TERBLANCHE REGRESABA paseando desde el edificio principal del hospital con un bocadillo en la mano cuando las puertas del depósito se abrieron de par en par.
—Vamos —le espetó Kramer.
—¡Por el amor de Dios! ¿Qué ha pasado, Tromp?
—Esos dos cabrones le han dado esta mañana al encargado de la caldera la ropa del muerto para que la quemase —explicó—. ¡No sé qué coño está pasando aquí, pero el coronel se va a enterar de esto!
—Espere un momento —le pidió Terblanche—. Aquí tiene su…
—Ya no tengo hambre.
—No, escuche. ¡Ya sabe cómo son los cafres, Tromp! Que al encargado de la caldera le hayan dado la ropa esta mañana no quiere decir que se haya acordado de echarla al incinerador tan pronto, ¿no cree?
Kramer dudó.
—Sí, pero…
—Al menos hagamos la prueba —dijo Terblanche, dejando el bocadillo sobre el techo del Land Rover y dirigiéndose al edificio principal del hospital—. ¡Eh, tú! —gritó haciendo señas—. ¡Rápido! ¡Ven aquí!
Un guarda de hospital zulú con un uniforme caqui tres tallas más grande se acercó arrastrando los pies y haciendo que corría, bastón en mano, y pronunció un saludo que habría hecho saltar por los aires la cáscara de un huevo de dinosaurio.
—¿Sí, jefe? —preguntó.
—El gran jefe quiere hablar con el encargado de la caldera.
—Por favor, jefe, sígame, jefe…
Cuando ya iban detrás de él, Terblanche dijo:
—Esa ropa, Tromp, ¿qué es lo que…?
—¡Quiero ver lo que hay en los malditos bolsillos, para empezar!
—Pero yo vi a Sarel revisarlos en el lugar del crimen: sólo había una cartera que contenía su identificación y unos pocos rands, un bolígrafo, las llaves del coche y un pañuelo. Nada más.
—¿Seguro? ¿No había papeles pequeños? ¿La cuenta de una cena? ¿Revisó a fondo todos los bolsillos?
—Puede que no exactamente, pero debe tener en cuenta el lío que había allí, que se trata de un colega y…
—¡Olvídelo!
El encargado de la caldera, un flaco zulú de cincuenta y tantos, estaba botando una vieja pelota de tenis contra la pared más alejada del edificio de la caldera, utilizando la frente y los pies descalzos para devolverla con tanto vigor que desde cerca el constante golpeteo parecía un motor fueraborda.
—¡Perdón! —exclamó mortificado porque lo habían pillado jugando, y se metió corriendo en la sala de calderas, donde se puso firmes junto a la caldera principal mientras el sudor resbalaba por su pecho desnudo.
—Pregúntale qué hizo con la bolsa de ropa que recogió hoy en el depósito —ordenó Terblanche al guardia del hospital.
El guarda se embarcó en lo que parecía una larga arenga en zulú, magnificada por la mímica.
Esto proporcionó a Kramer tiempo suficiente para percatarse del impecable estado en el que se encontraba el suelo de cemento de la sala de calderas. También se fijó en que a cada montaña de carbón se le había dado la forma de un círculo perfecto y en que las cañerías de cobre brillaban de lo limpias que estaban. Por eso no se sorprendió en absoluto al oír, al final de todo aquello, que el encargado de la caldera juraba que había arrojado la bolsa de harapos al fuego en el momento justo en que la había recogido.
—¿Acaso me toma por tonto? —rugió Terblanche—. ¡Pregúntaselo! Y dile que irá a la cárcel si vuelve a mentirme. No creo nada de lo que ha dicho.
Se produjo otro arrebato en zulú, seguido de varias palabras vacilantes de negación, y luego el guarda del hospital dijo:
—El encargado de la caldera jura por Dios que no le ha mentido al jefe. Dice que metió la ropa en el fuego, enseguida.
—¿Usted qué opina, Tromp? —preguntó Terblanche—. ¿Dice la verdad este mono taimado o no? ¿Quiere decirle algo?
—Sí. ¡Cógela! —dijo Kramer y le lanzó al hombre su pelota de tenis.
DE VUELTA A JAFINI TERBLANCHE intentó empezar una conversación en dos ocasiones y en dos ocasiones no lo consiguió. El tercer intento dejaba entrever un atisbo de desesperación.
—La viuda con la que lo he hospedado es una buena mujer —afirmó sin que viniera a cuento—. Es grande y alegre, con buena figura.
Kramer arrojó una colilla por la ventanilla y buscó otro Lucky en el bolsillo de su camisa. Aún seguía a punto de estallar por el desastre del depósito, empeorado por el tiempo perdido en la sala de calderas.
—Fue terrible lo que le pasó al difunto marido de la viuda —continuó Terblanche—. Ocurrió en el ingenio en el que trabajaba el padre de Annika. ¿Ha visto las enormes cubas que hay allí, llenas de azúcar hirviendo que se remueve continuamente? El pobre hombre debió resbalar y se cayó dentro de cabeza. Murió en el acto y salió recubierto de una capa de azúcar dura como la piedra. El forense que teníamos entonces dijo que era como intentar hacerle una autopsia a una manzana de caramelo gigante.
Kramer protegió la llama de la cerilla con la mano.
—La pobre se quedó con cuatro niños muy pequeños, uno de ellos un bebé. Imagíneselo —añadió Terblanche con un triste movimiento de cabeza—. Sin familia a la que recurrir, contando sólo con la ayuda de los vecinos. Sin embargo, jamás nadie la ha oído quejarse. Sencillamente…
—Ese forense anterior —interrumpió Kramer exhalando el humo—, el que llevó a cabo la autopsia de la que acaba de hablar, ¿qué ha sido de él? ¿Podríamos llamarlo para que repase los informes de Mackenzie sobre Annika y Kritzinger?
—No, el doctor Abrahams se retiró y se fue a vivir con su hija a Ciudad del Cabo. Pues como le iba dici…
—Lo que necesitamos es un buen mapa del distrito —volvió a interrumpir Kramer—. ¿Tiene uno?
—¿Quiere decir a gran escala?
—Cuanto más grande mejor.
—Tenemos un mapa que indica dónde está situada cada granja, ¿le vale?
Kramer se encogió de hombros.
—Algo es algo —contestó—. Reuniremos a los hombres y luego usted trazará en el mapa un gran círculo que tenga por centro Fynn’s Creek y abarque cualquier lugar situado a veinte minutos en coche desde allí.
Terblanche levantó una ceja.
—Disculpe, pero ¿a qué viene ese margen de veinte minutos?
—En el estómago de Kritzinger había una cena en condiciones, de las que uno se toma sentado, lo que significa que podemos trabajar seguros de que debió haber comido como mucho media hora antes de morir. Así que si restamos los diez minutos que pudo tardar en ir desde su coche a la casa, aunque lo hiciera corriendo, veinte minutos es el tiempo máximo de recorrido que nos queda. Por eso tomaremos cualquier punto que caiga en el interior de ese círculo como su posible punto de partida; en otras palabras, el lugar donde comió su último curry.
—Un curry de cordero, claro.
—¿Por qué dice eso?
—Porque Maaties ni lo tocaría si fuera de pollo o de pescado, pero de cordero sí. Era su comida preferida.
—¿Ah, sí?
—Siempre lo pedía, sin siquiera mirar la carta. Hettie no tenía curry en casa porque decía que era bazofia coolie. Y ahora me dirá que también había tomado melocotón en almíbar.
—¿También era su postre preferido?
—Sin duda. Y la piña.
—¡Hay que joderse! Acaba de reducir otra vez el radio de acción.
—¿Cómo puede reducir algo lo que le he dicho?
—Está claro: quien le proporcionara esa cena debía conocer muy bien a Kritzinger para darle todos sus platos preferidos. No pudo ser un desconocido, alguien de fuera.
Terblanche, desacelerando en la última recta antes de Jafini, asintió lentamente.
—Tiene sentido, sí, tiene mucho sentido —dijo—. ¿Cómo no se me habrá ocurrido a mí?
«Porque no es un puñetero policía de la Brigada de Investigación Criminal», pensó Kramer.
YA EN JAFINI, Bokkie Maritz afirmó haber repasado tres veces con lupa la mesa de Kritzinger sin encontrar nada de interés, por eso se había dedicado a ordenar los casos más recientes del detective muerto.
—¿Seguro que no has podido encontrar nada interesante? —preguntó Kramer abriendo el primer cajón de la mesa.
—Sólo esto —respondió Maritz, señalando una hilera de pedazos de plástico coloreados, de forma irregular, y colocados a lo largo del rodillo de la máquina de escribir—. Forman un terrier escocés para colgar del llavero, eso si alguien es capaz de volver a montarlo. Dentro de un minuto lo intentaré de nuevo.
—Hazlo, sí —murmuró Kramer, repasando una pequeña pila de fotos hechas con una cámara de cajón.
Todas eran de los mismos niños pecosos, y en tres de ellas se veía la sombra del fotógrafo, siguiendo la tradición de las fotos hechas por un aficionado. Sin embargo todas las sombras eran de una mujer, lo que seguramente explicaba por qué mamá Kritzinger no aparecía en ninguna de ellas. Aunque eso no aclaraba por qué un padre supuestamente abnegado no solía estar con sus hijos.
Ninguna otra cosa de tipo personal apareció durante el registro de los otros dos cajones que Kramer realizó. Eso le pareció ligeramente curioso, dado que Kritzinger tenía fama de estar obsesionado con el trabajo. Desde luego pruebas que lo demostrasen había: Kramer encontró muchas hojas de papel carbón, algunas utilizadas tan a menudo y tan llenas de diminutos agujeros que parecían un pedazo de medias de encaje negro.
—¿Cómo va esa lista de casos? ¿Puedo verla? —preguntó Kramer, cerrando el último cajón.
—La verdad es que preferiría que me diera un poco más de tiempo para perfeccionarla —dijo Maritz, dejando a un lado apresuradamente dos piezas del llavero rompecabezas—. Pero lo que sí puedo decirle ya es que Maaties era de los que se tomaban el trabajo en serio, aunque casi todo fuese la típica porquería bantú: peleas entre facciones, apuñalamientos, asaltos, incendios provocados, robos, asesinatos, hurtos, una violación…
—¿Casi todo, has dicho? —interrumpió Kramer—. ¿Cuáles son las excepciones?
Maritz se enredó y mandó al suelo una pila de expedientes en cascada, desde la mesa, al buscar el que quería.
—Es esta, teniente —dijo, y le entregó una fina carpeta del revés—, pero como verá, tampoco tiene nada de especial.
Kramer le dio la vuelta a los papeles y vio que un tal Hendrik Willem Schmidt, hombre blanco de cuarenta y seis años, había sido acusado del homicidio involuntario de un asiático que había entrado sin autorización en sus tierras. Según su propia declaración jurada, Schmidt había efectuado un único disparo con un rifle 303, creyendo que «el coolie quería robarme las gallinas». Según la declaración efectuada por la mujer del fallecido, su marido se había acercado a la granja con un saco en la mano porque iba a pedir cualquier ropa vieja que la familia pudiera darle para sus hijos, y que ella lo había presenciado todo desde el lugar donde se había quedado esperando con los citados niños. Una tercera declaración —la de un trabajador bantú de la granja— decía que era verdad, que nadie en su sano juicio se acercaba jamás a pedir nada a esa casa debido a la reputación de su dueño, por lo que su jefe había actuado de manera totalmente razonable según lo que todo el mundo sabía, sin saber él que el asiático era un recién llegado a la zona.
—Sí, no tiene nada de especial —dijo Kramer—, excepto la fecha. ¡Pero, hombre, si es de hace meses! ¿Y todas esas cosas que me han estado contando sobre la famosa eficiencia de Kritzinger?
—¿Qué caso es ese? —preguntó Terblanche, que acababa de entrar en el despacho de la Brigada de Investigación Criminal y echaba una ojeada por encima del hombro de Kramer—. Ah, el de Schmidt. Supongo que pensó que lo rebajarían a homicidio justificado y por eso no se molestó en seguir adelante. Le aseguro que tratar con ese Schmidt es un horror.
—Vale —dijo Kramer—. ¿Todos listos para la reunión?
Terblanche asintió.
—He pegado el mapa a la pared de mi despacho, marcado como usted me pidió, y los dos que estaban en Fynn’s Creek han vuelto ya, así que estamos todos listos y a la espera de sus instrucciones.
—¡Que no decaiga el ánimo, Bok! —exclamó Kramer, escondiendo dos piezas del rompecabezas del perro para que su hombre no perdiera el interés.
SAREL SUZMAN y Jaapie Malan, cubiertos de cenizas, parecían estar listos para darse una buena ducha, tomarse media docena de cervezas cada uno y dormir diez horas seguidas, por lo que el esfuerzo de conseguir que se concentraran acabó superando a Terblanche.
—No, escuchad —dijo—, el mapa muestra un total de treinta y tres posibles direcciones en las que pudieron servirle el curry dentro de la zona de los veinte minutos, así que las dividiremos en partes iguales y cada uno de nosotros se ocupará de un grupo de ellas, para no repetirlas, ¿de acuerdo?
—Sigo sin entenderlo —gimió Malan, con las medias de rugby a media asta y una rodilla rasguñada.
—¿Qué es lo que no entiendes, Jaapie?
—Cómo nos vamos a dividir la lista.
—Pues está claro: vamos a…
—Pero treinta y tres no es divisible entre cuatro, señor.
—¡Sí que lo es, coño! —intervino Kramer—. Yo me ocupo de las ocho primeras direcciones, Suzman de las ocho siguientes, el teniente Terblanche de las ocho siguientes y usted, Malan, de las restantes. Después de eso…
—Pero entonces a mí me tocan nueve y…
—Oiga, ¿ha olvidado la advertencia que le hice antes?
—Lo que no entiendo —intervino Suzman, toqueteando malhumorado la raya del pantalón para descubrir que ya no estaba bien marcada— es por qué Maaties tuvo que cenar fuera anoche, cuando su propia casa se encuentra a menos de veinte minutos de Fynn’s Creek. ¿Seguro que Hettie no ha cambiado de idea en cuanto al curry?
—Totalmente seguro —contestó Terblanche—. Hace un cuarto de hora que envié a uno de los negros para que hablase con su cocinero, quien no sólo ha confirmado eso, sino también que su jefe no volvió a pasar por casa después de haberse ido a la hora del desayuno.
—Buena idea, Hans —dijo Kramer—, pero ¿podemos volver a…?
—Sigo sin comprender qué sentido tiene todo esto —se quejó Malan—. Si Maaties estuvo en uno de esos sitios y alguien le habló de la posible explosión, ese alguien no nos lo va a contar a nosotros. Porque si tuviese intención de hacerlo ya lo habría hecho, ¿no?
—No necesariamente —intervino Suzman por sorpresa—, tal vez tenga miedo de verse involucrado, habiendo un asesino suelto. La cosa podría cambiar cuando lo hayamos detenido.
—Correcto, excepto por una cosa —dijo Kramer—: somos policías. Nuestro trabajo consiste en conseguir que la gente hable cuando nosotros queremos que hable y no cuando a ellos les venga bien, así que en marcha de una vez y retuerzan tantos brazos como haga falta. ¿Entendido, Malan? Demuéstreles cómo se porta un hombre de verdad cuando va en serio.
Suzman y Terblanche intercambiaron una mirada divertida. Malan se subió las medias, se dirigió al mapa y se puso a anotar direcciones muy seriamente, como si se le hubiera metido entre ceja y ceja aterrorizar a media Zululandia.