LA COMISARÍA DE JAFINI tenía mejor aspecto de noche, casi resultaba hospitalaria, porque sus bombillas desnudas reducían el espesor del seto de espina santa y lo llenaban de motas de luz.
Terblanche debió de oír el Chevrolet, que había perdido parte del tubo de escape, acercándose en la distancia, porque lo esperaba en la puerta con las manos en las caderas y los labios muy apretados, más que nunca la personificación perfecta de la fatiga extrema.
—Mañana haré que le arreglen ese tubo de escape, Tromp —le dijo—. Así no podrá sorprender a los malos.
—Sí, resulta demasiado ruidoso —concedió Kramer mientras salía del coche—. En el último sitio en el que estuve pensaron que había ido a demoler la casa con una excavadora.
—Ah, sí, serían esos pobres ocupantes ilegales blancos que esperan ser desalojados en el límite de la propiedad de Ma Murdoch. ¿Cómo se apellidaban?
—Bothma. Bastaba con ver su menaje de cocina para darse cuenta de que Kritzinger no había comido allí. Habría muerto mucho antes de la medianoche.
Terblanche se rió con fatiga.
—No deberíamos bromear —dijo—, pero si he de serle sincero, yo he pensado algo parecido más de una vez. Y ahora escuche: tengo malas noticias. No he sacado nada de mis ocho direcciones, y lo mismo ocurre con los demás: otro cero para Malan y Suzman. Bueno, con la excepción de una familia que aseguró a Malan que habían visto pasar su coche anoche a las siete y media.
—¿En serio? ¿Y dónde está eso?
—Será mejor que se lo muestre en el mapa.
Mientras se acercaban a la comisaría, Kramer preguntó:
—¿Ha oído hablar de algo que se llama la canción del perro, Hans?
—¿Cómo?
—La canción del perro.
—¿Referido al chacal o algo así?
—No, parece que no.
Terblanche se giró hacia él.
—¿Alguien le ha tomado el pelo? —preguntó.
—Yo también empiezo a pensarlo —contestó Kramer—. Esto está muy tranquilo.
—Espero que no le importe, pero les dije a los demás que podían irse a casa en cuanto supe que no tenían nada de que informar. Llevaban de pie más de…
—Bien hecho —dijo Kramer mirando al interior del despacho de la Brigada de Investigación Criminal—. ¿Bokkie Maritz también?
—No, cuando volví Bok ya no estaba. Dejó una nota diciendo que había averiguado dónde les había conseguido habitaciones y que no quería perderse la cena.
—Ya.
—¿Y usted, Tromp? —preguntó Terblanche mientras abría la puerta de su despacho—. ¿Ha tenido suerte con sus ocho direcciones?
—No —respondió Kramer—, aunque sí aprendí un poco más acerca de la relación que Kritzinger mantenía con Grantham. Tengo la sensación de que otra visita a Moon Acre nos proporcionaría unos cuantos detalles interesantes sobre los dos, pero dudo que tengan que ver con el caso. Y ahora muéstreme ese lugar en el mapa y váyase a su casa: está tan agotado que camina como un hipopótamo con hernia.
—Ahí es donde vive nuestro único testigo —dijo Terblanche, apoyando un mugriento índice en el mapa—. Como puede ver, su finca no está en ningún lugar especial, aparte de encontrarse cerca del cruce en el que todos los caminos que usan los camiones de la caña se adentran en los campos; tampoco está lejos de la pequeña línea ferroviaria que transporta la caña. Maaties se dirigía hacia el Sur en esta dirección e iba rápido, o eso dicen.
—¿Y por qué puñetas iba a hacer eso?
—Mientras lo esperaba he estado estudiando el mapa y haciéndome la misma pregunta —contestó Terblanche—. La única explicación que le encuentro es que hubiese estado aquí, en la carretera de Mabata, y hubiera decidido tomar un atajo hasta la otra carretera en condiciones de esa zona, la que empalma con Muilberg.
—¿A qué hora dice que fue eso?
—Aproximadamente a las siete y media.
Kramer se frotó la barba incipiente de su mentón.
—Kritzinger también podría ir al encuentro de alguien en alguno de esos caminos que se adentran en el cañamelar —dijo—. La altura de las cañas los habría ocultado a quien pasara por la carretera y a esa hora ya no quedarían cafres trabajando.
—Cierto —concedió Terblanche—, no habría sitio mejor para eso: se trata de un laberinto enorme y entrecruzado.
—No hemos conseguido avanzar mucho en la investigación —observó Kramer—. Pero, por favor, déjelo ya por hoy, Hans. Es más, lo llevaré yo a casa porque quiero que me preste el Land Rover para echarle otro vistazo a Fynn’s Creek.
—¿Esta noche? De eso nada, Tromp. No sólo ha hecho más que suficiente por un día, sino que mi señora ha preparado una cena especial de bienvenida para usted y…
—¿De verdad? ¿Una cena especial? ¿Quiere decir que alguien le ha chivado que soy vegetariano?
—¿Vege…? —empezó a repetir Terblanche con una intensa consternación asomando a su rostro—. Bueno, mire, si de verdad prefiere no venir esta noche, no importa. Louise lo entenderá y ya tomaremos… los buñuelos de calabaza otro día, no se preocupe.
—Pensándolo mejor, si ella se ha molestado…
—No, no, hombre. Aquí tiene las llaves del Land Rover. No se moleste ni en llevarme, le diré al chófer de la camioneta que me lleve.
Terblanche ya casi había salido del despacho cuando retrocedió corriendo para garabatear algo en un pedazo de papel.
—Este es el nombre y la dirección de la viuda con la que se hospeda, ¿de acuerdo?
—Perfecto —le dijo Kramer.
FYNN’S CREEK TAMBIÉN PARECÍA distinto de noche, pero no tenía nada de hospitalario. Semejaba un lugar desapacible y aterrador, por eso Kramer reflexionó sobre el carácter de Annika Gillets, quien se había sentido lo bastante segura como para enviar a su cocinero a pasar la noche fuera bebiendo, quedándose totalmente sola en aquel sitio. No muchas de las mujeres blancas que él conocía harían lo mismo, a menos que vivieran en un castillo gigantesco con fieros dragones para protegerlas del horrible Caballero Negro. Cierto era que la Sra. Gillets contaba con cocodrilos en su foso, por así decirlo, pero su casa no había resultado estar mucho mejor construida que la del primer cerdito, el tonto ese del «soplaré y soplaré».
Aunque menuda capacidad de derribo la de este soplo, se recordó a sí mismo, abriéndose camino entre el círculo exterior de escombros a la luz de la luna. ¿Dónde estará la maldita guardia permanente que este sitio debería tener?
Entonces oyó una fuerte carcajada y miró hacia el interior, más allá de la casa arrasada, donde recordaba haber visto la choza del cocinero. Allí dos figuras se sentaban junto a una pequeña hoguera. Estaba claro que serían el cocinero y el díscolo policía bantú, pasándose entre ellos un envase de cerveza y disfrutando de lo lindo. Kramer decidió que ese puñetero vago se iba a llevar un buen susto, y empezó a avanzar en silencio hacia ellos.
Lo cual seguramente fue un error, porque quien se llevó una sorpresa desagradable fue él. De repente, lo que Kramer había tomado por un pedazo del tejado de paja y que estaba a un metro a su derecha se incorporó sobre unas patas cortas y torcidas, hizo un ruido como una tos y propulsó su enorme cuerpo blindado con una sorprendente rapidez hacia el estuario, seguido de cinco o seis más. Esas formas oscuras se zambulleron pesadamente en el agua, una tras otra, provocando un sonido como una salida nula en una competición de natación para discapacitados borrachos.
—¡Cabrones! —exclamó Kramer.
Su segundo susto llegó cuando una grave voz zulú le dijo junto al codo:
—¡Se presenta el agente bantú Cassius Mabeni, jefe!
—¡Mierda! —exclamó Kramer girándose—. ¿De dónde coño has salido?
—De la playa, jefe. El jefe Terblanche dijo que debía ser muy estricto y que no permitiera que entraran pescadores por ese lado. Los he estado buscando con mucha atención, pero no hay ningún hombre, jefe.
—Entonces ¿quién estaba sentado hace un segundo con él…? —empezó Kramer y miró hacia la choza—. ¡Ahora ya no hay nadie! ¿Qué puñetas está pasando aquí?
—El cocinero se ha escondido entre la maleza, jefe —dijo Mabeni riéndose contento—. Usted le da mucho miedo. Pero no se preocupe, enseguida volverá.
—Pero ¿quién estaba con él?
—Elifasi Ndhlovu. Vino a traer dinero de parte del tío que el cocinero tiene en Jafini. Creo que el jefe lo ha asustado tanto que ya no volverá.
—Claro. ¿Y qué dinero es ese que traía?
—Era del cocinero: se lo olvidó anoche porque había bebido mucha cerveza. Cuarenta y dos céntimos, jefe, y el tío le pidió a Ndhlovu que se los devolviera.
—¿Conoces personalmente al tal mensajero?
—Sí, lo he visto muchas veces en Jafini. Es un buen hombre, no hay problema.
—De acuerdo, ¿cómo has dicho que te llamabas?
—Cassius.
—¿Y qué clase de nombre es ese?
—Es un nombre nuevo, jefe —dijo Mabeni con orgullo, sacando pecho—. El jefe Terblanche me lo puso cuando leía en el periódico un artículo sobre el gran boxeador Cassius Clay, campeón americano de los pesos pesados.
—Pues es mucho nombre para un solo cafre —dijo Kramer y empezó a caminar hacia la choza del cocinero—. ¿Dónde boxea ese tal Cassius, en Johannesburgo?
—No lo sé, jefe —admitió Mabeni mientras adoptaba una posición de respeto caminando un paso por detrás de él.
RESULTÓ QUE EL COCINERO no había huido más allá del rincón más alejado de su choza. Volvió a salir a cuatro patas, atisbando primero desde la jamba y soltando una carcajada nerviosa después.
—Dile al idiota ese que se deje de monadas y se ponga en pie como los hombres —ordenó Kramer a Mabeni.
La traducción fue rápida; tanto que Kramer supo que no había repetido el mensaje entero.
—Para que comprenda que se trata de algo oficial, pregúntale su nombre completo, edad, dirección, pídele su pase y todo eso.
Mabeni empezó a preguntar y enseguida dijo:
—El nombre verdadero de este hombre tiene muchos chasquidos, jefe, pero el nombre que le pusieron en la misión es Moses, Moses Khumalo.
Kramer asintió.
—Así que Moses. Pues dile a Moses que quiero saber dónde está su amigo.
—Elifasi ha huido —tradujo Mabeni—. Corría tan rápido que ya debe estar cerca de Jafini, jefe, o eso dice este hombre.
—¿Ah, sí? De manera que Moses se tiene a sí mismo por un profeta.
El cocinero escuchó la traducción y luego soltó una risa de borracho con palmada en el muslo incluida, antes de pronunciar una serie de frases largas y felices, sus ojos brillantes clavados en Kramer.
—Está feliz —dijo Mabeni a Kramer— porque no sabía que existiera un hombre tan honrado como su tío, que le devuelve un dinero que él había perdido sin enterarse porque estaba borracho, jefe. ¿Le digo «¡cállate, cafre!»?
—No, quiero que me cuente qué ocurrió ayer aquí, en su choza.
Mabeni asintió y dio comienzo a un aburrido interrogatorio, complicado por la falta de sobriedad del sujeto, y le fue pasando a Kramer los principales elementos de la declaración según afloraban lentamente. Kramer pensó que al menos contaba con el consuelo de ese viejo refrán francés que dice «in vino veritas», o como quiera que se dijera: lo suyo no era el francés.
Cuando aquella enorme y larga profusión de palabras llegó a su fin, Kramer reorganizó los hechos cronológicamente, rechazó lo que no iba al caso y decidió que su necesidad intuitiva de visitar Fynn’s Creek a la luz de la luna estaba más que justificada.
—Buen trabajo —dijo a Mabeni—. Es posible que mañana te encargue alguna otra cosa.
—¡Sí, jefe! —exclamó Mabeni con una sonrisa de oreja a oreja y sacando más pecho que nunca. Luego añadió, algo decepcionado—: ¿El jefe se marcha ya?
—Que no te quepa duda: el jefe se marcha. Estoy hecho polvo, que no es lo mismo que echar un polvo.
«Y tanto que no es lo mismo», pensaba Kramer mientras se dirigía al Land Rover de Terblanche con Mabeni pegado a sus talones. ¡Dios! Qué bien le iría ahora una mujer para sacarse todos esos interrogantes de la cabeza y quedarse en paz y a gusto, como antes lo dejaba la joven enfermera en el almacén de la ropa blanca.
Entonces ocurrió por segunda vez. Un enorme cocodrilo se incorporó a poca distancia por delante de Kramer y se dirigió hacia el estuario con un latigazo de su cola, seguido de varios más.
—¿Ya han vuelto? —preguntó.
—Siempre vuelven enseguida, jefe —respondió Mabeni con una sonrisa indulgente—. Se llevan un susto, escapan corriendo y lo olvidan aún más rápido, por eso vuelven. Esas cosas nos las enseñan cuando somos pequeños. Es muy peligroso que un niño juegue junto a un río, jefe. Eso me lo dijo mi padre muchas, muchas veces.
—Ya —dijo Kramer mirando a Mabeni fijamente—. Hay algo en este caso que no tiene ningún sentido…
—¿Jefe?
—Antes o después caeré en la cuenta de qué es —respondió Kramer y se encogió de hombros.
EL ACCIDENTADO CAMINO que cruzaba el cañamelar hasta la carretera de Nkosala parecía no tener fin y ser siempre igual, incluso el lugar donde los locos trabajadores de Grantham se habían quedado mirándolos con los machetes en la mano.
Para entretenerse, Kramer fue repasando la declaración realizada por el cocinero de los Gillets, saboreando su indudable importancia.
Según Moses el decisivo día anterior había comenzado con su jefe blanco trabajando en el Land Rover de la Comisión de Parques, que aún podía verse donde lo había dejado: cerca de los dos bidones de gasolina y lejos del radio de la onda expansiva. Luego, más o menos a las diez y media, una de las avionetas Piper Cub de observación de la Comisión de Parques había aterrizado en la playa y el piloto le había dicho a Gillets que lo necesitaban para capturar un rinoceronte y que cogiera lo necesario para pasar la noche fuera, ya que era probable que tuvieran que ocuparse de otro rinoceronte al día siguiente. Moses le había preparado el equipaje y lo había llevado a la avioneta mientras el jefe se despedía de la joven señora. Como todos los zulúes de su generación, Moses creía que la gente debía besarse sin testigos, pues el beso es algo tan íntimo como el coito.
Una media hora después, mientras Moses servía el té de la mañana a su joven señora, había aparecido un coche que avanzaba lentamente por el camino. Al volante iba un detective blanco al que Moses conocía como Isipikili, el Clavo. El detective había bajado del coche y se había quedado un rato contemplando el lugar, hasta que la señora lo llamó. A Moses le pidió que llevara otra taza.
Según había admitido el cocinero, su conocimiento del afrikáans dejaba mucho que desear, pero Moses aseguró haber entendido lo bastante de la conversación que aquellos dos habían mantenido como para saber que el detective empezó diciendo que había ido hasta Fynn’s Creek para echarle un vistazo a la reserva de caza. La joven señora había preguntado por distintas personas a las que ella conocía. Al principio los dos blancos se reían, después la señora dijo algo en voz baja que sorprendió al detective. Entonces fue cuando al cocinero le ordenaron salir del porche, donde había estado rellenando bollos con jamón para ellos, e ir a recoger madera flotante para una barbacoa que iban a celebrar el fin de semana. Sin embargo no quitó el ojo de encima a los blancos desde las dunas, por si necesitaban que les llevara alguna cosa. Mantuvieron una conversación seria durante un tiempo, o al menos así lo parecía desde lejos. Durante toda la visita su señora y el detective habían permanecido uno enfrente del otro, mirándose, como hacen las personas cuando están concentradas en lo que ocurre entre ellas. Por último, el detective había asentido después de consultar su reloj y se había marchado.
Cuando el cocinero volvió a encontrarse con su señora, la conducta de ésta parecía haber cambiado por completo, como si le hubieran quitado de encima un peso terrible. Durante el almuerzo no había desperdiciado la mayor parte de la comida, como solía hacer, sino que había comido bien, para alegría del cocinero. Además le había dicho que cocinaba muy bien y que como recompensa le daba la noche libre para que se fuera a Jafini a beber con su tío. Cuando el cocinero dudó, pensando en lo que podría decir su señor si dejaba la propiedad y a la señora sin nadie que cuidase de ellas, la joven señora le dijo que se comportaba como un «cafre tonto», porque el señor no tenía ni que enterarse. Después había insistido para que Moses se marchara a las cinco, diciéndole que ella misma se prepararía algo ligero para cenar, tal vez una tostada con queso, o que calentaría algo que ya estuviera hecho.
«Sí, Maaties —murmuró Kramer al llegar a la carretera de Jafini—, todo eso está muy bien pero ¿cuál fue el peso que le quitaste de encima a la “pequeña Annika” y que la hizo parecer una mujer distinta? Me parece probable que compartiera contigo algún oscuro secreto y tú prometieras hacer algo al respecto. ¿Qué te hizo volver a Fynn’s Creek a medianoche? ¿Acaso otra persona, con la que cenaste curry y compartiste la conversación mantenida antes, de repente te hizo ver de otra manera lo que Annika te había contado, y por eso volviste corriendo? Sí, me parece que sí».
Kramer era perfectamente consciente de que hablar solo podría tomarse como ir cuesta abajo y sin frenos hacia la enajenación mental, pero ¿qué más podía hacer un hombre en el puñetero Natal, por el amor de Dios, si necesitaba mantener una conversación inteligente?
Kramer continuó cavilando mientras repasaba los acontecimientos de aquel día y se flagelaba por sus ridículos olvidos: por ejemplo, debería haberse acordado de preguntarle a Moses cómo se había hecho su joven señora los cardenales que tenía en el brazo. No llegó hasta el centro de Jafini sino que se dirigió a la casa en la que Terblanche se había ocupado de reservarle una habitación.
Como seguía preocupado sacó su maleta del Land Rover sin pensar en lo que hacía y aporreó con fuerza la puerta del número 23 de la avenida Jacaranda, como si estuviera al frente de una redada policial.
Una silueta fragante y en bata abrió la puerta y le riñó:
—¡Shhh, va a despertar a todo el barrio!
—Lo siento, señora —se disculpó Kramer, comprobando con retraso la dirección en el papel que le había dado Terblanche—, pero ¿es usted la viuda Fourie?
—Por su bien, más le vale que lo sea —le contestó.