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KRAMER DURMIÓ MAL aquella primera noche en Jafini.

Tuvo varios sueños que lo despertaron sobresaltado, y una vez despierto le costó dormirse de nuevo porque tenía la cabeza llena de preocupaciones. En ninguno de los sueños había perros, eso ya era algo. Pero el más perturbador de todos no dejaba de repetirse: en él, una figura ligera e imprecisa caminaba desenfadada por un sendero sinuoso, y de repente se daba la vuelta para gritar algo que no lograba entender.

Después de despertarse y entre varios intentos de organizar sus planes para el día siguiente, Kramer repasó miles de veces la primera hora vivida en su nuevo alojamiento, durante la que la viuda Fourie le había hecho para cenar unos huevos revueltos. Casi no había hablado mientras se movía por la pequeña cocina y no pareció molestarle tampoco el silencio de él, que sentado a la mesa se la bebía con los ojos: aquella mujer era un licor de melocotón embriagador que había alcanzado la perfección al madurar.

«¡Y una mierda! —Kramer se había reprendido a sí mismo—. No es más que una rubia grande con buena figura, tal y como Terblanche la describió». «Además —había añadido Kramer—, no olvides, Tromp, que la única otra mujer a la que te has acercado en un mes yacía desnuda, sí, pero hecha pedazos».

Aunque todo se fue al garete cuando, sin querer, la viuda Fourie le rozó la mano al ponerle el plato delante, lo que a ella la hizo soltarlo antes de tiempo y a Kramer le provocó una conmoción tan clara como la que podría causar cualquier chalado en una sala de interrogatorios. De inmediato ella se había girado para escuchar con la cabeza ladeada y luego había desaparecido en el pasillo.

Solo en la cocina, intentó repasar los hechos de aquel día, pero no pudo por mucho que lo intentó.

—Oí un ruido y creí que uno de los niños se había caído de la cama —dijo la viuda Fourie cuando regresó—. Pero no era eso. Era su colega que iba al baño a hacer gárgaras. Dice que tiene muy mal la garganta.

—Si eso hace que el condenado cierre el pico una temporada, no pienso quejarme.

—¡Qué poco amable!

Kramer se encogió de hombros.

—Hans Terblanche me dijo que tenía usted hijos, ¿cuántos tiene?

—Tres niños y una niña.

—¿En serio? Exactamente igual que…

Y se mordió la lengua, consternado por su descuido. Pero la viuda Fourie se limitó a asentir.

—Sí, como la viuda de Maaties —dijo—. Hoy no me he quitado a Hettie de la cabeza, pobrecita, porque perder de repente a tu marido puede resultar tan terrible que parece imposible sobrevivir a la situación.

—Entonces usted conocía a Maaties.

—Difícil sería no conocerlo, en un sitio tan pequeño como este. Además, cuando Pik sufrió el accidente, él fue casi tan amable como Hans. Constantemente dejaba para otro día darle las gracias como es debido, pero ahora ya es tarde. Siempre pasa lo mismo.

—Supongo —intervino Kramer, que casi nunca había tenido ocasión de sentirse agradecido—. ¿Sabe una cosa? Todo el mundo dice que Maaties era «uno de los mejores» y puede que lo fuera pero cuando la gente dice cosas así, yo me preocupo.

—A mí me pasa lo mismo —admitió la viuda Fourie, dejando el plato sucio en el fregadero—: necesito ver algún pecado en la gente, o no me quedo tranquila.

Kramer sonrió.

—¿Qué pecados veía en Maaties?

La viuda Fourie empezó a fregar.

—Prácticamente todos, supongo. Era muy humano.

—¿Qué más?

Se encogió de hombros.

—Era un hombre fuerte y solitario que iba por libre. Pero también ocultaba un niño en su interior que no soportaba ver a alguien llorar y que haría cualquier cosa por evitarlo. Por eso era desconcertante.

—¿Cree que eso pudo haber provocado su muerte? —preguntó Kramer.

—¿En qué sentido? —preguntó a su vez la viuda, dándose la vuelta para mirarlo.

—Supongamos que alguien le contó a Maaties un dramón. Por ejemplo, que una mujer le haya dicho que su marido le pegaba.

—Sí, probablemente eso lo empujaría a salir al rescate. Imagino que se refiere a Annika Gillets.

—¿Por qué lo dice?

—Por los rumores que circulan sobre Lance y lo que es capaz de hacerle a la gente —respondió la viuda Fourie—. Tiene un carácter terrible y se pone como un loco cuando se enfada. Hasta mi criada sabe que ni los peores cafres se acercarían a su casa, tan mala es la fama que tiene. Al poco de mudarse allí pescó a un ladrón en las escaleras de delante: lo ató con una cuerda a la trasera de su Land Rover y lo arrastró hasta Moon Acre, que era su lugar de procedencia. Mi criada dice que nadie ha vuelto a ver a ese cafre.

—Ya —dijo Kramer—. Entonces tal vez no resulte sorprendente que Annika no tuviera miedo de quedarse sola por la noche, sobre todo porque el Land Rover de su marido seguía aparcado allí y parecería que él estaba en casa.

—Se habría sentido totalmente segura. Pero ¿dónde estaba él?

—Una avioneta lo había recogido por la mañana para ir en busca de un rinoceronte. ¿Qué más dicen los rumores? ¿Qué trataba mal a Annika?

La viuda asintió.

—Antes de que se mudaran a Fynn’s Creek se alojaban en el campamento principal. La esposa de uno de los otros guardas de caza ingresó con disentería amebiana en el hospital, donde yo trabajo, y se le escapó que habían surgido problemas porque Lance sospechaba que Annika flirteaba con los huéspedes.

Solía usar manga larga en los días más calurosos, como si necesitara ocultar alguna marca. En realidad, según el rumor, los enviaron a Fynn’s Creek para que ella no se metiera en líos, y si la cosa no funcionaba, pensaban despedir a Lance de la Comisión de Parques.

—¿Y sabe si ella dejó de meterse en líos? —preguntó Kramer.

—No creo que le quedara otra —respondió la viuda Fourie—. A Fynn’s aún no ha llegado ningún huésped.

—Sí, pero deben llegar pescadores por la playa. ¿Y si le digo que tenía cardenales en el hombro izquierdo?

—Interesante —dijo la viuda Fourie sentándose en un taburete—. Aunque yo aún no estoy totalmente convencida de que fuese tan mala como algunos decían. Es posible que sólo fueran imaginaciones de Lance.

—Tendremos que intentar averiguarlo —afirmó Kramer—. ¿Me permite que le haga alguna pregunta más? Es la primera vez en todo el día que tengo la sensación de que voy a alguna parte.

La viuda miró el reloj de la cocina.

—Cinco minutos más —respondió—, o mañana no daré pie con bola en el trabajo.

—¿Tiene idea de cómo acabaron juntos?

—Ah, eso —dijo mientras se levantaba para acercarse de nuevo al fregadero—. Resulta que Lance conoció a Annika cuando ella hacía autostop en dirección a Eshowe. Siempre estaba haciendo cosas como esa. Pero los dos acabaron aquella noche en Durban, a doscientas millas de distancia de su destino, yendo juntos a ver un espectáculo y emborrachándose en la playa. Su padre casi se volvió loco cuando ella regresó al día siguiente: había pensado que unos cafres la habrían violado en el camino y arrojado su cuerpo al cañamelar. Así que se fue directo a hablar con el jefe de Lance para que lo despidiera. Pero Lance se presenta en el campamento de la reserva de caza y le dice a su jefe que todo va bien, que aquello no había sido más que una fiesta para celebrar su compromiso, y en menos que canta un gallo están casados. Toda la provincia se quedó asombrada, debido a la reputación de Annika y al hecho de que Lance proceda de una buena familia de Durban: su padre es un conocido abogado y su madre es una Oppenberg. Sé que Hans intentó evitar que se casaran. Decía que sólo había visto a Lance en una ocasión pero que no era lo bastante bueno para Annika, que era un chico consentido de colegio privado con un fondo de crueldad.

—Terblanche parece salir siempre corriendo en defensa de Annika —dijo Kramer y encendió un Lucky—. ¿Cree que podría haber algo entre los dos?

La sorpresa hizo reír a la viuda Fourie.

—Eso es como preguntarme si creo que Papá Noel hace cosas feas con los niños —le contestó.

Kramer sonrió.

—Lo que no entiendo —dijo— es por qué Annika no siguió el consejo de un viejo amigo de la familia, por qué unió su vida a la de ese cabroncete hijo de papá.

—Hay gente así —respondió la viuda Fourie encogiéndose de hombros—. No sé si será la excitación, el riesgo o qué, pero también es posible que busquen a alguien que se ocupe de ellos, por ejemplo: alguien que no soporte la promiscuidad. No hay duda de que en ella había algo salvaje, y a lo mejor eso le daba miedo, ese desenfreno, porque sabía que no podía controlarlo.

—Pues —se rió Kramer— ¿se ha dado cuenta de la ironía?, ¿de la clase de marido que esa criatura salvaje eligió para que se ocupara de ella?

—¡Un guarda de caza! —se rió también la viuda Fourie después de aclarar el fregadero—. No, no me había parado a pensarlo.

Sus sonrisas se enredaron, se entretuvieron un rato y luego se desvanecieron a la vez.

—¡Qué tarde es! —exclamó la viuda secándose las manos con un paño y dándose la vuelta—. No sé qué hago todavía en pie a estas horas.

—Sugerir unas cuantas respuestas que podrían ayudar a resolver un misterio —dijo Kramer, y se levantó—. Si aún había problemas entre Lance y Annika, que además ponían en peligro el trabajo de él, esa situación podría convertirse en un motivo para el asesinato, sobre todo si se trata de un hombre violento que podría tener sus razones para no querer declarar ante un juez en caso de divorcio.

—Aunque entiendo adonde quiere ir a parar —dijo la viuda mirando por última vez el reloj—, Lance Gillets debía de encontrarse a muchas millas de distancia cuando todo explotó.

—Y para eso se usa un temporizador —dijo Kramer—, porque permite al asesino alejarse del lugar del crimen y fabricarse una coartada a prueba de bombas.

—¿Quiere decir que la de anoche fue una bomba de relojería?

—Aún no hay pruebas, pero sí, y espero poder confirmarlo mañana.

—Mañana ya es hoy —dijo la viuda Fourie muy seria mientras se dirigía hacia la puerta del pasillo—, y yo empiezo a trabajar muy temprano con miles de sábanas que inspeccionar en el hospital y…

—¿Qué es lo que hace allí?

—Ya sabe, superviso los almacenes de ropa blanca, cuento las almohadas… todo eso. Dígame ¿necesita alguna cosa? Le he dejado una toalla en la habitación y la criada le servirá el desayuno por la mañana.

—No, no, está bien, gracias.

—Me alegro —dijo la viuda Fourie con una sonrisa rápida e impersonal—. Que descanse.

—NO ERA USTED QUIEN CANTABA en la ducha ¿verdad, teniente? —Bokkie Maritz graznó con voz ronca mientras asomaba la cabeza a la habitación de Kramer a las siete y media de la mañana siguiente.

—¿Cantar? ¿Yo? Ni en sueños, Bok. ¿Cómo va eso?

—Tengo un dolor de garganta que ni se lo imagina —respondió Maritz, ajustándose el cuello del pijama—. Además, mi frente está más caliente que…

—Vuelve inmediatamente a la cama —ordenó Kramer.

—No, puedo probar a ver si aguanto.

—Tonterías, necesito que te recuperes pronto. Métete bajo las mantas, suda como es debido y yo le pediré al doctor que venga a verte y te dé algo.

—No me hace mucha gracia que me visite un médico al que no conozco —dijo Maritz.

—El doctor Mackenzie es de los mejores, Bok. Aquí todos los policías confían en él.

—¿Ah, sí?

—No podrías estar en mejores manos —dijo Kramer y se fue a desayunar silbando.

—Yo soy Piet —le dijo un niño que estaba sentado a la mesa en el porche de atrás, comiendo tostadas con mermelada—. ¿Cómo se llama usted?

—Tromp —respondió Kramer sentándose frente a él—. Y en respuesta a tu próxima pregunta, tengo cuatrocientos noventa y un años.

—Yo tengo seis y medio —dijo Piet.

—Ya ¿y tus hermanos?

—Se han ido. Mamá se los lleva al hospital para que jueguen con los otros niños de la guardería.

—Eso es para bebés ¿no?

Piet asintió.

—Yo soy el hombre de la casa. Me lo dijo mamá.

—¿Y cómo vas a pasar el día? ¿Arreglando tractores o haciendo las cuentas?

—Primero —dijo Piet— daré de comer a mis animales. —Se detuvo mientras la criada colocaba delante de Kramer un plato con huevos fritos y panceta. Luego dijo—: ¿Puedo coger la grasa de la panceta?

—Claro.

—Gracias. Mamá también me ha dado la suya, así que ya tengo bastante.

—¿Qué clase de mascota come panceta?

—Son animales, no mascotas —dijo Piet usando la misma clase de desprecio que había reservado para la palabra guardería—. Dingaan la iguana es el más grande. Los más pequeños, los ratones de la caña de azúcar. Y en el medio hay de todo: conejos, cobayas, una tortuga y tres serpientes topo. La panceta le gusta a Dingaan.

—Yo tuve un cerdo —dijo Kramer—. Odiaba la panceta.

—¡Pero si suelen comer de todo! —exclamó Piet sorprendido. Luego se rió—. Ha intentado engañarme —dijo bajándose de la silla para salir al patio— ¿o era un chiste?

—El tercero del día —confirmó Kramer.

Y seguía de un buen humor extraordinario cuando acabó su café, encendió un Lucky y decidió acercarse a ver cómo Dingaan disfrutaba de su refrigerio.

Piet estaba de pie bajo un aguacate que daba sombra a una especie de jaula para conejos toscamente construida en medio de un gallinero.

—¿Y Dingaan? —preguntó Kramer.

—Escondida —contestó Piet—. Mire.

Arrojó un bocado de la grasa de la panceta al recinto, se produjo una pausa y luego una iguana salió de debajo de la jaula, sus patitas torcidas correteando bajo su cuerpo y su cola en movimiento. En un santiamén se había comido la panceta para esconderse de nuevo.

—Uf —dijo Kramer.

—¿Quiere darle usted?

—No, he de irme a trabajar —contestó Kramer—. Pero gracias. Te veo luego.

—Adiós, Tromp —se despidió Piet, escogiendo cuidadosamente el siguiente pedazo de grasa.

Kramer se alejó con una sonrisa que tardó segundos en desaparecer. Aún no sabía lo que era, pero algo no encajaba, se estaba equivocando en la forma de ver las cosas… y de alguna manera el pequeño Piet le había hecho pensar en ello.