XI

EN OPINIÓN DE KRAMER, la lluvia caída por la noche le había sentado a Jafini como le sienta a un cadáver que lo embalsamen. El poblacho de mala muerte no parecía menos muerto que antes pero al menos sus colores habían mejorado bastante, ahora que la lluvia se había llevado el polvo. El ligero olor a putrefacción también se había ido sumidero abajo.

Dos vehículos llamaron su atención en cuanto llegó a la calle principal. Vio que su Chevrolet ya estaba en el taller donde le repararían el tubo de escape, sin duda gracias a Hans Terblanche. También vio a Grantham al volante de una camioneta Mercedes, con uno de sus cafres malos y locos sentado a su lado en la cabina, y no atrás, entre los sacos de harina de maíz, que era donde debería estar. ¿Ese hombre no sabía que los únicos blancos y negros que iban juntos en un vehículo eran los policías? ¿De verdad era tan corto o sólo buscaba provocar?

—¡Bonito día, teniente! —gritó Grantham al pasar, añadiendo algo más que Kramer no llegó a entender.

Lo distrajo la visión momentánea de una chaqueta de sport puesta del revés que desaparecía en el interior del almacén Bombay. Listillo, se dijo a sí mismo, acelerando hacia la acera, dispuesto a ver en condiciones al cabrón aquel cuando saliera de la tienda. Pero el negro que emergió seis largos minutos después con una chaqueta sport puesta del revés era mayor, bastante encorvado, tenía la sonrisa tonta y el caminar arrastrado del sifilítico.

—Mierda —dijo Kramer, y se marchó.

APARCÓ EN LA PARTE DE ATRÁS de la comisaría y se dirigió al despacho de Terblanche.

—¡Buenos días, Tromp! —saludó el jefe mientras tiraba por la ventana el agua estancada de su jarra—. ¿Sabe una cosa? Tenemos al Ejército con nosotros.

—Así que se acabó —dijo Kramer—. Le han dado un plazo razonable para que limpie y recoja o deberá enfrentarse a un tribunal militar.

Terblanche se sintió herido.

—Siempre que tengo un minuto libre, limpio y recojo —contestó—. Además, el teniente Dorf aún no ha pasado por aquí. Lleva en Fynn’s Creek desde el amanecer con Jaapie Malan, orientándose. Nuestro experto en explosivos no es de los que se cruzan de brazos: llegó a las cuatro, directo desde algún sabotaje.

—Bien —dijo Kramer—, a ver si empezamos a avanzar. Yo tengo algunas ideas para continuar investigando.

—¡Ya me parecía a mí que esta mañana lo veía más animado! —afirmó Terblanche—. ¿Descubrió algo nuevo anoche en Fynn’s Creek?

—Me enteré de que Kritzinger estuvo allí ayer por la tarde y mantuvo una larga e íntima conversación con la mujer fallecida, quien pareció quitarse un gran peso de encima.

Terblanche frunció el ceño.

—¿Solos la pequeña Annika y él? —preguntó—. ¿Una conversación íntima? Ahora me entero, no sabía que él fuera…

—No, creo que fue por casualidad —explicó Kramer—. Grantham me contó que le había sugerido a Kritzinger un paseo por la reserva, y por lo que cuenta el cocinero, me parece que Maaties apareció con esa intención. En cuanto a lo de que fuera íntima, él no podía saber que Lance no estaba allí, sobre todo porque el Land Rover de la Comisión de Parques quedaba a la vista.

—Sí, sí, ya entiendo —dijo Terblanche, cambiando en parte su gesto preocupado—. Pero ¿de qué trató esa conversación tan larga?

—Tenga, lea las notas que tomé al interrogar al cocinero —invitó Kramer—, y así sabrá todo lo que yo sé.

Terblanche tardó su tiempo en leer las tres páginas. Acababa de terminar y estaba pensando en algo que decir cuando sonó un golpe en la puerta y Jaapie Malan asomó su nada agraciada cabeza.

—¡Buenos días, teniente! —saludó—. ¡Buenos días, señor! El tipo del Ejército está esperando para hablar con ustedes sobre…

—Dígale que pase, hombre —interrumpió Terblanche—, que pase de una vez.

EL TENIENTE SYBRAND DORF de las Fuerzas Armadas de Sudáfrica parecía un experimento llevado a cabo por el guarda de un zoo. Tenía la cabeza de un zorro orejudo, los hombros de un ñu, y sus piernas largas y delgadas le daban el caminar de la jirafa. Su uniforme de camuflaje no conseguía ocultar nada de eso, pero al menos el lustre de sus botas del Ejército procuraba un efecto tranquilizador, pues no parecían pezuñas.

Después de las presentaciones y los apretones de manos, intervino Terblanche:

—Quiero decirle que estamos los dos muy impresionados por su entrega al trabajo. No ha perdido usted el tiempo.

—Me limito a cumplir órdenes, señor.

—¿Ah, sí?

—Son malos tiempos, señor. Por todas partes estallan artefactos, los motivos son políticos. Esos tienen prioridad, pero hacemos lo que podemos, señor.

—Entonces ¿cree que este no ha estallado por motivos políticos? —preguntó Terblanche—. Pues uno de mis hombres tiene la teoría de que un saboteador procedente de un submarino pudo haber…

—Totalmente descartado, señor. Había una cantidad excesiva de explosivos. Suficiente para tres ataques terroristas contra el Estado, y los terroristas están bien adiestrados, pero los explosivos escasean. Además, hay más indicios de que fue obra de un aficionado. Sin duda ha sido cosa de un civil, señor.

—¿Sí? ¿Y de cuánta dinamita hablamos exactamente? —preguntó Kramer.

—Mínimo siete cartuchos —respondió Dorf—. Seguramente emplearon dinamita normal, de la que se usa para hacer carreteras y presas. Debo solicitar ayuda extra para llevar a cabo una búsqueda completa de fragmentos de envoltorio y otros componentes.

—Por supuesto —intervino Terblanche—. Puede contar con tanta ayuda como necesite. ¿Qué otros componentes quiere buscar?

—La fuente de la detonación principal, temporizador, batería, cables, etcétera.

—¿Temporizador? —repitió Terblanche—. ¿Tiene motivos para pensar que ha sido una bomba de relojería?

Por un instante Dorf se quedó perplejo.

—Naturalmente, señor. ¿No es ese el motivo principal del uso de explosivos?

—¿En qué sentido?

Dorf lanzó una mirada a Kramer y respondió:

—Verá, una carga de explosivos detonada con un temporizador permite al autor del delito encontrarse muy lejos del lugar del crimen en el momento en el que éste se comete, a la vez que tiene la seguridad de que se lleva a cabo.

—¿Y?

—Permite fabricar una sólida coartada, señor.

—Pero ¿qué sentido tiene preguntar por su coartada a alguien que se encuentra a millas de distancia? —insistió Terblanche.

—Eso es lo que quieren que piense la gente. Pero siempre existe una relación conocida con el blanco, señor. En el caso de los atentados políticos: activista que conoce al blanco del Estado. En el caso de un crimen civil: alguien del entorno del blanco fallecido, puede ser un socio, el cónyuge, algún enemigo conocido, etcétera.

—¿El cónyuge? —pregunto Terblanche apretando los puños.

—Son variaciones sobre el mismo tema, señor.

—A mí me parece que la única coartada que debemos dar por válida es la correspondiente al momento en el que se puso la bomba, y no al momento en el que estalló —intervino Kramer.

—Muy cierto, señor —admitió Dorf—. Por eso resulta aún más importante establecer la naturaleza del temporizador. Por ejemplo, si se trata de un despertador normal, el retraso máximo se limita a una rotación completa de las manillas, es decir, doce horas, señor.

—Entonces —siguió Kramer—, sabiendo que la bomba estalló a las doce y diez de la noche, y si se utilizó un despertador, no pudieron colocarla antes del lunes a mediodía.

—Correcto, señor. Un despertador normal puede adaptarse para permitir un margen de tiempo mayor, pero eso exigiría un grado de destreza no reflejado en el uso de una excesiva cantidad de material explosivo.

—Ya, así que es probable que busquemos a alguien que estuvo en Fynn’s Creek en el plazo de las doce horas previas a la explosión.

—Todo parece indicar en esa dirección, señor.

—Así que lo que debemos hacer es comprobar los movimientos de cualquier conocido.

—Exacto, señor, a la espera de que podamos…

—Oiga —interrumpió Kramer, alejándose de la mesa en la que había estado apoyado—, sé que anda mal de tiempo, así que no le entretendremos más. ¿Piensa volver a la playa?

—En cuanto reúna al personal para…

—Tiene a su disposición a todos los efectivos. Pídale al sargento Suzman que lo organice. El teniente Terblanche y yo nos reuniremos con usted más adelante.

Dorf se puso firmes.

—¡Muy bien, señor! ¡Muchas gracias, señor!

El experto en explosivos dio media vuelta y salió de la habitación, cerrando la puerta con resorte con un cuidado que sugería un odio especial hacia cualquier ruido o estallido que pudiera producirse a sus espaldas.

SE PRODUJO EL LARGO SILENCIO con el que Kramer había contado, y luego un siseo que no se esperaba. Terblanche se puso en pie y dio un puñetazo en el lateral del archivador.

—¡Cabrón! —bufó con los dientes apretados—. ¡Qué cabrón! ¡Gillets, cabronazo!

Quedaba claro que sólo se permitía usar una palabrota, pero le estaba sacando partido.

—Tranquilo, Hans, aún queda mucho por ver —murmuró Kramer.

Terblanche lo miró con una expresión tan deformada por el dolor que resultaba tremenda. Era una expresión que normalmente se imaginaba, no se veía: la expresión de un niño al que atropella un autobús. Y entonces desapareció.

Desapareció por completo.

—Lo siento, Tromp —murmuró Terblanche, arreglándose la guerrera con un par de tirones en la cintura—. Lo siento de verdad, amigo. Ha sido…

—… Lógico, Hans. De vez en cuando hay que desahogarse.

—Pero…

—¿No me diga que no se le había ocurrido pensar que Lance Gillets podía ser culpable? —preguntó Kramer—. Usted conocía a Annika mejor que la mayoría de la gente, conocía sus problemas y sus preocupaciones. Incluso intentó evitar que se celebrara la boda, así que…

—¿Quién le ha contado todo eso?

—Ya lo sabe —respondió Kramer—. Pasó mucho tiempo con la viuda Fourie después del accidente de su marido. Sabe lo inteligente que es, cómo le funciona la cabeza y cuáles son sus intereses. Por eso, cuando tuvo que buscarme un sitio donde dormir, se le ocurrió que ella podría ir pasándome toda la información que…

—Oiga —interrumpió Terblanche, levantando un dedo indignado—, en lo que a la viuda Fourie respecta, sólo pensé en que a ella y a sus hijos les vendría bien un dinerillo extra. ¡Nada más que eso! Por el amor de Dios, ni siquiera le conocía a usted entonces, por eso no…

—No era necesario que me conociera —cortó Kramer—. Si se aseguraba de que el encargado de la investigación se alojara en su casa, podría estar casi seguro de que pronto sabría muchas más cosas sobre el caso de Annika Gillets, incluso un posible motivo. Vamos, hombre, ¡no se atreverá a negarlo!

Terblanche no dejaba de negar con la cabeza.

—No —dijo—, sí que puedo negarlo. No soy tan listo. No soy de la Brigada de Investigación Criminal, ya se lo he dicho unas cuantas veces.

—Pues dígame una cosa —pidió Kramer impacientándose—. ¿Por qué ayer, que pasamos tanto tiempo juntos, no me habló ni una sola vez de las cosas que me contó la viuda anoche? ¡Pero las sabía! Porque si ella las sabía, usted…

—Yo le dije, Tromp, le dije que consultara conmigo cualquier cosa que alguien le contara sobre Annika. Yo acabaría por…

—Sí, pero me dio la impresión de que se refería a cosas del pasado, a cuando ella no levantaba ni un palmo del suelo. Ni una sola vez insinuó que supiera cosas recientes sobre ella. Ni una sola vez. Explíquemelo.

Terblanche se retiró a su silla, detrás de la mesa, cruzó los brazos sobre su fichero y apoyó en ellos la frente. Permaneció dos minutos enteros en esa postura, sin levantar la cabeza hasta que el Lucky de Kramer se consumió y tuvo que encender otro.

—No puedo explicarlo, Tromp —dijo—. Sólo puedo decirle que desde el momento en que me encontré con Sarel cerca de Fynn’s Creek, mi cabeza ha estado… no sé cómo describirlo. Me encuentro en estado de shock, estoy conmocionado, como cuando encontré a mi madre muriéndose en el potrero y al principio pensé que era un potrillo que intentaba ponerse de pie por primera vez, hasta que me acerqué. Sí, ha sido un shock como ese. Y es una locura, porque soy policía y no debería…

—Bien —interrumpió Kramer—. Eso es lo que quería saber. Ahora lo entiendo y…

—¡Pero yo no! —protestó Terblanche—. No tengo ni idea de qué demonios me pasa… me limito a observar ¿sabe? Observo y veo cómo ocurre todo lejos de mí. Sabía que tenía que contárselo ayer, cuando llegó, pero eso me exigía pararme a pensar en lo que había ocurrido, en lo que yo siempre supe que podría acabar ocurriendo y que tanto había intentado evitar. Oh, sí, desde el principio supe que tendría que hablar de ella, pero no era capaz ahora que estaba muerta. También supe que tenía que haber sido él, que tuvo que haber sido Lance, pero no entendía cómo lo había hecho. ¿Sabe? Incluso cuando me enfadé tanto junto al cadáver de Kritzinger, llegué a pensar si no sería su cómplice y no le habría dado tiempo a escapar. ¿No le parece terrible?

—No —dijo Kramer—, para nada. Así es como pensamos en la Brigada de Investigación Criminal. Maaties se habría sentido orgulloso de usted.

A pesar de la sorpresa, Terblanche se rió.

EN MENOS DE UNA HORA se encontraban viajando hacia el Norte en el Chevrolet. Una llamada aparentemente hecha por casualidad a la Reserva de Caza de Madhlala les había aclarado que Lance Gillets seguía en el campamento principal. Ya no estaba borracho, pero sí inmerso en una profunda depresión, según les había dicho el guarda de caza al mando. El médico estaba a punto de ir a verlo y a los padres de Gillets se los esperaba alrededor de las once.

—¡Mierda! —exclamó Kramer de repente, varias embarradas millas después de Nkosala—. ¿No me dijo alguien que su padre es un abogado famoso de Durban?

Terblanche asintió.

—Entonces, amigo mío, será mejor que nos demos prisa, antes de que el muy puñetero empiece a informar al niño de sus derechos o algo así.

—Pero, Tromp, quedan sesenta millas de camino de tierra y ya vamos tan rápido como…

—¡No! ¡Tengo una idea mejor! Llamaré a la comisaría de la zona para que recojan a Gillets y nos lo pongan a buen recaudo.

—Pero eso sería echar más leña al fuego. ¿Y si nos equivocamos? ¿Y si…

—Un abogado debería saber que el marido siempre es el principal sospechoso cuando matan a su mujer. Eso hará que Gillets padre no saque las cosas de quicio si no…

—No, Tromp, antes pensará como padre. Yo lo haría. No podemos hacer nada.

—Excepto viajar a la velocidad del viento.