NKOSALA RESULTÓ SER más o menos como Jafini, pero tenía una especie de edificio municipal, construido según un imponente diseño Victoriano con chapa ondulada pintada de granate y carpintería marrón. También contaba con una comisaría de ladrillo tirando a rosa bastante nueva, y justo enfrente el extenso hospital de una sola planta, levantado con el mismo tipo de ladrillo.
Terblanche se desvió por detrás hasta un edificio aislado con ventanas pequeñas y muy altas, y detuvo el Land Rover junto a un Oldsmobile salpicado de barro.
—El forense ya ha llegado —dijo.
—¿Un forense anglófono conduce una chatarra como esa? —preguntó Kramer—. ¿Por qué no el típico Mercedes? ¿Acaso no es buen forense?
—No, no se preocupe, Tromp. Es de los que tienen vocación. Y un médico inmejorable, además. Pregúntele a cualquier policía. Si tu mujer o tus niños se ponen enfermos, basta con llamar al doctor y él enseguida hará que…
—¿Y si están muertos? —preguntó Kramer—. ¿Se le da bien decir cómo y por qué?
Terblanche hizo una mueca de dolor.
—Digámoslo así: yo nunca he recibido ninguna queja.
—Ya —dijo Kramer.
En el Estado Libre había tenido alguna mala experiencia con doctores que compartían su faceta de forense con la de médico rural. Algunos no poseían muchos más conocimientos de patología forense de los que pudiera tener un mecánico aficionado armado con un manual grasiento sobre ingeniería del automóvil. En la práctica eso suponía que lo hacían bien si les tocaba algo muy evidente, como una estrangulación con ligadura, el equivalente a una correa del ventilador demasiado tirante, pero que Dios ayudase al policía a cargo de la investigación si las cosas se complicaban algo más.
—Venga y se lo presentaré —dijo Terblanche—, así verá que no tiene motivos para preocuparse.
Kramer siguió a Terblanche al interior de una sala refrigerada vacía, de no ser por catorce mil moscas, un montacargas y el tufo acre común a los depósitos de cadáveres, y vio dos figuras borrosas a través de los cristales esmerilados de un par de enormes puertas color crema.
Terblanche dudó, inseguro.
—Ese de ahí es el doctor, y con él está Niko Claasens, el celador del depósito. Niko se retiró del Cuerpo hará unos ocho años.
—Ya, pero ¿por qué no ha venido nadie de enfrente? Creí que iba a estar aquí todo el Cuerpo de Policía. Seguro que no asesinan a tantos blancos al año como para perderse este caso.
—Olvida lo que opinaba la gente del fallecido —contestó Terblanche—. Supongo que será mejor que entremos.
—Usted primero —dijo Kramer, y lo siguió a la sala de autopsias.
Un momento después se había quedado atónito, incapaz de creer lo que veía y tan afectado que hasta creyó perder el oído: los sonidos le llegaban desde muy lejos.
—¿TROMP? —llamó Terblanche, seguramente por segunda o tercera vez—. El doctor acaba de decir que se alegra de conocerle.
Kramer miró primero a la persona equivocada, como comprendió un instante después. Niko Claasens, el celador del depósito, aún rezumaba extracto de policía por todos sus poros, desde su pelo corto y entrecano hasta la manera en que sus ojos duros y grises como el acero desviaban cualquier mirada interrogante y la enviaban de rebote a otro lado.
No, el doctor Mackenzie era el más pequeño de los dos, y dentudo como un caballo cuando relincha. La vida lo había tratado mal y lo había dejado con una calva como la de la alfombra del recibidor de una pensión barata; el resto lo revelaban los vasos sanguíneos estallados de su cara. Su color subido se repetía en la llamativa corbata que parecía hecha con la tela de las cortinas de un café.
—Bienvenido a Zululandia, teniente —dijo el médico—. Es un honor tenerle aquí.
—Gracias —respondió Kramer, y luego se obligó a mirar de nuevo aquello que tanto lo había conmocionado.
Como hacen los peores mecánicos aficionados, Mackenzie había estado trabajando con animado abandono, quitando cualquier pieza que pudiera ser desmantelada, deshaciendo aquí y allá, hasta acabar rodeado de tantas piezas que seguramente no sabría qué hacer con ellas, si es que entendía algo de todo aquello. No había ni una sola superficie lisa que no tuviera algún componente u otro amontonado encima, enroscado o en equilibrio sobre ella, mientras que el suelo estaba —en términos mecánicos— como si alguien hubiera olvidado vaciar el cárter antes de empezar, haciendo que moverse resultara peligroso.
—¡Vaya! —exclamó Terblanche al corregir un ligero patinazo producido mientras se adentraba en la sala—. Usted no pierde el tiempo, doctor. Dígame, ¿cómo lo lleva?
—Voy por la segunda y ya sólo me queda echarle un vistazo a los pulmones.
—¡Madre mía, qué rapidez!
—La verdad es que la primera autopsia no ha desvelado gran cosa, Hans —dijo Mackenzie cogiendo una tablilla con sujetapapeles que contenía un informe de autopsia manchado de sangre—. Mujer, bla, bla, prácticamente desintegrada, bla, bla, alteración profunda de los tejidos, bla, bla, todo lo cual naturalmente limita cualquier examen que pueda realizarse. Conclusión: la muerte habría sido provocada por la detonación de una gran cantidad de explosivos ocurrida cerca de la fallecida.
—¿Lo ve? —Terblanche se dirigió a Kramer—. ¿No le dije que el doctor encontraría las respuestas?
—Increíble —dijo Kramer.
—Sí, y entiendo lo que ha querido decir con lo de la desintegración, doctor —intervino Terblanche—. Nos costó lo nuestro controlar a las gaviotas y buscar los trozos más pequeños guiándonos por el zumbido de las moscas. Malan fue quien mejor lo hizo.
—Es un buen tipo —opinó Maekenzie—. ¿Ha mejorado su pie de atleta?
—Como sabe, no me ocupo de la Brigada de Investigación Criminal…
«Esto es increíble, totalmente increíble», pensó Kramer. Luego, para distraerse y según lo prometido, se dio la vuelta y fue a verse las caras con uno de los mejores, Maaties Kritzinger.
El DIFUNTO SARGENTO había quedado reducido a poco más que el chasis y algo de carrocería, lo que dificultaba decidir dónde acababan los efectos de la explosión y dónde empezaba la autopsia. Aun así se podía apreciar que aquel había sido un individuo ancho de hombros y robusto, bastante musculoso aunque con algo de grasa, que relucía como la mantequilla en los cortes transversales. En cuanto a la cara resultó que ya no tenía, aunque la cabeza seguía intacta, recubierta de un pelo castaño y ondulado.
Maekenzie carraspeó.
—Si les parece bien, caballeros, quisiera continuar —dijo—. Tengo que supervisar las flagelaciones de hoy en la cárcel, y luego he de acudir a varios domicilios en los que hay niños con esa gripe que nos persigue, lo cual no me deja…
—Continúe, doctor —interrumpió Terblanche.
—¿Piensan quedarse, Hans? —preguntó Maekenzie muy sorprendido—. Yo creí que usted…
—No, no, el teniente prefiere trabajar de esta forma y yo estoy de acuerdo con él. —Y se situó al lado de Kramer junto a la mesa de autopsias—. ¡Aggg! —exclamó antes de añadir corriendo—: pero es muy interesante.
Mackenzie metió las manos en el interior de Kritzinger y en ellas sacó algo que parecía un manguito del radiador con todos sus accesorios, aunque se trataba de la tráquea y los pulmones.
—Aquí están de nuevo —murmuró—: los indicios característicos visibles a simple vista, incluso antes de seccionarlos.
—¿Por ejemplo? —Terblanche preguntó con alegría.
—Cuando detona una gran cantidad de explosivos, se produce un pico de alta presión seguido de un descenso rápido, una especie de efecto ventosa —explico Mackenzie, sin duda citando el libro de texto emborronado de sangre que había dejado abierto cerca del lavabo—. La violencia del proceso de compresión y descompresión estira y rasga el tejido, desintegra los capilares, etcétera.
—Bla, bla —dijo Kramer y se acercó a mirar lo que suponía que era Annika Gillets. Pero acababa de coger la sábana para levantarla cuando una mano lo agarró del hombro.
—Tromp —dijo Terblanche muy pálido—, acabo de darme cuenta de que usted no ha podido comer nada hoy. ¿Quiere que me acerque a uno de los pabellones y le pida a alguna enfermera que le prepare un bocadillo?
—No sé cómo puede pensar en comer en un momento como este, Hans —dijo Kramer—, pero sí que me tomaría uno de queso y tomate con mucho pimiento rojo.
Terblanche se dio la vuelta y salió apresuradamente de allí, dejando que Kramer retirara la arrugada sábana que cubría la otra mesa de autopsias.
Al principio, lo que allí vio lo dejó frío. La amontonada colección de pedazos y trozos surtidos no resultaba reconocible como un todo, y mucho menos como algo humano. Pero poco a poco, como si recordara sugerentes retazos de algún sueño erótico, Kramer se encontró reconociendo distintos encantos. Había un pie precioso de deditos regordetes, una bonita oreja derecha adornada por un diamante, una sensual mano derecha de uñas largas y bruñidas pero sin pintar, y una cadera maciza con una curva deliciosa. «Dios Todopoderoso —pensó Kramer—, creo que me he perdido algo impresionante».
Y esa sensación de pérdida, por muy irracional que fuera, le hizo enfadarse de repente, como a veces nos enfadamos cuando queremos revivir un sueño. Durante un momento muy intenso quiso tener consigo a aquella joven, quiso sentir su calor pegado a él, e incluso oírla gritar junto a su oreja.
—SUPONGO QUE PODÍA haberlo acomodado para darle cierta apariencia de orden anatómico —comentó Mackenzie mirándolo—, pero estoy seguro de que los enterradores lo vaciarán todo dentro del ataúd y lo dejarán como caiga, así que…
Kramer necesitó un minuto para adaptarse.
—Sin duda tiene razón —le dijo—. ¿Ha comparado la dentadura?
—Fue en lo primero que pensé, teniente. Esta mañana mandé a buscar su ficha dental y encaja a la perfección.
—¿Ah, sí? No he visto ningún…
—Niko ha guardado las mandíbulas en un tarro por si se necesitan durante la investigación.
—Tenga cuidado de no dejarlo en su mesilla de noche —dijo Kramer.
Y volvió a examinar el húmedo rompecabezas que se extendía ante él. Intentó entender cada una de las piezas, y le dio la vuelta a los trozos de carne para ver si por abajo tenían algo de piel que pudiera darle una pista acerca del lugar que habían ocupado. Era como intentar hacer un puzzle de una puesta de sol. Por casualidad encontró un trozo más bronceado, seguramente de la parte superior de un brazo, a juzgar por la marca ovalada de una vacuna, que tenía un cardenal con la forma de tres grandes nudillos.
—Estos cardenales ¿qué cree usted que son, doctor? —preguntó.
—¿Dónde hay cardenales?
—Aquí, en la víctima femenina.
—Ah, eso —dijo Mackenzie encogiéndose de hombros—. Francamente, no me había fijado. Pero no importa, son irrelevantes.
—¿Irrelevantes? ¿Por qué?
—¿No lo ve? Como poco son de hace dos o tres días, teniente: no tienen nada que ver con la explosión.
Kramer se lo quedó mirando, incapaz por un momento de creer lo que acababa de oír. Todo delicadeza, dijo:
—Doctor Mackenzie, me gustaría ver el informe de la autopsia de la Sra. Gillets. Pásemelo, por favor.
—Pero si ya le he…
—¡Pásemelo! —ladró Kramer y extendió la mano—. Veamos qué más ha decidido usted que era irrelevante en un puñetero caso de asesinato. ¡Hombre, por Dios!
Era difícil entender de un vistazo aquellos garabatos del informe, así que Kramer fue directo al resumen. Allí leyó: «En fragmentos, sin enfermedad orgánica. Los órganos/tejidos generativos y pélvicos, incluido el estómago, no están presentes».
—¿Cómo es posible que falte todo eso cuando aún tenemos aquí un buen pedazo de trasero? —exigió saber—. ¿Se ha molestado en buscar el estómago?
—Por supuesto que sí, pero espere un momento… —Mackenzie repasó su libro de texto—. Las explosiones pueden ser muy raras —afirmó—. ¿Me permite que le lea una frase de la Jurisprudencia médica de Taylor, teniente? «1940, explosión violenta en una fábrica de munición pequeña: se encontraron sólo trescientos treinta y nueve fragmentos, lo cual representaba una mínima parte de tres personas». Así que ya ve, el hecho de que falte el estómago no es tan importante, al menos para establecer la causa de…
—¡No, claro que no lo veo! —interrumpió Kramer—. Parece que cree que sólo me interesa saber qué mató a esas dos personas. Pero eso ya lo sabemos todos así que ¿quién necesita que usted nos indique algo que resulta tan claramente obvio? Voy a explicarle una cosa acerca de las autopsias, doctor: lo importante no son la sangre o las tripas, lo importante es el tiempo. Y no me refiero al momento exacto en el que esos dos la entregaron, me refiero a las horas, días, incluso semanas… a todo lo que ocurrió en sus vidas que los llevó hasta ese momento. ¿Me ha entendido?
Mackenzie frunció el ceño como intentando centrarse en un concepto revolucionario, y Claasens desvió la mirada.
—Pues entonces dígame una cosa —continuó Kramer—, ya veo que al menos Kritzinger sí conservó su estómago, porque lo tiene usted ahí metido entre los pies del muerto, pero ¿por qué no lo ha abierto? Lo ha hecho con casi todo.
—Pues porque no presenta ninguna herida penetrante que pueda darnos más información acerca de la explo…
—¡Ábralo de una vez, hombre! ¡Vamos! ¡Inmediatamente!
Mackenzie dudó un instante: la rebelión asomaba en su forma de levantar los estrechos hombros, pero luego los dejó caer con la soltura del que ha nacido perdedor. Llevó el estómago a la mesa de disección junto al lavabo, escogió su escalpelo más largo y dividió el órgano en dos con poca firmeza, permitiendo que rezumara de forma horrible.
De inmediato percibieron el aroma del brandy, aunque un instante después quedó anulado por un apestoso residuo que incluía —sin lugar a dudas— grumos mal digeridos de carne al curry, arroz blanco, zanahorias y tomates en dados, y fragmentos de melocotón en almíbar, incluso tal vez también de piña.
—¡Excelente! —exclamó Kramer—. Aquí tenemos lo último que comió: una cena como es debido, de las que se toman sentado, en lugar de un tentempié zampado a la carrera o mientras conducía. ¿Tiene idea de cuánto tiempo llevaba eso en su estómago cuando estalló la bomba?
—No puedo afirmarlo con seguridad pues no tengo demasiada experiencia en esos asuntos, pero todo está aún tan intacto que no creo que llevase demasiado tiempo sumergido en sus jugos gástricos. Digamos que media hora, como mucho.
—Eso mismo creo yo —coincidió Kramer—, basándome en todos los borrachos callejeros a los que he visto potar. Pero será mejor que lo envíe al laboratorio para mayor seguridad.
—Por supuesto, teniente.
—¿Entiende ahora por qué insistía tanto? Esta prueba deja claro que una de las últimas cosas que hizo nuestro amigo fue cenar. Si descubrimos dónde tomó su última cena podríamos descubrir también quién le dio el chivatazo sobre lo de Fynn’s Creek. Un hombre no se sienta a ponerse las botas si va camino de evitar que una chica guapa salte por los aires hecha picadillo, ¿verdad que no? No, lo que hace es…
—¡Pero si un curry se puede conseguir en cualquier parte! —interrumpió Niko Claasens impaciente, hablando por primera vez—. Podría volverse loco intentado seguir esa pista.
—No estoy tan seguro —respondió Kramer—. Es posible que Kritzinger guardase la cuenta. ¿Alguien sabe qué llevaba en los bolsillos?
—Ni idea, me temo —dijo Mackenzie—. Todos los cuerpos están desnudos y cubiertos por un sábana cuando llegan a mi…
—¿Qué cuenta? —gruñó Claasens—. A ver, dígame dónde va a encontrar un sitio en pleno campo que venda comida después de las nueve. No estamos en Johannesburgo, ¿sabe? Esto es…
—¡Cállese un momento! —exclamó Kramer, que había estado repasando los informes sujetos a la tablilla—. Aquí no está el listado de la ropa de ninguno de los dos cuerpos. ¿Por qué? ¿No lo hizo la Brigada de Investigación Criminal en el lugar del crimen?
Mackenzie retrocedió para alejarse de la mirada feroz de Kramer.
—¿Niko? —dijo—. Esto es cosa tuya.
Claasens lo miró encolerizado.
—Hice lo normal cuando llegan los fiambres, doctor. Corté la ropa y la metí en la bolsa para incinerar, como siempre. Hans habrá repasado los bolsillos en la playa.
—¿Cómo? —exclamó Kramer—. La ropa en un caso de asesinato puede…
—Oye, Niko —intervino Mackenzie con mucha prisa—, sé bueno, vete a la sala de refrigeración y trae la bolsa para que el teniente pueda…
—La bolsa ya no estará allí —dijo Claasens encogiéndose de hombros—. El encargado de la caldera viene a buscarla a las diez. De todos modos no era ropa, eran harapos. Ya sabe, trozos de tela asquerosos e inútiles para…
—¿Que no estará, condenado tarugo? —repitió Kramer sin poder creérselo, apretando los puños—. ¡Pues ya puede salir corriendo tras ella antes de que mi pie aterrice en ese trasero gordo que tiene!
Claasens no le hizo caso y mantuvo su hosca mirada fija en Maekenzie, como el perro maltratado que espera que su amo arregle las cosas. Kramer se enfadó de tal manera que se lanzó a embestirlo.
—¡Alto! —gritó Maekenzie poniéndose entre los dos—. Lo que Niko insinúa, teniente, es que la bolsa habrá sido incinerada hace ya tiempo, ¿de acuerdo?
—¿De acuerdo? —repitió Kramer—. ¿Cómo es posible que…?
—Lo que quiero decir es que no se preocupe, que ya habrá otras maneras de despellejar al gato.
—El gato, doctor —dijo Kramer muy lentamente—, va a salir estupendamente bien parado de todo este asunto comparado con usted y este descerebrado. El coronel Du Plessis, jefe de la División, recibirá un informe sobre ustedes y su comportamiento. Además…
—Pero, teniente, yo creo que…
—Además —continuó Kramer—, si en algún momento de la investigación yo creyera que mis indagaciones se han visto dificultadas por el comportamiento de ustedes dos, entorpeciendo la acción de la justicia, me veré obligado a considerar sus actos desde un punto de vista muy diferente y a acusarlos de encubrimiento de asesinato, delito castigado con la horca, para el cual ya existen pruebas.
Claasens empalideció ligeramente y Mackenzie se puso blanco como el papel mientras Kramer se dirigía hacia la puerta a grandes zancadas.
—¡Pero…! —empezó Mackenzie—. ¡Pero no puede hacer eso, teniente! ¡Hacemos lo que podemos! ¡Me había parecido un hombre justo, pero esto no es justo en absoluto!
Kramer se dio la vuelta un segundo.
—Doctor —le dijo—, lo único justo que hay en mí es la talla de mi cinturón. Nadie debería olvidarlo.