XIII

EL DESPACHO DEL JEFE DE GUARDAS daba a la zona de recepción. Sus muebles eran sencillos y estaban situados formando un cuadrado sobre una alfombra de estera de coco. Un mapa enorme de la reserva de caza dividido en zonas de diferentes colores colgaba a la derecha de la mesa, y el resto de las paredes estaban ocupadas por cuadros y fotografías enmarcados: cada uno de ellos representaba un animal, desde el facóquero y el flamenco hasta el rinoceronte blanco y el hipopótamo. En una de las fotos Mansfield daba de comer a una cría de elefante con una tetina de goma pegada a una botella de cerveza.

Vio que Kramer la miraba y dijo:

—No, me temo que eso no es leche, teniente. El pobre Winston acabó siendo un borrachín total.

—¿África Oriental? —intentó adivinar Kramer.

—Uganda. No, eso no es exacto: Kenia. Me temo que me he movido bastante.

—Sí, así es como esos puñeteros tratan a la gente decente —dijo Kramer—. Pero ¿podemos volver al asunto que nos ocupa?

—Desde luego. Siéntense, caballeros. ¿Café?

—Gracias pero no —respondió Kramer—, tenemos que irnos enseguida. Antes me gustaría saber si en relación a Lance Gillets…

—Una pareja muy distinguida, sus padres. Tremendamente bien vestidos y bien hablados. ¿Los han visto?

—No —contestó Kramer—. ¿Podemos dejar de irnos por las ramas y…

—Mire, amigo —interrumpió Mansfield, rascándose el muñón con el matamoscas que llevaba en la izquierda—, he estado pensando y no estoy seguro de que pueda servirles de ayuda… podría no ser lo correcto. He de pensar en mis amos y señores de la Comisión, en la publicidad negativa y esa clase de cosas. Estoy seguro de que lo entenderán.

—Cualquier cosa que yo le pida que haga será, sin duda alguna, lo correcto, créame —dijo Kramer—. La publicidad negativa y esa clase de cosas sólo surgirán en el mismo momento en el que usted no coopere ¿entendido?

—Ah —dijo Mansfield. Y como era de esperar, miró hacia la distinguida colilla de puro que habían dejado en el cenicero de su mesa.

—Oiga, esos dos ya habrán pasado antes algún mal trago por culpa del niño, así que no se crea todo lo que le hayan dicho papá y mamá Gillets —aconsejó Kramer—. Apuesto a que a estas alturas ya son expertos en conseguir que la gente los compadezca y cierre el pico.

—Eso es mucho suponer, ¿cómo es capaz de imaginarlo siquiera?

—Porque si no fuera así habrían llegado ayer —respondió Kramer—. Como harían unos padres normales si matan a la joven esposa de su hijo y se encuentran a unas pocas horas de viaje en coche.

—Pero Ralph Gillets me explicó que tenía que presentarse ante el juez en representación de…

—No, no hay ninguna vista que no pueda aplazarse en circunstancias como estas. Lo que ocurrió en realidad fue que la señora tuvo que pasar su ataque de histeria. Ya sabe, llorar, gritar, patalear y darles un susto de muerte a los sirvientes diciendo que no lo soportaba más. Después, cuando por fin aceptó el hecho de que debería venir porque ¿qué dirían sus amigos?, el padre, que la utilizaba como disculpa para no aparecer, se vio obligado a venir también.

—¡Qué Dios me proteja! —murmuró Mansfield después de una larga pausa—. No es de extrañar que prefiera a los animales.

Terblanche asintió y le dio la razón en silencio.

—Bien —dijo Kramer encendiendo un Lucky—. Primero quiero saber cuándo pensó que Lance podría estar detrás de lo ocurrido en Fynn’s Creek, si es que lo pensó alguna vez.

—¡Qué idea tan extraordinaria!

—¿Lo cree así? ¿Cómo describiría su relación de pareja?

—Creo que diría que no estaban bien avenidos y que las cosas acabarían por complicarse, pero nada más. Nunca me paré a pensar en eso.

—¿Por qué no?

—Supongo que porque tenía cosas mejores que hacer.

—¿Seguro que no se anda con evasivas porque de repente se siente responsable en parte de lo que ha ocurrido?

Mansfield pestañeó.

—¡Por el amor de Dios, no! —dijo—. ¿Qué quiere decir?

—Tenemos entendido que usted presionó a Gillets recientemente al decirle que Fynn’s Creek era su última oportunidad para solucionar sus problemas privados.

El rostro de Mansfield se oscureció.

—¿Quién demonios le ha…?

—¿Es verdad?

—En cierto modo.

—¿Qué significa eso?

—Yo pensaba recomendar que lo despidiésemos igual, en cuanto tuviese a alguien para sustituirlo.

—Ah ¿sí? Será mejor que se explique.

—Es difícil. Supongo que podría tratarse de cierto fondo desagradable que hay en él y que, por desgracia, había salido a la superficie.

—¿Lo ve? —Terblanche se dirigió a Kramer sintiéndose justificado.

—¿Qué clase de fondo exactamente? —preguntó Kramer.

—Digámoslo así —contestó Mansfield—: siempre me ha costado muchísimo trabajo conseguir que cualquiera de mis guardas quisiera trabajar a sus órdenes.

—Se refiere a los negros, a los bantúes —explicó Terblanche, por si Kramer no había comprendido la diferencia entre guarda a secas y guarda de caza—. ¿Puede damos algún ejemplo concreto de…?

—Eso da igual —interrumpió Kramer—. Ahora permita que le haga otra pregunta, señor Mansfield: ¿por qué contrató usted a un hombre así?

—No fui yo —respondió—. Eso lo hace nuestro personal de la central. Llegó con las mejores recomendaciones, la mejor formación y todo lo demás. Le habían concedido la Espada de Honor de su curso y…

—Así que también perteneció al Ejército, como usted.

—Al Ejército no: él estuvo en la Escuela Naval de Simonstown.

—¡Mierda! —exclamó Kramer.

Mansfield levantó una poblada ceja.

—¿Sin darme cuenta he dicho algo que no debería decir? —preguntó—. Yo sólo…

—¡Sí que lo ha dicho! —respondió Kramer—. Porque, que yo sepa, los puñeteros marinos no suelen recibir adiestramiento para preparar cargas explosivas, ¿me equivoco?

Ahora se levantaron las dos cejas pobladas.

—Está usted apuntando a Gillets muy seriamente. ¿Está seguro de lo que hace?

—¿Por qué lo dice?

—Porque durante todo el lunes lo tuve controlado, desde el momento en que llegó en la avioneta hasta bien pasada la medianoche, cuando por fin nos fuimos todos a la cama. Se alojó en mi casa, durmió en el sofá de mi sala. Tomamos una última copa y le dije que me alegraba de ver lo bien que trabajaba en equipo, teniendo en cuenta las muchas quejas que había recibido. Y ese fue el único momento, teniente, en que se puso algo tenso. Durante el resto del día se había mostrado alegre y agradable. Casi parecía otro.

—Ya —dijo Kramer—, como actuaría cualquier hombre decidido a asegurarse que saldrá bien parado de una mala situación esa misma noche.

—¡Demonios, no! —contestó Mansfield, sacando un enorme pañuelo caqui para secarse la frente—. Como cualquiera que se alegra de separarse un tiempo de su media naranja y de los condenados rumores, supongo.

—¿A qué hora lo recogieron en Fynn’s Creek? —preguntó Kramer mientras se ponía en pie, terriblemente frustrado por esa línea de interrogación—. ¿Por la mañana o por la tarde?

—Por la mañana, sin duda. No pudo ser mucho después de las diez y media, porque la avioneta sólo…

—Bien —dijo Kramer, y se giró para arrancar a Terblanche de su silla.

—¿Eso es todo, amigo? —preguntó Mansfield—. Porque tengo que…

—Un momento —intervino Terblanche—, quiero preguntarle una cosa. Eso de que la avioneta fuera a buscar a Gillets a Fynn’s Creek ¿fue algo repentino, como nos han dado a entender, o se le advirtió con antelación que podrían necesitarlo varios días?

—Oh, no, de haber sabido con tiempo que lo necesitaríamos, lo habría hecho venir en coche —dijo Mansfield—. Pero Jonty Armstrong sufrió un repentino ataque de malaria aquella misma mañana, dejándonos cortos de personal, y como Lance era uno de los que se encontraba en guardia de tres días para tareas extraordinarias, fue…

—O sea que Gillets pudo al menos haber hecho planes para el tiempo que iba a estar fuera.

Mansfield frunció el ceño.

—Por supuesto —dijo perplejo—. Para eso organizamos esas guardias especiales. Estaba casado y debía pensar en su esposa, así tenía tiempo de ocuparse de los preparativos necesarios.

—Exactamente —dijo Terblanche mirando a Kramer con intención.

El VIAJE DE VUELTA A JAFINI les pareció interminable y resultó aún más aburrido porque el jefe no paraba de insistir en que había encontrado el punto flaco de Gillets.

—Por Dios bendito, Hans, ¿cuántas veces más he de decirlo? —gruñó Kramer, cada vez más impaciente después de dejar atrás Nkosala—. En esa maldita reserva de caza no encontré ningún indicio seguro de haber dado con el principal sospechoso. Es más: me ocurrió todo lo contrario. Gillets no me encaja como asesino, y casi todo lo que nos contó Mansfield resulta incongruente con…

—Sí, casi todo, Tromp, excepto…

—¡Eso es agarrarse a un clavo ardiendo!

—Espere y verá, Tromp. Gillets pudo haber colocado la bomba de relojería por si acaso lo llamaban durante la guardia, poniéndola en funcionamiento en el momento justo en el que la avioneta lo recogió.

—¿Ah, sí? ¿Antes de las once de la mañana? ¿Y el intervalo máximo de doce horas entre…

—Es posible que el reloj tuviera algún fallo; tal vez se detuvo o ralentizó su marcha un rato.

—¡Esta sí que es buena!

—O puede que no utilizara un despertador como temporizador, sino algo que tuviera un intervalo más largo.

—¿Por ejemplo?

—¡No tengo ni idea, Tromp! Pero ¿quién sabe lo que habrá descubierto Dorf mientras estábamos fuera?

—Puede haber descubierto que no se trató de una bomba de relojería —dijo Kramer, reduciendo la velocidad—, sino que alguien cogió la dinamita y la encendió sin más.

Terblanche se rió.

—Espere y verá —volvió a decir, arriesgándose a que le retorcieran el cuello.

—Dígame, Hans —empezó Kramer decidido a distraerlo y eligiendo una forma segura de conseguirlo—, en relación a la pequeña Annika…

—Sí. —Terblanche se giró hacia él— ¿qué quiere saber?

—Hoy hemos visto a los padres de una parte pero ¿dónde están los de la otra? ¿También los tiene sedados el médico? La verdad es que no recuerdo que nadie los mencionase desde que…

—Han muerto. Fue el año pasado, una gran tragedia —explicó Terblanche—. Ocurrió sólo dos semanas antes de la boda. Una noche regresaban a casa cuando Andries de alguna forma perdió el control al tomar una curva pronunciada a la izquierda. Su coche se salió de la carretera y chocó contra un vagón de los que transportan la caña de azúcar. El matrimonio murió al instante.

—¿Dónde ocurrió?

—En las tierras de Grantham, en uno de los senderos que las cruzan y que Andries utilizaba como atajo desde el ingenio hasta su casa. Habían estado en una barbacoa en casa del jefe. Se dijo que Andries había girado bruscamente para esquivar un cafre o algún animal que hubiese en la carretera.

—¿Y no sería que el hombre iba cargado?

—El informe médico indicaba que había bebido bastante, sí, pero naturalmente el magistrado, que también había estado en la fiesta, se mostró dispuesto a buscar algún otro motivo. A Maaties se le pidió que investigase la teoría del cafre, pero no creo que se molestara demasiado: como miembro de la Brigada de Investigación Criminal nunca se ocupaba de los accidentes de tráfico, aunque a veces exigen tanta pericia legal como…

—Sí, sí —interrumpió Kramer, ansioso por no dejarse llevar a esa vieja discusión—. ¿Y dice que la boda se celebró igual?

Terblanche suspiró.

—Para empeorar las cosas —dijo—. Pero en ese momento hasta yo lo entendí. La pobre Annika se sintió de repente tan sola en el mundo que al casarse se veía unida a alguien. Además, sabía lo mucho que les gustaba a sus padres aquella boda, y pensó que era cumplir su último deseo. Supongo que tenía razón.

—¿Los padres de él estaban igual de contentos?

—No asistieron a la boda, Tromp, por eso los he visto hoy por primera vez. Creo que eso le dará una idea de lo en contra que estaban, de lo mucho que se oponían a que su hijo se casara con una familia tan inferior a ellos.

—Ya —dijo Kramer, albergando momentáneamente una sospecha de lo más extraña en relación a los padres de Gillets.

EN LA COMISARÍA DE JAFINI parecía que todos querían hablarle a la vez.

—¡Ah, por fin, teniente! —exclamó Bokkie Maritz, agitando una hoja de papel—. Acaba de llamar el coronel. Está preocupado por si ha molestado usted a algún abogado importante que lo llamó desde la reserva de caza. Quiere que…

—¿Qué tal la garganta, Bok?

—Mil veces mejor, señor. El doctor Mackenzie es un buen médico. Al poco de tragar una sola cucharada del mejunje que me dio, ya podía…

—Su tumo, Malan —dijo Kramer mirando al agente que esperaba detrás de Maritz, colorado de haber pasado el día en la playa—. ¿Cómo van las cosas por Fynn’s Creek?

—¡Bien, señor! Dorf dice que espera su presencia. Tiene nuevas noticias para usted pero no nos ha dicho de qué se trata.

—¡Vamos para allá! Hans ¿lo ha oído? Dorf tiene…

—Pero el coronel quiere que lo llame inmediatamente, señor —se lamentó Maritz, agitando el papel—. Le prometí que lo haría.

—Pues aprende a no hacer promesas que no puedas cumplir, Bok —le riñó Kramer—. ¿Y qué es lo que quieres tú, Cassius? ¿No deberías estar ya fuera de servicio?

El enorme zulú asintió y sonrió tímidamente.

—Sí, jefe, es verdad, pero el jefe Terblanche me dijo que antes debía avisar al cocinero Moses para que viniera a la comisaría de Jafini y declarara por escrito, jefe.

—Ah, sí, ya me acuerdo. ¿Ha recordado algo más Moses? ¿Ha dicho algo nuevo?

Cassius negó con la cabeza.

—No, pero ocurrió una cosa muy rara, jefe. Moses dijo que él quiso ponerse su ropa de los domingos para hacer algo tan importante como declarar. Yo le dije: «Date prisa, cafre». Y se armó, jefe, porque Moses no encontraba la ropa de los domingos en su choza: ni el pantalón, ni la camisa, ni el cinturón, ni los zapatos. Sí, un ladrón entró en su choza y…

—¡Por favor! —exclamó Maritz—. Señor, podría estar hablando por teléfono en lugar de perder el tiempo con robos entre cafres y…

—Termina con lo que me estabas contado, Cassius —ordenó Kramer.

—Sí, jefe —dijo, intentado ignorar la mirada de Maritz—. Moses sólo se ausentó una vez de su trabajo: la misma noche en que fue a beber con su tío.

—¿Estás diciendo que le robaron la ropa la noche de la explosión?

—Sí, eso mismo, jefe.

—Entonces es posible que el ladrón haya sido algún desaprensivo que viera a Moses emborracharse a lo bestia en Jafini y aprovechara para acudir corriendo a su choza —dijo Kramer—. Bien, pues tenemos que pillarlo enseguida. Nunca se sabe qué otra cosa pudo haber visto aquella noche. Este podría ser un gran paso adelante.