DOS MINUTOS DESPUÉS Kramer se encontraba solo en su Chevrolet, saliendo de Jafini por la carretera de Nkosala rumbo a la primera dirección de su parte de la lista. Le habían advertido que media milla antes de llegar a la desviación de Fynn’s Creek debería empezar a buscar una señal que se perdía de vista enseguida y que señalaba el camino a la granja Moon Acre, propiedad de un tal Bruce Grantham.
Terblanche le había explicado que Grantham era lo más parecido a un amigo que tenía Maaties Kritzinger, sobre todo debido a la pandilla de negros salvajes que vivía en el recinto de su granja. Kritzinger había pasado muchas horas —incluso días enteros— en Moon Acre, ocupándose de toda clase de delitos, desde asesinato a agresión grave, hurtos e incendios provocados. Después Grantham y él se pasaban media noche bebiendo, hablando del asunto y casi siempre alcanzado un acuerdo satisfactorio para los dos. «Tenga cuidado —había añadido Terblanche—, esos negros cometen verdaderas locuras, incluso para un cafre. Muchas veces me pregunto qué pasará en esa casa tan grande. En ocasiones se molesta tanto por cuidar de sus intereses que casi parece un entusiasta de los cafres».
Kramer entornó la mirada. Creía estar viendo una figura conocida caminando de espaldas a lo largo de la cuneta, por delante de él. Pero un instante después, la chaqueta de sport puesta del revés y el par de tenis lo sacaron de la duda: Listillo se movía con su desenvoltura de siempre, mascando un trozo de caña de azúcar. No se fijó en el Chrevrolet cuando pasó a su lado, envolviéndolo en una nube de polvo que quedó suspendido en el aire unos segundos antes de desaparecer.
Y para entonces Listillo parecía haber desaparecido también, pero el Chevy tomaba la siguiente curva antes de que Kramer se diera cuenta: ya era tarde para comprobar aquella fugaz impresión sin dar la vuelta y retroceder.
«No, el cabrón ese no puede haberse esfumado —se dijo Kramer sin reducir velocidad—, pero no hay duda de una cosa: yo he visto esos andares en algún otro sitio, y no es que me los confunda con los de otro negro».
GRANJA MOON ACRE PROHIBIDO EL PASO, advertía el elegante cartel que obligaba a torcer a la izquierda precipitadamente. La rejilla de retención de ganado que se extendía entre los postes de la entrada repiqueteó al pasar el Chevy sobre ella, y luego se oyó el susurro de un ancho camino recubierto de grava.
«Mira —se dijo Kramer a sí mismo—, ya tienes bastante lío como para empezar a preocuparte por esa bobada del Listillo, así que déjalo para más adelante, cuando tengas tiempo».
Pero continuó registrando hasta los rincones más perdidos de su memoria en busca de la foto de alguna ficha policial que le encajara, hasta que vio el edificio principal de la granja, rodeado por las últimas hileras de caña de azúcar. Después se extendía un césped tan verde y tupido que habría sido más barato cubrir la zona con moqueta, siempre que se hicieran agujeros aquí y allá para los árboles ingleses que se erguían de vez en cuando, como en un parque. Para mantener la hierba tan verde había más aspersores de los que Kramer había visto en cualquier hipódromo, y una hilera de cafres agachados arrancando las malas hierbas con la precisión de un relojero y guardándolas en unos sacos de arpillera que llevaban colgados de la cintura. La enorme casa presentaba un aspecto tan cuidado como el césped. Unas columnas recién pintadas sujetaban el tejado del porche y las tumbonas y sillas de exterior tenían una loneta a rayas tan alegre que parecían envoltorios de caramelo.
Kramer siguió el camino hasta llegar a los delanteros y apagó el motor después de un acelerón rápido para advertir de su llegada. Dos lobos —o más bien dos criaturas que parecían lobos— saltaron de inmediato por encima de la barandilla del porche y se lanzaron sobre él, gruñendo con una ferocidad asombrosa. Al primero lo derribó con la puerta del coche al salir, y al otro le dio en el cuello con la puntera, aturdiéndolo.
—Eso demuestra que están acabados como perros guardianes —dijo una voz fría en inglés—. Mandaré que los destruyan.
Kramer miró a su alrededor. Un hombre de sesenta y pocos años bajaba los escalones delanteros. Era delgado como un látigo y tenía una cabeza de nariz ganchuda que parecía una copia bronceada de los bustos impresos en los libros de derecho romano-holandés que se estudiaban para entrar en la Policía. Llevaba una pulsera de pelo de elefante en la muñeca derecha y en la izquierda un reloj complicado lleno de pequeñas esferas, y un matamoscas. El resto de su aspecto se correspondía con el del granjero anglófono medio: manga corta, camisa blanca con el cuello desabrochado, pantalones cortos de color caqui, medias largas también caqui, y botas color arena.
—¿Es usted Bruce Grantham?
—El mismo. Está claro que usted es policía, ¿el que sustituye al pobre Kritzinger? Tenía la esperanza de que el cuento que oí esta mañana en radio macuto no fuese cierto.
—Depende de lo que haya oído —respondió Kramer.
—Que Maaties había caído en una terrible explosión que tuvo lugar en Fynn’s Creek y que la joven señora Gillets había muerto con él. Según parece, intentaba salvarla.
—Eso es lo que parece, sí —confirmó Kramer—. ¿Cree que sería un comportamiento propio de él?
—Sin duda, era valiente como un león. No me importa reconocer que Maaties me salvó el pellejo más de una vez, cuando mis capataces exageraron las cosas. Pero ¿qué le ha ocurrido exactamente? Creo que éramos lo bastante amigos como para que me cuente algunos detalles.
—No hay mucho más que contar —dijo Kramer—. Por eso he venido a verle, con la esperanza de que me diera alguna idea.
—No sé cómo, pero me encantaría poder ayudar en lo que sea… ¿cómo ha dicho que se llama, sargento?
—Soy el teniente Kramer, de la Brigada de Homicidios de Trekkersburgo.
—Discúlpeme, teniente. ¡Así que recurren a los pesos pesados! Si le parece bien, nos sentaremos en el porche mientras tomamos un refresco, pero antes, si es tan amable de ir subiendo, yo tengo que recoger esto un poco.
Descansando en un cómodo sillón, Kramer encendió un Lucky y observó a Grantham supervisar la retirada de los dos perros inconscientes, llevada a cabo por cuatro de los cafres que formaban el equipo de escardadores y que parecían hacer esfuerzos por no sonreír mientras llevaban a cabo el encargo. Había uno con el brazo izquierdo inerte y lleno de cicatrices al que le costaba más que al resto.
—VERÁ, TENIENTE —dijo Grantham, levantando su gin-tonic—, Maaties y yo nos conocíamos desde hacía mucho, así que brindo por él.
Kramer asintió.
—Eso significa que además de su cliente, usted se consideraba amigo del fallecido.
—Desde luego que sí. No sabe cuántas veces nos sentamos los dos aquí fuera por la noche, de palique.
—¿Y comían?
—¿Quiere decir que si hemos cenado juntos alguna vez? Claro que sí, y en muchas ocasiones.
—Le gustaba muchísimo determinado plato, ¿no es cierto?
—No recuerdo que mostrara preferencia por algo en concreto —respondió Grantham encogiéndose de hombros—. Siempre comía lo que se le pusiera delante. Eso sí, le gustaba rematar la jugada con un buen brandy.
—Ah ¿sí? ¿Y cuándo cenó aquí por última vez, señor Grantham?
—Déjeme pensar… ¿el martes de la semana pasada? Nos quedamos de charla hasta pasada la medianoche. Puedo consultárselo a mi cocinero, si es importante. Los criados tienden a recordar esa clase de cosas mucho mejor, sabe Dios por qué.
—No, déjelo de momento. Sólo quería ir tachando de la lista las noches en las que no sabemos qué hizo. Ese es nuestro problema —y confío en que sea usted discreto—, que no sabemos por qué Maaties estaba fuera anoche. No hay forma de relacionarlo con nada.
—Y una explosión, además. ¡Qué cosa tan rara! ¿Qué fue? ¿Una bomba casera?
—Algo parecido.
—¿Para matar a los Gillets?
—Eso creemos, pero Lance Gillets tuvo que irse de forma inesperada. Hablando de lo del martes, no recuerdo que en la lista de casos recientes de Maaties figurara ningún problema en Moon Acre la semana pasada.
—No lo hubo —contestó Grantham, cogiendo el vaso vacío de Kramer para servirle otra cerveza—. Fue una visita puramente social. En mi opinión lo que quería era huir de la neurótica de su mujer. El pobre parecía un tanto bajo de moral.
—¿En qué sentido?
—Nuestras conversaciones suelen ser animadas y muy variadas… ¿O debería decir solían ser? El caso es que tocaban muchos temas de interés local. Por una vez Maaties no tenía gran cosa que decir y me quedé casi hablando solo. Eso sí, se animó un poco cuando le conté mi pequeña discrepancia con la Comisión de Parques y ese encargado presuntuoso que han nombrado para, según ellos, impulsar el turismo en la zona. Lo mandé a paseo, ¡por el amor de Dios! No permitiré que nadie juegue con mis cañamelares.
—Gracias —dijo Kramer, y bebió un sorbo del vaso que el otro le ofrecía—. Parece un asunto interesante.
—En absoluto, no son más que tonterías burocráticas. Esa tierra que se extiende entre la carretera de Nkosala y esa ridícula reserva de caza que han creado también es mía, y ellos querían ampliar el sendero que la cruza. Pero ese camino es mío, y es privado, y no estoy dispuesto a perder ni medio metro a cada lado para la mejora de sus intereses cívicos. ¿Tiene idea de cuántos acres sumarían en total esas dos tiras de terreno? Así que le dije la cifra que quería cobrar, esperé a que se pusiera verde del cabreo, y di por terminada la historia. Maaties se rió mucho, y yo con él. Dijo que se pasaría por la reserva un día de estos porque le picaba la curiosidad. ¡Dios mío, se me acaba de ocurrir una cosa!
—Adelante —invitó Kramer—, ¿de qué se trata?
—Hubo un momento, hacia el final de la velada —empezó Grantham, mirando su reloj-salpicadero—, cuando el bueno de Maaties, que ya estaba terriblemente perjudicado, empezó a contarme algo que dejó a medias. Era evidente que lo tenía muy preocupado, pero se puso respondón cuando se dio cuenta de que yo no podía seguir sus balbuceos y dijo que daba igual, que yo estaba demasiado borracho para entenderlo y que sería mejor cambiar de tema. Lo mandé al infierno y le dije que le iba a demostrar cuál de los dos estaba más borracho dándole una paliza al billar. Creo que estábamos en el tercer set cuando levantó las manos, vomitó en una escupidera y se fue a casa. —Grantham hizo una pausa, meneó la cabeza y dio un suspiro en el que se percibían los tres gin-tonics que llevaba—. Esa fue la última vez que vi al pobre hombre.
Kramer frunció el ceño, ligeramente confuso.
—Pero entonces ¿se fueron de aquí a algún hotel cercano? —preguntó—. ¿A qué hora aproximadamente?
—¿A un hotel? ¿Qué hotel? No entiendo.
—Me refiero al sitio donde estuviera la mesa de billar.
Grantham se rió.
—Qué vida tan recogida debe haber llevado en el Estado Libre, teniente —dijo—. Tengo una mesa en la sala de billar que se encuentra a sus espaldas, por si le apetece echar una partida.
Kramer pensó que eso sí era un lujo, y le hizo recordar los chistes que había oído sobre los granjeros de Natal y sus Rolls Royce: los usaban porque la separación de cristal evitaba que el ganado les respirara en la nuca camino del mercado. También empezaba a comprender por qué Maaties Kritzinger se había sentido tan atraído por la compañía de Grantham: con su sueldo de detective y una familia numerosa, aquí tenía la oportunidad de disfrutar de una vida regalada siempre que le apeteciera. Se preguntaba qué más podría ofrecerle Moon Acre, y qué sacaría Grantham de tan curiosa relación entre un poli y un magnate del azúcar. Que hiciera la vista gorda en lo relacionado a sus obreros, eso estaba claro pero ¿había algo más? ¿Y qué pasaba con los negros de Grantham para que causaran tanto alboroto?
—¿Teniente? —intervino Grantham—. Parece que nos hemos desviado del tema.
—Estaba diciendo que Maaties se había puesto «respondón» porque usted no podía entender lo que le contaba.
—No creo que nadie hubiese sido capaz de entenderlo, por eso me había olvidado del asunto, porque me pareció una tontería de borracho. Pero Maaties masculló algo sobre un nativo cuyo nombre no entendí, y luego empezó a alterarse por algo que no dejaba de repetir en zulú. Yo conozco bastante bien el idioma, pero lo único que pude entender fue «la canción del perro». Recuerdo que le pregunté si se trataba de una forma floreada de referirse al chacal, que como sabemos siente debilidad por aullarle a la luna, y entonces perdió la paciencia conmigo, el muy tonto, así que ya nunca lo sabremos. Y me habría gustado porque, a pesar de lo valiente que era, aquella bestia lo tenía verdaderamente asustado.
«Mierda, esta noche acabaré soñando con algún puñetero perro», pensó Kramer.