ENTONCES EL DÍA CAMBIÓ DE TONO, como la cuerda de una guitarra al romperse.
El nuevo surgió mientras el Land Rover llegaba al lugar, al sur de la desviación hacia Moon Acre en la carretera de Nkosala, donde Listillo había desaparecido el día anterior entre la nube de polvo levantada por el Chevrolet.
—¡Ese astuto cabrón! —murmuró Kramer, haciendo que Terblanche y Mabeni, que iba sentado entre los dos, se giraran para mirarlo—. ¡Lleva todo el rato jugando al escondite conmigo!
—¿Se refiere a Elifasi? —preguntó Terblanche.
Pero Kramer estaba demasiado preocupado por la ciencia exacta de la retrospección, como le habían dicho que se llamaba, para contestar.
Ahora le resultaba dolorosamente obvio por qué Listillo había realizado el numerito de la desaparición. Sabiendo que podrían detenerlo e interrogarlo, como ocurre con cualquier cafre cuando una mujer blanca ha sido asesinada, se había lanzado a través de la densa nube de polvo para internarse entre los densos cañamelares y esconderse. Después, cuando le pareció seguro, salió de allí y continuó camino hacia Fynn’s Creek para ver a Moses el cocinero, sin duda encantado de observar que la Policía estaba en otra parte, perdiendo el tiempo con el condenado Grantham.
Por si eso fuera poco, acababa de ocurrírsele a Kramer que su primer encuentro con Listillo —un minuto o dos después de que llegara a Jafini por primera vez— no pudo haber sido la coincidencia que entonces le pareció. Más bien el astuto canalla habría decidido controlar de inmediato a cualquier recién llegado que tuviese pinta de formar parte del refuerzo policial.
—A ese Listillo, a ese cabrón de Elifasi —dijo Kramer—, tenemos que atraparlo antes de que acabe esta noche ¿entendido?
—Pero ¿cómo? —razonó Terblanche—. Ya le he preguntado a Cassius si recuerda la dirección que estaba inscrita en su pase, y dice…
—Olvídelo, seguro que es falsa —dijo Kramer—. Nuestra principal ventaja es que seguramente no sabe que hemos descubierto su juego, porque hubiésemos salido antes en su busca. Apuesto a que sigue rondando por aquí, intentando averiguar qué…
—Pero ¿por qué, Tromp? —interrumpió Terblanche—. ¿Por qué lo hace?
—Imagino que de alguna forma ha tomado parte en lo ocurrido en Fynn’s Creek —contestó Kramer—. Incluso es posible que haya sido el maldito cómplice que según Sybrand Dorf pudo estar involucrado, el que perdió el mechero de gasolina.
Terblanche soltó un silbido.
—¿Quiere decir que Lance Gillets pudo haber pagado a ese cafre para que colocara la bomba? ¡Pero eso es terrible!
—No sería la primera vez que se usa a un cafre como arma asesina —le recordó Kramer—. ¿Se acuerda de aquel policía de Pretoria cuya esposa contrató a dos negros para…
—Sí, ya lo sé, pero pensar que la pequeña Annika fue…
—Supongamos que fue eso lo que ocurrió —dijo Kramer—. Y ahora Listillo, alias Elifasi, se caga de miedo pensando en si lo atrapamos y lo juzgamos como único responsable. Por eso ha intentado sonsacarle al cocinero en qué estado está la partida, de ahí que… Bueno, aún no conozco todos los detalles, pero sí sé una cosa: ese condenado negro está relacionado con este asunto de alguna forma.
—Pero… —empezó Terblanche.
—Pero ¿qué? —preguntó Kramer, reduciendo para tomar la última curva antes de la larga recta que desembocaba en Jafini.
—Seguimos teniendo el mismo problema, Tromp. ¿Quién robó la ropa del cocinero? ¿No deberíamos buscar también a otro negro que…?
—Elifasi pudo haberla robado igual —dijo Kramer—. La misma noche que puso la bomba. No es complicado.
—¿Y por qué iba a hacerlo?
Mabeni carraspeó.
—¿Jefe? —dijo.
—¿Tienes una respuesta para el teniente? —preguntó Kramer—. Muy bien, pues habla, quiero oírla.
—Tal vez Elifasi necesitaba cambiar de ropa por si conseguíamos la descripción de la que llevaba puesta. Puede que anoche huyera muy lejos —dijo con precaución.
—Buena teoría —afirmó Kramer, aunque no le gustaba ni un pelo—. ¿Lo has visto hoy?
Mabeni negó con la cabeza.
—A mí me pareció verlo —admitió Kramer— delante del almacén Bombay a primera hora de la mañana, pero resultó ser un cafre viejo que tiene sífilis. Llevaba el mismo tipo de chaqueta, con el mismo tipo de forro brillante.
—¿Sífi…? —quiso repetir Cassius Mabeni.
Terblanche se lo tradujo y el agente bantú se rió alegre.
—Ese está loco —dijo—. Dice que ha sido primer ministro de Sudáfrica dos veces.
—Ah, sí, ¿el viejo Dos Veces? —dijo Terblanche riéndose—. Antes hacía para mí algunos trabajos de jardinería, hasta que un día decidió arrancar todas mis rosas para darles un entorno más similar al del territorio en el que estaba confinada su tribu. ¿Se lo imagina? Lo dejó todo lleno de agujeros, y mis pobres rosas intentando crecer clavadas en un montón de ladrillos rotos que tenía por allí.
Mabeni se rió, cubriendo educadamente su boca con la mano, pero aun así Kramer le puso mala cara.
—¿Qué demonios pasa, cafre? —preguntó—. Quiero que pienses y no que hagas el tonto.
«Y si de paso Terblanche —que se había puesto colorado— también se daba por regañado, mejor que mejor», pensó Kramer.
BOKKIE MARITZ ESTABA SENTADO en el despacho de la Brigada de Investigación Criminal, alegremente iluminado, hablando por teléfono y arrastrando las palabras, mientras el sargento Sarel Suzman se regodeaba observándolo, con un aspecto mucho menos hosco y anguloso de lo normal.
—¿Qué ocurre? —Kramer se detuvo para preguntarle.
—Creo que Bok ha tomado demasiado de ese jarabe para la garganta —dijo Suzman—. Hay que tener cuidado con el doctor Mackenzie, le encanta añadir montones de alcohol a todo lo que receta. Cuando el teniente Terblanche tuvo gripe, la cura que le dio a punto estuvo de provocarle delirium tremens.
—Ya, pero ¿con quién habla Bok?
—Con el coronel, teniente.
—¿No le ordené irse a casa?
—Sí, pero…
—¡Pues váyase! —siseó Kramer, impaciente por golpear mientras el hierro siguiese candente.
Suzman se marchó, encolerizado pero obediente, como cualquier perrito faldero.
—¡Oye, Bok! —dijo Kramer en voz alta acercándose a él—. ¡Hombre, no me digas que ahora te da por el whisky! ¿Y ya sólo queda media botella? ¿Qué demonios haces? Primero ginebra, luego…
—Disculpe, espere un momento —le dijo Maritz al coronel, mirando a su alrededor totalmente desconcertado.
—¡Oh, Dios mío! —dijo Kramer—. ¿No estarás hablando de nuevo con la señora de antes? Esa a la que enfadaste esta tarde con tus comentarios. Por el amor de Dios, ¡cuelga ya, Bok! ¡Esa clase de llamadas pueden rastrearse y esto es una comisaría de Policía! ¡Trae, dámelo!
Le arrancó el auricular a Maritz de las manos antes de que el idiota tuviese tiempo de reaccionar y dijo:
—¿Oiga? ¿Operadora? Lo siento, señora, creo que ha habido un cruce de líneas. Cuelgue el teléfono, por favor.
Y eso mismo hizo él, sabiendo que el coronel volvería a llamar en cuanto consiguiera una nueva conexión.
—Eh, ¿qué es lo que… —empezó Maritz.
—¡Largo! —ladró Kramer—. Espérame en el despacho del jefe de la comisaría, donde descubriremos a qué te has dedicado todo el día. ¡Es una orden, sargento, así que fuera de aquí!
—Pero yo…
—¡Largo antes de que mi bota te facilite el trabajo!
Maritz se puso en pie como pudo, con los ojos muy abiertos, con cara de creerse todos los chismes de taberna que le habían contado acerca de ese pirado venido del Estado Libre, y salió pitando de la habitación, tropezando con dos mesas y una silla en el intento. Acababa de desaparecer cuando se oyó el estridente timbre del teléfono.
—Brigada de Investigación Criminal de Jafini. Kramer al habla.
—Teniente ¿es usted?
—Buenas noches, coronel. Vaya, cómo me alegro de oírle. Creí que se habían olvidado de nosotros por completo.
—¿Es que no ha recibido mis mensajes? ¿Qué demonios pasa aquí? Bok…
—¿Sus mensajes, coronel? —dijo Kramer.
—Ya sabe, que me llamara para hablar del abogado Gillets y de su queja por…
—¡Ni idea, coronel! ¿Qué queja puede tener ese hombre?
—¿Así que entonces no ha amenazado usted a su hijo Lance? Pues el señor Gillets afirma…
—¡Por supuesto que no, coronel! ¿Hans y yo íbamos a ser capaces de meternos con un pobre chico que seguía en tratamiento? Llame al señor Mansfield, el tipo que está al mando en Madhlala y él le dirá que sólo efectuamos una visita de cortesía, diez minutos como mucho. De hecho Mansfield nos dio las gracias por haber sido tan discretos, coronel, de verdad. Recuérdeselo y ya verá lo que le dice.
—¿Dice que lo acompañó Hans Terblanche?
—¡Todo el tiempo, señor! Trabajamos en equipo.
—¿En serio? —preguntó el coronel, incapaz de ocultar la sorpresa de su voz—. Hans es un hombre bueno y templado, aunque a Maaties le resultaba un poco lento. Pero oiga, no quiero que visite más a Gillets sin llamarme antes a mí ¿de acuerdo? No queremos tener problemas con el abogado Gillets.
—Se lo prometo, coronel —dijo Kramer—. Por lo demás, me alegra decirle que las cosas empiezan a progresar, señor. Lo curioso es que estaba a punto de telefonearle. Hoy hemos contado con la ayuda del teniente Dorf del Ejército Bóer, quien nos ha proporcionado varias pistas con las que trabajar.
—Me alegro mucho. —Du Plessis hizo una pausa y carraspeó—. Oiga, teniente…
—¿Sí, coronel?
—Por lo que dice, parece que todo marcha bien en Jafini.
—Así es, coronel. Sus medidas contundentes contra la prensa funcionan a la perfección. Ni un solo reportero…
—No, no es eso, teniente. Es… Bok. ¿Cómo van las cosas con él?
—Oh —dijo Kramer, y empezó a hablar demasiado a la ligera y despreocupadamente—. ¿Cuándo habló con él por última vez, coronel? Está un poco… digamos febril, por el momento. Ha estado un tanto descentrado, deprimido, pero estoy seguro de que pronto lo superará. Supongo que le habrá contado lo de su dolor de garganta.
Se produjo una pausa.
—Teniente, ¿me está diciendo que Bok está deprimido?
—Sí, señor, por así decirlo. Quizás sea porque no está acostumbrado a encontrarse tan lejos de su casa, señor, lejos de su encantadora esposa y todas las restricciones que eso implica… bueno, sin poder seguir su rutina de siempre. Es cierto que he estado fuera todo el día, así que no estoy muy enterado de…
—¿No puede explicar la situación un poco mejor, teniente?
—¿Coronel?
—Oiga —dijo Du Plessis—, usted sabe que respeto la lealtad en un hombre, Tromp, pero tal vez en este caso sería bueno que…
—Mire, señor, ¿no preferiría hablar directamente con Bokkie? —preguntó Kramer—. Lo tengo aquí, en la antigua mesa de Maaties, jugando con su rompecabezas de terrier escocés y…
—No, no. No será necesario —se apresuró a decir el coronel—. Dígale de mi parte… Oiga, tal vez sea mejor, si está febril como usted dice, que Bokkie vuelva a casa esta noche. A las ocho un vehículo del Cuerpo de Bomberos sale desde Nkosala para asistir a la conferencia de mañana por la mañana. Así Bok podría curarse la garganta como es debido en el seno de su familia, que es donde debe estar todo hombre enfermo.
—Coronel, es usted uno de los mejores.
—¿No se quedará usted corto de efectivos?
—No, nos las arreglaremos, coronel. Buenas noches, señor.
Kramer dejó que el auricular resbalara de sus dedos sobre el soporte. «Bien —pensó—, ahora te tengo para mí solo, aunque cuándo, cómo o dónde podré sacarle ventaja a esto, eso ya no lo sé».
Por supuesto, se refería a la viuda Fourie.
—HE LOGRADO ENCONTRAR el viejo robo de la dinamita —dijo Terblanche mientras entraba en el despacho de la Brigada de Investigación Criminal—. Perdón, ¿iba a usar el teléfono? Porque puedo…
—No, ya he terminado —dijo Kramer—. El coronel quiere que Maritz regrese, así que he conseguido que alguien lo lleve. ¿Sería posible que la camioneta lo acerque a casa para recoger su maleta?
—Sí, en un momento lo organizo —dijo Terblanche, apoyando una abultada carpeta sobre la mesa de Malan—. Me pareció que merecía la pena echar un vistazo, por si la dinamita había sido robada de nuevo en el mismo sitio.
—Buena idea —comentó Kramer, acercándose para mirar por encima del hombro de Terblanche—. ¿Quién llevó la investigación?
Terblanche señaló el nombre que aparecía al pie de la lista de pruebas: J. J. Mitchell.
—Fue Joe, pero no tuvo demasiada suerte. Joe fue el predecesor de Malan, antes de dejarnos para ocuparse de asuntos más elevados. Se recuperaron dos docenas de cartuchos de dinamita, como puede ver según esta lista, pero no arrestaron a nadie y el caso sigue abierto. ¿Y dónde ocurrió esto exactamente? Lo tengo en la punta de la lengua.
Kramer cogió un formulario amarillo de entre aquel lío de papeles.
—En el alto de Shaka —dijo.
—¡Por supuesto! Es un sitio que no tiene nada de especial. Está cerca de las montañas. Es una especie de cantera de la que sacan grava para hacer carreteras.
—Tiene razón —dijo Kramer consultando el formulario. Aquí está el nombre del contratista, Barney Sherwood, Compañía Extractora Umfolosi, y un número de teléfono. Voy a ver si lo localizo.
El teléfono sonó sólo dos veces. Al principio Sherwood pensó que la Policía llamaba para decirle que el caso quedaba resuelto por fin, y al darse cuenta de que no era así se irritó. Dijo que en su almacén de explosivos no faltaba nada más y señaló que menos mal que era así, teniendo en cuenta lo incompetente que había demostrado ser la Policía. Además, quería presentar una queja por la incautación policial de la legítima propiedad de un hombre, haciéndole perder mucho dinero.
—No sé de qué demonios me habla, señor —dijo Kramer—. Y no quiero saberlo. Pero ocúpese de ir a comprobar su almacén una vez más, ahora mismo, y de devolverme la llamada a las ocho y media, confirmando que todo está correcto, o habrá problemas. Soy experto en examinar los camiones para el transporte de grava y encontrar graves infracciones de la Inspección Técnica de Vehículos.
—Eso lo pondrá en su sitio —comentó Terblanche, mientras Kramer colgaba con gran estrépito.
—Nunca me ha fallado con ninguno de esos cabrones —dijo Kramer—. Ya verá, como muy tarde está llamando a las ocho y cuarto.
EL CONTRATISTA LLAMÓ A LAS OCHO, justo cuando Maritz, de lo más desconcertado, se despedía lacrimoso y partía con tres silenciosos oficiales del Cuerpo de Bomberos temporalmente destacados en Nkosala.
—¿Y bien? —preguntó Terblanche, centrando de nuevo su atención en Kramer—. ¿Ha habido suerte en el alto de Shaka?
Kramer se encogió de hombros.
—Era una buena idea, Hans, pero no ha dado resultados: el hombre dice que toda su dinamita está controlada. Será mejor guardar esa carpeta de la dinamita y dejar de perder el tiempo. Esta noche tenemos que atrapar a Listillo, no podemos permitir que nada nos distraiga, nada.
—Sí, pero ¿cómo, Tromp? ¿Por dónde empezamos?
—Podemos dar una vuelta en coche, a ver si…
—¿Y si nos ve y…
—Cierto. Antes tendremos que quedarnos aquí sentados estrujándonos el cerebro, a ver si damos con un plan mejor.