró una botella grande y sin empezar de brandy Oude Meester, con el sello intacto. En el cuello llevaba pegada una etiqueta en forma de hoja de acebo en la que se leía: «Para mi querido Pik. ¡Feliz Navidad!».

Se sirvió una buena cantidad en un vaso y se sentó a la mesa de la cocina, en la que apoyó los pies. No le pareció mal beberse el alcohol de un muerto. En algún sitio había leído que todo el mundo se bebía el brandy de Napoleón y que además luego presumían ante sus amigos de haberlo hecho.

—Así que ha encontrado la botella —dijo la viuda Fourie, regresando a la cocina con el vaso vacío.

—¿Quiere un poco?

—No, gracias.

—Sólo un poco —insistió—, un dedo. Le ayudará a quedarse dormida otra vez.

Y la miró a los ojos.

—No, de verdad —respondió ella retirando la mirada.

—Como prefiera.

—Parece molesto —dijo, mientras aclaraba el vaso en el fregadero—. ¿Por qué?

—¿Puedo tomarme otra?

—Está para ser bebido.

—Y yo para estar bebido.

SE QUEDÓ SENTADA CON ÉL, en silencio, separando la ropa recién lavada de los niños en cuatro grupos distintos sobre la mesa de la cocina, mientras él se pimplaba el primer vaso lleno. Su mirada siempre acababa posándose en ella, sobre todo en su boca ancha y generosa, rodeada de arrugas provocadas por la risa.

—Si lo que mira son mis granos —le dijo—, es que estoy con el mes y por eso me han salido. No hace falta que los mire tanto.

Kramer sacó un Lucky.

—Ah, no —dijo—. Estaba pensando en algo totalmente distinto: Listillo.

—¿Cómo ha dicho?

—No quiero insultar a nadie. Se trata de un cafre.

—¿Qué cafre?

Se lo contó, hablando con libertad —quizá con demasiada libertad—, pero casi no había comido en todo el día y el brandy corría por sus venas. Dejó caer que tenía un presentimiento sobre aquel cafre que le ponía los pelos de punta: una especie de juego del destino.

—Oh —dijo ella, y volvió a guardar silencio.

—No se quede ahí sentada, ¡hable! —pidió él—. Siga hablando. Dígame que soy un estúpido.

—No puedo —contestó—. El día que Pik murió se despidió de mí con un beso en la puerta, como siempre, pero luego volvió a entrar y me besó de nuevo, a mí y a los niños. Porque sí.

Después de aquello los dos se quedaron callados, el reloj de la cocina desgranando su pesado tictac.

—Ese nativo —dijo la viuda Fourie, enérgica y eficiente, sirviéndose un dedo de brandy—… Tendrá que buscarlo, encontrarlo, ver con sus propios ojos lo normal y corriente que es y así poder acabar con…

—¿Buscarlo? —repitió Kramer—. ¿Y qué cree que hemos estado haciendo Hans y yo toda la noche?

—Eso no me lo ha contado ¿cómo quiere que lo sepa?

—Hemos buscado por todas partes y no está. Se ha esfumado.

La viuda acabó su brandy de un solo trago, haciendo muecas debido al sabor, y dejó el vaso con cuidado sobre la mesa.

—Dice que seguramente ya se habrá cambiado de ropa y se habrá puesto la que le robó al cocinero de Fynn’s Creek. ¿Ha podido ofrecer una buena descripción de la ropa?

—Sí. Excelente.

—¿Seguro?

—Cassius la obtuvo directamente del cocinero. Una chaqueta negra, pantalones negros con el trasero brillante por el desgaste de la tela, y una camisa blanca que en el hombro izquierdo tiene un remiendo hecho con el faldón de la misma camisa. Un cinturón negro por fuera y gris por dentro, con una hebilla que tiene una estrella de cinco puntas, de los que venden en los colmados. Además, un par de zapatos negros de la talla 46, de cordones y de piel de imitación. Las suelas gruesas y con un dibujo entrecruzado, una muesca en la puntera izquierda producida al caer una navaja, y una mancha en el zapato derecho que es una irregularidad en forma de media luna. Ah, y el tinte de los zapatos no había quedado uniforme: el negro del izquierdo tiraba a púrpura cuando se lo sostenía a la luz.

—¡Caramba! —exclamó la viuda—. ¡Esa sí que es una descripción completa! ¿El cocinero le contó todo eso? Debía estar enamorado de sus queridos zapatos.

Kramer asintió.

—Yo reaccioné igual —le dijo—, pero Cassius me aclaró que en zulú existen más de trescientas palabras para describir los distintos colores de una vaca. Por si eso fuera poco, existen más palabras para cada clase de cuerno, de pezuña, etcétera. Creo que lo que quería decirme es que cuando un negro es demasiado pobre para poseer ganado, tiene que conformarse con un par de zapatos, aunque no sean de piel auténtica.

—Ya —dijo la viuda Fourie—. Y a ese nativo nadie lo ve desde… ¿No puede haberse ido sin más? De vuelta adondequiera que usted lo hubiese visto por primera vez.

—Sí, delante del Juzgado —musitó Kramer. Entonces se dio cuenta de lo que había dicho.

Y regresó a la primera mañana que había pasado en Trekkersburgo, en el callejón junto al Juzgado, que se encontraba tan abarrotado de preocupadas esposas y familiares de cafres que era necesario abrirse camino a la fuerza. De repente, la multitud se había apartado por propia voluntad para dejar paso a una versión en negro de Frank Sinatra, con su caminar desenfadado. El sombrero de ala corta, las hombreras y el traje de los años cuarenta mechado con hebras destellantes eran ideas de segunda mano procedentes de una tienda de segunda mano. Pero conseguían dar la sensación de que aquel ejemplar era el original, aunque hubiese habido otro, en otro lugar, que hubiera tenido las mismas ideas antes. Aquel hombre caminaba así porque pensaba así y la multitud lo había presentido, como había presentido que algo especial, quizás incluso letal, caminaba con él.

—¿TROMP? —LLAMÓ LA VIUDA FOURIE preocupada—. Tromp, ¿se encuentra bien?

—¡Muy bien! —respondió pestañeando y alargando la mano para servirse más brandy—. ¿Cree que el cafre ha vuelto allí? ¿Y para qué cambiarse de ropa si pensaba irse? No, yo creo que sigue por aquí, escondido, vigilando lo que…

—Pero ¿por qué? —preguntó la viuda—. Eso es lo que no entiendo. No creo que un nativo pudiera verse involucrado en…

—¡Pues tendré que preguntárselo a él! —dijo Kramer irritado porque necesitaba tiempo para pensar y se sentía presionado—. Debo encontrar la forma de ponerle las esposas y hacerle muchas preguntas, de preguntarle a ese falso de mierda qué demonios está pasando aquí.

—Yo sé cómo hacerlo —dijo ella.

—¿Cómo dice?

—Sé una forma de atraparlo, si sigue por aquí —respondió la viuda Fourie—. Fue lo que hizo mi tío Koos cuando tuvo el problema con el leopardo. Ya sabe lo astutos y taimados que son los leopardos, siempre ocultos para que nadie los vea: sólo se adivina su presencia porque por la mañana se descubre que falta otro animal del rebaño. Pues mi tío Koos sabía que el leopardo estaba oculto en algún sitio, en las estribaciones, así que cogió una cabra y…

—¡Sí, sí, le tendió una trampa! —dijo Kramer asintiendo.

DESPUÉS DE AQUELLO NO DURMIÓ demasiado. Cada vez que se le cerraban los ojos y su mente se olvidaba de aquel día, adentrándose en raras ensoñaciones, casi todas relacionadas con el mar, el menor ruido lo despertaba y se quedaba mirando al techo, intentando comprender las verdaderas consecuencias de que Listillo y el del traje de los cuarenta fueran el mismo cabrón, hasta que se le volvían a cerrar los ojos y se reanudaba el ciclo.

—¿Puedo coger la grasa para Dingaan, por favor? —preguntó Piet durante el desayuno.

—Preferiría darle mi cabeza —respondió Kramer, rechazando con un gesto la leche que la doncella había estado a punto de añadir a su café—. Sí, claro que puedes. Puedes darle toda mi panceta, si le gusta. Hoy no estoy de humor para comérmela.

—Sí, mamá me lo advirtió —dijo Piet, acumulando la panceta en un platillo del pan.

—¿Sobre qué te advirtió tu madre?

—Dijo que probablemente hoy estaría como un toro que se ha acostado encima de un cactus.

—Tienes una madre…

—Es muy buena ¿verdad? —dijo Piet—. A veces pienso que la de Fanie Kritzinger es mejor, pero no siempre.

—¿Ah, sí? ¿Y qué opinas de su padre?

—Ha muerto. Estiró la pata. Eso lo sabe todo el mundo.

—¿Quién te lo contó?

—No sé, uno de los niños, en el río.

—¿Era buen hombre su padre?

Piet se encogió de hombros.

—Vamos —insistió Kramer—, dime cómo era.

—No era como el otro policía que solía venir a ver a mi madre, el tío de Hermán. Era más bien… pues como usted, supongo, y tampoco le permitían llevar uniforme.

KRAMER NO SABÍA BIEN POR QUÉ, pero mientras conducía hacia la comisaría de Jafini poco antes de las nueve, no dejaba de pensar en aquella conversación.

Luego tuvo que ocuparse de otras cosas: en concreto de la trampa que pensaba tenderle a Listillo. Por mucho que lo había intentado no había sido capaz de mejorar la jugada que el tío de la viuda le había hecho al leopardo, y al final había decidido que seguramente no era necesario. Igual que el leopardo se sentía atraído por las ovejas, Listillo tenía su propio centro de interés: el lugar del crimen de Fynn’s Creek. Cierto era que había perdido buena parte de su atractivo al desaparecer de allí toda actividad, pero eso podría cambiarse utilizando alguna forma de cabra atada.

«Cabra, cabra, cabra», murmuró Kramer, intentando pensar en algo sencillo.

Lo más sencillo de todo sería renovar la actividad policial en Fynn’s Creek, pero conservando el misterio sobre qué hacían allí en realidad. ¿Cómo? Ahora que el teniente Dorf había estudiado la zona tan minuciosamente resultaba difícil encontrar algo que pudiese servir como foco de atención. Todo el lugar había sido examinado con precisión y cada posible prueba… ¡No, un momento! ¡Aún quedaba una parte del lugar del crimen sin examinar: la choza de Moses, el cocinero, adonde Listillo había acudido de visita!

«Perfecto», se dijo Kramer.

TERBLANCHE TENÍA PINTA de acelerado.

—¡Buenos días, Tromp! —saludó mientras intentaba limpiar una salpicadura de gachas de su corbata—. ¡Santo cielo, qué forma de comenzar el día!

—Debería intentar comer más despacio, Hans.

—¡No, no lo digo por esto! Acaba de llamarme el jefe de la comisaría de Nkosala para recordarme que hoy a las diez he de presentarme allí en el juzgado, ¡con el lío que tenemos! Y si no encuentro pronto mi declaración para memorizarla, no sabré ni qué decir. Intenté conseguir un aplazamiento alegando que debía ayudarle en este caso, pero…

—¡No se preocupe! Ya nos veremos después. Sólo necesito uno de sus hombres y un ayudante.

—Llévese a Malan, prefiero que Sarel se quede a cargo de la comisaría si yo no estoy. En cuanto al bantú, puede elegir al que prefiera. ¿Qué deben hacer?

—Ayudarme a encontrar a Listillo.

—¡Pues claro! ¡Lo siento! Para que vea cómo tengo la cabeza. A ver si hoy cambia nuestra suerte.

—Estoy seguro de que será así.

—¿Cómo puede estar tan seguro, Tromp?

Kramer estaba a punto de contarle lo de la trampa cuando se dio cuenta de una cosa: por encima de todo, la reanudación de la actividad en Fynn’s Creek debía parecer auténtica, si quería que su plan funcionase, pero si unos campesinos transparentes como el jefe de la comisaría y su pandilla de memos sabían la verdad, no serían capaces de representar sus papeles de forma convincente, ni siquiera para engañar a un ciego encerrado en un saco con zanahorias metidas en las orejas.

—Eso será una sorpresa, Hans —le dijo, enderezando la corbata del jefe de la comisaría hasta dejarla perfecta.