LA TARDE LLEGABA A SU FIN y el ocaso se preparaba para ensangrentar el mar cuando Kramer y Terblanche regresaron a Fynn’s Creek, llevando con ellos al agente bantú Cassius Mabeni en la jaula de la parte de atrás del Land Rover.
—¡Pero por Dios, mire eso! —exclamó Terblanche cuando llegaron a la cima de la última pendiente—. ¿Qué ha estado haciendo Dorf? ¿Jugando al ajedrez?
Lo cierto es que resultaba un espectáculo inesperado: una pulcra cuadrícula de cuerda de paja muy tirante entre clavijas de madera recién hechas que cubría toda la zona de la explosión. Pero más extraordinario parecía aún que el lugar estuviese ahora tan ordenado cono un tablero de ajedrez, con cada pedazo de escombros, cada prenda de ropa, cada utensilio de cocina, por ejemplo, cuidadosamente apilado en la periferia en montones perfectamente clasificados.
—Era justo lo que le faltaba: el toque femenino —murmuró Kramer—, y no me había tropezado nunca con alguien tan ordenado.
—Sí, pero apuesto a que ha encontrado un temporizador de veinticuatro horas en algún sitio —dijo Terblanche—. Venga y verá.
—Ya —dijo Kramer.
Salieron del coche y vieron que Cassius Mabeni ya se había bajado y esperaba atento nuevas órdenes.
—Bien —dijo Kramer—, quiero que vayas a ver a Moses y repases con él los detalles del robo. Y lo más importante: consigue una buena descripción de su ropa de los domingos ¿entendido? Tendremos que ser capaces de reconocer su ropa perdida en cuanto la veamos o veamos a alguien que la lleva puesta.
—Sí, lo intentaré, jefe.
Kramer y Terblanche bajaron hasta el lugar donde seguía el Land Rover de la Comisión de Parques. Junto a él había un montón de artículos recreativos —cañas de pescar, un par de aletas, dos raquetas de tenis, un fonógrafo destrozado, etcétera—, mientras que el siguiente estaba dedicado a artículos de aseo e incluía dos pastillas de jabón Lux, dos esponjas normales, dos cepillos de uñas, dos piedras pómez, dos esponjas vegetales y un pato de goma. Kramer cogió el pato y lo apretó, haciéndolo soltar por el pico un chorro de pequeñas pompas de jabón que olían muy bien.
—¡La pequeña Annika! —Terblanche lanzó un grito ahogado: aquello lo pillaba desprevenido—. ¡Dios mío, huele a ella!
—Teniente Kramer —dijo Dorf a su espalda.
—¿Sí, Sybrand? —respondió, entregándole el pato a Terblanche mientras se giraba—. Estábamos admirando su trabajo. Tenemos entendido que ha encontrado nuevas pruebas.
—Muy poca cosa, pero por eso resulta más significativo —respondió Dorf, haciendo señas a Kramer y a Terblanche para que lo siguieran—. Está todo aquí, en mi mesa plegable de campo.
Y sí que parecía poca cosa: cuatro diminutos fragmentos de papel marrón en un sobre de celofán etiquetado; tres mecheros, etiquetados; una lata de gas para cargar mecheros, etiquetada; un sobre con dos pedazos de cable, los dos cubiertos por un aislamiento de plástico rojo, los dos etiquetados; una batería cuadrada y pesada, etiquetada; un muelle pequeño, ruedas dentadas de latón, ejes de acero y otras piezas de reloj, etiquetadas y cuidadosamente conservadas en una pequeña caja de cartón.
Se apiñaron alrededor mientras Dorf, de pie en el extremo más alejado de la exposición como un tendero que pasa por época de vacas flacas y con el mismo brillo ansioso en los ojos, señalaba primero los fragmentos de papel.
—Son fragmentos del papel encerado que envolvía los cartuchos de dinamita D14, el explosivo más común. La filigrana diagonal del papel resulta claramente visible.
—¿Qué clase de explosivo es? —preguntó Kramer.
—El que se usa en las canteras, en la construcción de carreteras o de presas… en la ingeniería civil, si lo prefiere. Debido a las circunstancias en las que suele almacenarse también es el que más se roba. Estoy seguro de que se habrán dado casos en la zona.
—Cierto —intervino Terblanche—. Pero ya hace tiempo.
—¿Cuándo fue la última vez? —preguntó Kramer.
—Hará tres o cuatro años. Aunque parece ser que esos robos no siempre se denuncian, debido a los problemas que pueden tener los propietarios por no seguir las normas relacionadas con su conservación.
—Antes era así —convino Dorf—, pero ahora que un robo como ese podría tener implicaciones políticas la gente se pone más nerviosa. Estoy seguro de que si esta dinamita se hubiese robado en la zona, ustedes lo habrían sabido.
—Entonces pediremos a Pretoria las denuncias sobre robos de dinamita en toda la nación —dijo Kramer—. Siguiente.
Dorf señaló los tres mecheros.
—Dos de esos tienen gas. El otro, que su sargento bantú de la Brigada de Investigación Criminal encontró cerca de ese grupo de arbustos, directamente detrás del lugar de la detonación, contiene gasolina normal. Creo que estos dos se llenaron con esta lata de gas para mecheros, recuperada en el cuadrante F23 de mi cuadrícula y propiedad de los habitantes de la casa, mientras que el tercer mechero pudo haberlo perdido el asesino. ¿Alguien lo reconoce?
Todos negaron con la cabeza.
—Háblenos de la bomba de relojería —pidió Terblanche—. ¿Lo era realmente?
Dorf asintió y señaló la pequeña caja de cartón.
—Sí, creo que podemos decir que es más que una suposición razonable. La detonó este pequeño despertador. Es de los de viaje, a juzgar por el tamaño reducido de sus componentes. Aún no hemos hallado la caja, pero estoy seguro de que no se encuentra muy lejos. Esos cables y la batería formaban parte del mismo tosco montaje. Período máximo de espera: doce horas.
Terblanche frunció el ceño.
—Pero ¿qué pruebas tiene de que el muelle y el resto de esas cosas no pertenecían a un despertador de viaje propiedad de la fallecida y de su esposo? —preguntó.
—Esos artículos se encontraban incrustados en el barro debajo de la explosión —explicó Dorf—. Y no sólo eso, las distintas piezas no muestran ni la más ligera señal de corrosión, lo que indica que no pudieron estar mucho tiempo expuestas al aire del mar. Compárelas con estas piezas de un reloj que debió adornar la repisa de…
—En cualquier caso —interrumpió Terblanche—, a mí me sigue pareciendo que saca usted demasiadas conclusiones cuando no hay mucho de donde sacar, y lo digo sin ánimo de ofender.
—Pero de eso se trata exactamente —dijo Dorf—. Hay tan poco, incluso después de un registro de lo más completo, que puedo estar totalmente seguro de que el despertador no pudo ser modificado, por ejemplo, para ampliar el tiempo máximo de…
—¡Me rindo! —se quejó Terblanche levantando las manos—. Voy a ver cómo le va a Cassius.
Y se marchó a grandes zancadas.
—Espero no ser yo el causante de su enfado —dijo Dorf.
—Es el factor tiempo —explicó Kramer, encendiendo un Lucky—. ¿Está totalmente seguro de que la bomba no pudo activarse antes? Es que tenemos un posible sospechoso que pudo haberlo hecho alrededor de las once, pero no más tarde.
—¿Qué te dije? —le susurró Malan a Suzman—. Por eso fueron a la reserva. Está claro que Gillets es el principal sospechoso.
—¡Malan! —ladró Kramer—. ¿Ha olvidado mi advertencia?
—Lo siento, teniente. Lo lamento de verdad.
Entonces habló Dorf, reclamando la atención de todos.
—No, teniente, en este mundo nadie puede estar totalmente seguro de nada. Esta mañana muy temprano, en otro lugar, perdí a un colega que lo olvidó y cortó el cable equivocado sin antes comprobar su recorrido en condiciones. Por lo tanto, sólo puedo decir que estoy seguro al noventa y nueve coma nueve por ciento del límite de doce horas. Claro, a menos que el sospechoso del que habla se sirviera de un cómplice.
—¿Un cómplice? —repitió Kramer—. No, lo siento, no lo veo. En este contexto, no.
—¡Tromp! —se oyó en la distancia.
—¡Es el teniente Terblanche, señor! —dijo Malan, deseoso de quedar bien—. ¿Quiere que vaya a ver qué pasa?
—No, tengo una idea mejor, Jaapie —dijo Kramer—. Usted lleve al teniente Dorf al Hotel Royal de Nkosala y ocúpese de que comparta una cena como es debido con usted. Sólo lo mejor para uno de los mejores. Se la merece con creces. En cuanto a los demás, olvídense de todo esto y vuelvan a sus casas. ¡En marcha!
KRAMER SABÍA QUE AQUEL había sido un gesto amable poco normal en él, pero al final de aquel día frustrante, tocapelotas y deprimente necesitaba algo que lo animara un poco, como pensar en lo que pasaría con las almorranas del coronel cuando viera incluida en los gastos una cena extravagante para dos. Con suerte, además, su esfínter conseguiría relajarse por fin a una hora intempestiva.
—¡Tromp! ¿No me ha oído?
—Ya voy, hombre, ya voy —respondió Kramer, saltando por encima del último hilo de cuerda tirante—. ¿Qué ocurre?
—Nada, es que parece que hemos resuelto el robo de la ropa. Aunque me temo que la noticia no es buena.
—¿Ah, no? —Kramer llegó al trozo vacío que se extendía delante de la choza del cocinero y vio que había un segundo zulú servilmente agachado junto a Moses—. ¿Quién es este?
—El tío del cocinero Moses, que vive en Jafini, jefe —explicó Cassius Mabeni—. Viene a traerle comida porque la policía dice que Moses no debe moverse de aquí.
—Ya ¿y?
—Cassius estaba interrogando al cocinero, como usted le dijo —intervino Terblanche—, cuando de repente el tío empezó a meter baza. En ese momento Cassius preguntaba si el cocinero recordaba a alguien saliendo del bar. El cocinero contestó que no recordaba nada, ni siquiera haber perdido el dinero que tan amablemente le habían devuelto. Entonces su tío preguntó: «¿Qué dinero?», y empezaron a discutir.
—¿Por qué? —preguntó Kramer.
—El tío dice que Elifasi Ndhlovu no bebió cerveza con ellos aquella noche, jefe —explicó Cassius Mabeni—. Dice que es una gran mentira.
—Sí, así es —continuó Terblanche—. Y el cocinero le preguntó: «¿Por qué iba un hombre a darme dinero de su bolsillo que no se me había caído a mí? No tiene sentido, viejo loco», o algo parecido.
—No, no tiene sentido —convino Kramer—. A menos que…
—¡Pero el tío tenía respuesta para eso! Dice que el tal Elifasi debe haber usado el dinero como una excusa para venir hasta aquí a ver si podía robar algo. Pero como había guardia policial en la propiedad, robó la ropa de los domingos del cocinero.
—Ya. No es mala la teoría. Moses no se dio cuenta hasta hoy de que le faltaba la ropa ¿verdad?
—Exacto —dijo Terblanche—. De manera que podía seguir aquí la noche de la explosión para ser robada a la noche siguiente, cuando vino Elifasi.
—¡Mierda, yo mismo estaba aquí! —exclamó Kramer—. No me extraña que el cabrón saliera corriendo como una suricata. ¿Te acuerdas, Cassius?
—Sí, jefe, fue visto y no visto.
—Pero ¿no me habías dicho que el tal Elifasi era un buen tipo?
Mabeni parecía avergonzado.
—Es verdad, jefe —admitió—. Nunca había causado problemas.
El cocinero empezó a darle a la cabeza y a quejarse en zulú.
—Oh, no, ¿qué pasa ahora? —quiso saber Kramer, perdiendo la paciencia—. Dígale a Moses que a mí este asunto ya no me interesa, que lo solucione con Cassius en…
—Está diciendo. —Terblanche hizo de intérprete— que está seguro de que Elifasi no se llevó su ropa porque no tenía ojos de ladrón y porque estuvo todo el rato sentado con él, charlando, haciendo preguntas y esas cosas.
—¿Preguntas? ¿Como cuáles?
—Supongo que las típicas que hacen los cafres, que cuántos hijos tenía, que cuántas esposas… Pero se lo preguntaré —dijo Terblanche. Y lo hizo con cierta brusquedad, a ver si así lograba que la respuesta del cocinero fuera breve.
Moses no pudo ser más breve: no respondió. De repente puso cara de sentirse muy incómodo y de ser mudo.
—¡Vaya! —exclamó sorprendido Mabeni, mirando a Kramer y a Terblanche—. ¿Quiere que le ajuste las cuentas a este cafre descarado, jefe?
—Sí, me parece una idea excelente —dijo Kramer, sacando su porra—. ¿A qué demonios se cree que está jugando?
—¡No, no! —rogó Moses cruzando los brazos sobre la cara y echándose hacia atrás—. No pegar, jefe, no pegar.
Mabeni le vociferó en zulú, lo agarró por los brazos, se los separó y le gritó en la cara, lo que le hizo cerrar los ojos. Sin abrirlos, el cocinero empezó a farfullar algo, mientras intentaba librarse de las manos de Mabeni.
Terblanche escuchó brevemente y luego se giró hacia Kramer.
—No es nada —le dijo—. Tiene miedo de que informemos a Gillets de su falta de lealtad al contar detalles personales sobre su señor y su señora, como hacen los criados. Parece ser que ese tal Elifasi había trabajado para un jefe igual de exigente, y eso les proporcionó historias para compartir. —Terblanche hizo una pausa, volvió a escuchar y luego dijo—: y aún le preocupa más que nosotros tampoco estemos contentos con él, pues le habló a su visita del detective de la Brigada de Investigación Criminal que había venido por aquí, y de las cosas que había hecho la policía desde la explosión. Como he dicho: los chismes normales entre criados, sólo que a éste lo hemos asustado de verdad y…
—¡Un momento! —exclamó Kramer, tan abruptamente que no sólo se calló Terblanche, sino también el cocinero—. Yo creo que todo esto surge a raíz de la palabra «preguntas». Los chismes se cuentan sin más, pero las preguntas son algo muy diferente, y debemos aclararlo.
Una sensación muy desagradable empezaba a emerger, como si un gusano madurara en la boca de su estómago.
Entre Terblanche y Mabeni fueron interrogando al cocinero, cambiando de táctica y dirigiéndose a él con calma, permitiéndole estar en cuclillas junto a su tío. Titubeaba al contestar y con frecuencia parecía que le costaba entender lo que se esperaba de él.
—Vamos —gruñó Kramer, tirando al suelo la ceniza de un Lucky a medio fumar—, no puedo esperar hasta que…
—Caramba, Tromp —dijo Terblanche desconcertado—. Dice que al principio charlaron sin más, de todo y de nada. Parece que el interrogatorio dio comienzo cuando le preguntó al cocinero sobre nosotros, la Policía. Todo como muy de pasada, sí, pero el negro quiso saber la descripción de la persona encargada del caso, qué habíamos encontrado, dónde buscábamos… Por suerte el cocinero es un cafre tan limitado que no pudo contarle gran cosa. Pero ¿qué significa todo esto? ¿Nos espiaba ese Elifasi Ndhlovu? Le aseguro que en todos mis años de servicio nunca me había pasado nada semejante.
Kramer se encogió de hombros, mientras su mente volaba.
—¿Sabe una cosa, Tromp? —dijo Terblanche—. Empiezo a pensar que este caso podría ser político. ¿No cree que sería mejor dejarlo y pasárselo a la División de Seguridad?
—¿Y quedar como idiotas si no lo es? Ya oyó a Dorf decir que no podía serlo. No, Hans, antes debemos encontrar a ese cabrón de Elifasi y charlar un poco con él.
—Pero…
—Seguramente su nombre no nos servirá de nada, así que lo que necesitamos es una descripción. ¿La tiene ya?
—Sí, la solicité antes —respondió Terblanche, mientras asentía y sacaba su cuaderno de notas con pocas ganas—. No es gran cosa. Adulto bantú, estatura media, delgado, habla zulú campesino, veinte y muchos años quizás, lleva zapatillas de tenis viejas, chaqueta de sport puesta del revés, cerillas en las orejas y…
—¡Listillo! No puedo decirle por qué ¡pero lo sabía! —exclamó Kramer.