XII

LOS COCHES FAMILIARES que hacían cola junto a la entrada principal de la reserva de caza parecían tan respetables como sus pulcros y aseados ocupantes, que daban los detalles de sus reservas a un guarda zulú de afable sonrisa de oreja a oreja. El Chevrolet se puso a la cola como un vagabundo bebido que huye de la Policía y acaba interrumpiendo una reunión de la APA: de su capó salía vapor, le faltaba otro tapacubos y había perdido un retrovisor lateral. Terblanche tuvo que bajar la ventanilla salpicada de barro para que el guarda pudiera verlo y reconocerlo.

—Hola, bienvenido, señor —dijo el guarda, cambiando su ceño fruncido por un saludo rápido—. ¡Adelante, puede usted pasar!

Levantó la barrera, donde se advertía que el límite de velocidad dentro de la reserva era de 25 kilómetros por hora. El siguiente cartel decía: «Precaución: rinoceronte».

—Deberían poner unos cuantos de esos en el exterior del despacho del coronel —gruñó Kramer.

Terblanche se rió entre dientes.

—Sí, pero más grandes. Bueno, ya casi hemos llegado, ¿hacemos un repaso? No entendí todo lo que me dijo durante la carrera final.

Kramer asintió.

—Tenemos entre manos un asesinato —le dijo—. Tenemos un marido con historia propia, tenemos motivo y tenemos método. Sólo nos falta la oportunidad.

—¿La oportunidad?

—Poner en funcionamiento una tosca bomba de relojería. Según el cocinero, Moses Khumalo, Gillets se fue de Fynn’s Creek a media mañana, por lo que en teoría resulta imposible que haya usado un despertador para provocar una explosión que tuvo lugar más de doce horas después.

—Sí, pero pudo haber regresado a escondidas —dijo Terblanche.

—Exacto. Y ahora tenemos que encontrar pruebas que lo demuestren.

Como Terblanche había predicho, Kramer no tardó en llegar al campamento principal. En comparación con el resto del viaje, la última media milla de hierba seca y espinos bajos transcurrió sin incidentes. Eso le pareció decepcionante, porque nunca había estado en una reserva de caza y esperaba vislumbrar al menos una especie de bestia pesada que no fuera de las que él solía esposar.

El campamento principal también lo decepcionó un poco pues no era más que un grupo ordenado de chozas redondas con tejado de paja, empalizadas vacías, jardines de rocalla y una docena de edificios más grandes de cemento, también con tejados de paja, todos rodeados por los mismos espinos bajos.

Kramer había visitado una vez un campo de internamiento secreto situado cerca del comienzo del desierto del Kalahari que le resultó igual de aburrido, aunque al menos allí había merecido la pena observar a los reclusos que arrastraban los pies, en contra de lo que ahora tenía delante: un asnal surtido de urbanitas caminando con suavidad y vestidos con pantalones cortos, las rodillas rojas, las chanclas y las guirnaldas de cámaras con teleobjetivos, como si cada uno de ellos tuviese una erección múltiple.

—Aparque ahí, donde dice «Recepción» —indicó Terblanche—. La Comisión de Parques tiene a Gillets en la choza que está justo detrás.

—¿Aquí? —preguntó Kramer frenando de golpe el Chevrolet y haciéndolo derrapar.

—Por poco —respondió Terblanche y abrió los ojos.

Casi de inmediato, mientras bajaban, se les acercó un individuo robusto con uniforme de guarda de caza que dijo en inglés:

—El teniente Kramer, supongo.

Y sonrió sin que hubiese un motivo aparente, aunque también es posible que intentara hacer un chiste.

Aquel hombre estaba tan moreno que por muy elegante que resultara su acento inglés seguramente corría peligro inminente de ser racialmente reclasificado. En cuanto a su edad, era difícil calcularla: entre cincuenta y muchos y sesenta, pero lo que sí estaba claro era su origen. Sólo un exmilitar habría sabido darle ese ángulo despreocupado a su boina verde de la Comisión de Parques, mientras que el corte de su uniforme caqui sugería que seguía utilizando al mismo sastre coolie que lo había equipado como a un boy scout para la batalla de El Alamein.

—Ralph Mansfield, guarda, el encargado de todo esto —dijo extendiendo una mano que era como agarrarse a un tocón de pino—. ¡Disculpen mis dedos!

Y ladró una especie de risa ante lo que debía de ser un chiste viejo destinado a convertirlo en un personaje especial y a tranquilizar a la gente que no estaba acostumbrada a darle la mano a un amputado al que le faltaban los dedos.

—¿Dónde está Lance Gillets? —preguntó Kramer.

Mansfield se giró y señaló.

—En esa choza, medicado hasta las cejas. Sigue en estado de shock. Es lo que dijo el médico hace media hora cuando volvió a verlo y le dio algo para ayudarlo. Yo creo que es un error, que cuanto antes se serene y acepte la realidad como un hombre, mejor.

—Sí, pero ¿se puede hablar con él? —inquirió Terblanche.

—¡Adelante, amigos! Estaré en mi despacho si necesitan alguna cosa y… Oh, oh, miren quién ha llegado. Los padres de Gillets, a juzgar por el traje de rayas.

—Pues manténgalos ocupados durante diez minutos, ¿de acuerdo? —pidió Kramer.

LANCE GILLETS YACÍA EN LA CAMA DE LA CHOZA, tapado con una sábana y mirando hacia la pared encalada. Le llevó un rato advertir que tenía compañía, aunque tardó bastante menos en darse la vuelta y apoyarse en los codos.

—¿Quién coñ…? ¡Ah, hola, Hans! Me alegro de verte —dijo sin lograr parecer convincente.

A Kramer le echó una mirada de gallito: la del hombre superior a otro inferior, seguramente tal y como le habían enseñado en su colegio privado. Casi se podía oír cómo su cabeza iba poniendo cruces a distintos elementos de una lista: traje barato de confección; cuello de la camisa deshilachado; corbata marrón con herraduras azules; macizos zapatos negros con suelas de goma como las ruedas de un tractor; cinturón ancho y nada elegante con grietas en la superficie de cuero de imitación y una hebilla de latón demasiado grande: otro maldito bóer, otro condenado espalda peluda, como se llamaba despectivamente a los afrikáner. O tal vez Gillets había aplicado otro tipo de prueba, Kramer no estaba seguro pero sabía que el resultado sería el mismo: seguía sintiéndose peligrosamente parecido a un cafre.

Así que él también miró, con dureza y concentración. Llegó a la conclusión de que el dentista de Gillets debió hacerse una piscina del copón gracias a la cantidad de correcciones que había realizado para alinear con esmero aquellos dientes exquisitos y cerrar huecos inoportunos. Era imposible que hubieran crecido así teniendo esa clase de mentón. Después, algún otro artista debió marcar el paso a todos los que le siguieron, convirtiendo aquellos rizos castaños en un corte de pelo a lo Rock Hudson que tampoco debió ser barato. En cuanto al suave bronceado, la nariz recta, los pómulos finos y sorprendentes, y los ojos oscuros de largas pestañas ayudaban a completar la primera impresión que se tenía de él, la de quien tiene madera de oficial, sin duda alguna, la del muchacho excelente. Sólo al observarlo por segunda vez Lance Gillets parecía tan irreal como esos puñeteros maricas que hacen de modelos en los anuncios.

—Este es el teniente Kramer de la Brigada de Homicidios —dijo Terblanche, haciendo las presentaciones con mal disimulado deleite—. Atrapará al que mató a la pequeña Annika y se ocupará de que lo cuelguen.

El rostro de Gillets permaneció inexpresivo.

—¿Qué pasa? ¿Es que no estás contento? —preguntó Terblanche.

—No estoy, eso es todo —respondió Gillets, con un afrikáans tan poco gutural que resultaba de lo más remilgado. Luego volvió a tumbarse.

—Pero ¿no quieres que atrapemos al asesino? —insistió Terblanche acercándose más a él.

—Por supuesto, pero es que sé que eso no cambiará nada —replicó Gillets—. Annie seguirá muerta.

—Annika —dijo Terblanche.

—Muerta —repitió Gillets.

—Oye, escúchame…

—Pero las cosas cambiarán de verdad cuando yo me recupere —interrumpió Gillets cerrando los ojos—. Sólo necesito tiempo para pensar, sólo eso. Ahora estoy demasiado confuso.

—¿Tiempo para pensar en qué? —preguntó Kramer.

—¡En quién pudo haberlo hecho, payaso!

—¡Oye, un momentito! —empezó Terblanche indignado—. ¡No puedes hablarle al teniente de esa…

—Puede hablar como quiera, Hans —interrumpió Kramer—. Es el privilegio de cualquier condenado.

Gillets casi no reaccionó: sólo se percibió un ligero movimiento de sus manos apretadas sobre su pecho, bajo la sábana.

—¿Por qué un condenado? —preguntó.

—Está muy claro —respondió Kramer—. Su Land Rover seguía aparcado en Fynn’s Creek, nadie en la zona sabía que usted se marcharía en avioneta, de manera que el asesino debió pensar que también lo tenía en el punto de mira, aunque se equivocó de noche.

—Dios, resulta tan obvio que casi no hay ni que decirlo —dijo Gillets con desprecio—. ¿Al tildarme de «condenado» insinúa que ese asesino sigue teniéndome en su lista?

—Sí, ¿o acaso sugiere usted que pudo haber un buen motivo para que alguien quisiera matar sólo a su esposa? Creo que tenía una reputación un tanto…

—¡No diga tonterías! ¡Por supuesto que no! ¡Annie nunca ha perjudicado ni hecho daño a nadie! ¡Dios, está muerta por mi culpa, malditos idiotas!

Y mientras lo decía, agarró un vaso que había en su mesilla de noche y lo lanzó contra la pared de enfrente, llenando la habitación de cristales y zumo de naranja.

—¡Vaya! —murmuró Kramer, contento de haber provocado un arrebato que le daba una idea de cómo podía comportarse aquel mocoso maleducado y consentido. Se lo imaginó en plena rabieta enfrentándose a la mujer que amenazaba su carrera—. Pero, como iba diciendo, creo que sigue usted en la lista del asesino. ¿Quiere que le ponga protección policial? Podría ocurrir en cualquier momento.

Gillets resopló divertido.

—Y una mierda. Es un cobarde de primera, o no habría utilizado dinamita. Se estará quietecito una temporada. Lo bastante para…

—¿Para que a usted le dé tiempo a pensar?

—No puede haber tantos cabrones que me odien de esa forma.

—Yo no estaría tan seguro… —empezó a decir Terblanche, antes de que un codazo de Kramer lo silenciara.

Gillets suspiró.

—No seguirás intentando menospreciarme ¿verdad, tío Hans? ¿No es un poco tarde para el numerito de los celos incontrolados?

Terblanche se enfureció.

—¿Qué insinúas? —exigió saber—. Te diré que…

—Cálmese, por favor —intervino Kramer deseando no haber llevado consigo al jefe—. Hemos venido a escuchar lo que el señor Gillets tenga que decirnos…

—El señor Gillets —interrumpió Gillets— no tiene nada que decir. Se supone que estoy en estado de shock, así que déjenme en paz o se lo contaré a mi padre cuando llegue y habrá problemas, eso se lo aseguro.

—No hay por qué enfadarse —dijo Kramer con aire de disculpa—. Vamos, amigo Hans, ya es hora de que vayamos regresando.

—Pero… —insistió Terblanche.

Y no consiguió decir más antes de que Kramer lo empujara hacia la puerta por delante de él. Seguía desconcertado y cruzando el umbral cuando Kramer se dio la vuelta y preguntó:

—¿Ha dicho usted que se supone que está en estado de shock, señor?

—¡Por Dios, ya me ha oído! —gritó Gillets.

—Pues yo lo voy a devolver a la realidad —dijo Kramer—. ¿Sería tan amable de levantar las manos para que pueda vérselas, por favor?

—¿Para qué demonios?

—¿Se niega a hacerlo?

—No, hombre, mire cuanto quiera. ¿Y qué?

—Sí, encajarán a la perfección con unos cardenales que hemos encontrado entre los pedacitos —dijo Kramer.

LA EXPRESIÓN DEL ROSTRO DE GILLETS en ese momento bastaría para hacer salir pitando a cualquier hombre hasta el Chevrolet. Terblanche casi correteaba.

—¡Oiga, Hans, córtese un poco!

—¡Sí, sí, Tromp! Lo siento. Pero es que todo el tiempo que estuvimos con él creí que usted había cambiado de idea, que el tipo se iba a librar, y entonces…

—Teníamos poco tiempo y no podíamos empezar nada serio —dijo Kramer—, pero le hemos dado algo en lo que pensar.

—Sí, ¿y cuándo hicimos nosotros referencia a la dinamita? ¿Eh? ¿Cómo podía él saberlo?

—Bueno, no perdamos la perspectiva —aconsejó Kramer—, las explosiones y la dinamita siempre van juntas para la mayoría de…

—¿Qué pasa? —preguntó Terblanche.

—¡Calle y gírese! ¡Los padres! —dijo Kramer al ver al jefe de los guardas salir de su despacho con una pareja de cincuenta y tantos elegantemente vestida—. De momento no quiero tener nada que ver con ellos.

Aquel paréntesis también le proporcionó la oportunidad de repasar lo que realmente sentía después de conocer a Lance Gillets. Algo iba mal, algo faltaba, de eso estaba convencido, a pesar de la fuerte intuición que le decía que acababa de enfrentarse a un cabronazo desagradable y peligroso. «Tal vez las intuiciones se desorienten en presencia de alguien terriblemente violento por naturaleza y capten no un único acto, sino un conjunto de ellos, sin criterio —pensó Kramer—. Y quizás, siguiendo con la misma lógica, el asesinato a sangre fría de la mujer de Gillets no se encontraba entre ellos».

—Ya se han ido los padres —dijo Terblanche, que vigilaba.

La intuición de Kramer, puesta a prueba, había quedado anulada e invalidada o paralizada por un ataque violento: no sabía qué pensar.

—Acerquémonos con cuidado por detrás al despacho del jefe —dijo—. Tenemos que hacerle varias preguntas.