V

KRAMER INTENTÓ NO QUEDARSE boquiabierto, pero nada lo había preparado para aquel momento en Fynn’s Creek. Era un espectáculo extraordinario. No sólo por la extrema magnitud de todo aquello, sino también por la vertiginosa sensación de encontrarse en el límite del mundo.

—¿Qué pasa? —preguntó Terblanche desconcertado—. Tiene cara de no haber visto nunca el mar.

—No, nunca —respondió Kramer—. Es gigantesco.

—Sí, y recuerde que hay mucho más debajo, como decía mi abuelo.

Kramer reflexionó al respecto por un momento y luego desvió la mirada hacia la parte más lejana de la duna y los restos de la casa del guarda. «Dios mío —pensó—, este lío es peor que el del despacho de Terblanche».

Las únicas partes de la casa que continuaban en su sitio eran los resistentes postes de madera que la habían sostenido por encima de la línea de marea. El resto de la estructura se repartía en trozos a lo largo de una zona del tamaño de dos canchas de tenis: un revoltijo chamuscado, humeante y batiente de formas difíciles de reconocer. Sin embargo, conservaba una especie de pauta previsible: pedazos de las paredes de placa de escayola habían sido lanzados lejos del centro aparente de la explosión, pero como regla general el volumen de cada objeto había determinado la distancia de desplazamiento. Por ejemplo, la cocina, la nevera y el fregadero no habían cambiado de sitio, sino que habían caído al suelo directamente bajo el lugar que habían ocupado en la casa.

—Empecemos por el sitio en el que apareció el cuerpo de Kritzinger para abrirnos camino desde allí —sugirió Kramer.

Salieron del Land Rover y bajaron por la duna. La arena se coló enseguida en los zapatos de Kramer y lo puso de mal humor.

—El lugar está marcado —explicó Terblanche—, y me ocupé de que Sarel tomara bastantes fotografías con su cámara antes de que movieran el cuerpo. Con este sol no podíamos retrasarlo. Además, el coronel quería que las autopsias se realizaran lo antes posible. El Dr. Mackenzie tenía que acudir al tribunal de Muilberg esta mañana, pero me prometió que se pondrá con ellas a las tres.

—¿A las tres? —preguntó Kramer mirando su reloj—. Eso significa que no podremos estar aquí mucho tiempo.

Terblanche se detuvo y se volvió hacia él.

—No querrá estar presente, ¿verdad? —dijo con un gesto de desagrado—. No es necesario; aquí no. Tenemos un acuerdo con el doctor, y él nos lee sus informes por teléfono cuando ha terminado.

—Ya. ¿Kritzinger también hacía así las cosas?

—La mayoría de las veces sí y…

—Yo voy por el libro, Hans, por eso no me queda otra que asistir —dijo Kramer—. Además, me gusta conocer a la gente para la que trabajo, si no todo resulta muy frío e impersonal ¿no cree?

Terblanche dudó. Su mirada de desconfianza indicaba que no estaba seguro de hasta qué punto Kramer había hablado en serio.

—Como quiera, Tromp, usted manda. Pero en cuanto acabemos aquí, yo me voy a casa a recuperar el sueño perdido.

—Bien —respondió Kramer—. ¿Quiénes son esos que andan fisgando en medio de este desastre? ¿Todo su personal de Jafini?

—Casi. Son Suzman, Malan, Mtetwa y dos de sus ayudantes. Espero haberlo hecho bien. Les dije que empezaran a buscar pruebas a la espera de que llegara usted y les diera más instrucciones. También les pedí que recogieran las cosas de los Gillets, si veían algo de valor y demás.

—Bien —volvió a decir Kramer mientras llegaban al borde exterior de los escombros.

Allí estaba aparcado un segundo Land Rover de la Policía, y apoyado en él un negro enorme y con cara de malo, de complexión como la de un matadero de ladrillo y vestido con un traje amarillo pálido y zapatos de punta, también amarillos. Se estaba liando un cigarro y al principio, en un alarde de insolencia asombroso, ni se molestó en mirarlos para darse por enterado de su presencia. Después levantó los ojos enrojecidos, sin ganas, lamió el papel del pitillo y gruñó algún saludo ininteligible en zulú.

—Presta atención, Mtetwa. —Terblanche se dirigió a él—: este es el teniente Kramer, el nuevo jefe de la Brigada de Investigación Criminal que ha venido a ocuparse del caso. Encárgate de que tenga cualquier cosa que desee, ¿entendido?

El sargento bantú miró a Kramer, ensayó un saludo como si se quitara una mosca de la sien derecha y empezó a soltar lo que parecía una larga queja, también en zulú, sin siquiera molestarse en mantenerse erguido como muestra de respeto.

Kramer metió la mano por debajo de la chaqueta en dirección a su axila izquierda, sacó su Walther PPK de la pistolera y disparó, incrustando la bala en el barro a un par de centímetros del pie izquierdo de aquel cretino.

—¡Mierda! —aulló Mtetwa, mientras saltaba hacia un lado como un loco, los ojos saliéndose de las órbitas del susto.

—Bueno, así que sabes hablar en otro idioma. Eso es lo que quería saber —dijo Kramer, guardando el arma—. Ocúpate de que sea ese el que uses cada vez que te dirijas a mí en el futuro, ¿me oyes, cafre? O mejor aún: en afrikáans.

DESPUÉS DE AQUELLO, no hubo problemas con el resto de las presentaciones. Sin embargo Kramer no se sintió impresionado por aquel primer encuentro con la mano de obra que habían puesto a su disposición.

El agente Jaapie Malan, que llevaba el pelo cortado a cepillo, llegaba justo a la altura mínima de uno setenta y respiraba por la boca, sin cerrarla nunca. Era de esos que llevan medias de rugby con los pantalones cortos color caqui, con la esperanza de parecer más hombres, aunque este, a pesar de rondar los veinticinco, aún tenía problemas para que le saliera bigote. Tal vez como compensación, el apretón de manos de Malan fue tan repentino y excesivamente duro que Kramer imaginó que aquel hombre debía pasar mucho tiempo encerrado en el baño intentando volver a meter la pasta de dientes en el tubo.

Por el contrario, el apretón de manos del sargento Sarel Suzman resultó ser el contacto casi ilusorio de alguien que odia que lo toquen, un simple roce de palmas y un rápido y ligero apretón de unos dedos fríos. No resultaba agradable imaginar qué haría Suzman si un prisionero intentaba resistírsele: parecía obvio que sacaba demasiado su revólver, a juzgar por el aspecto gastado de su pistolera de cuero. Tendría unos treinta años y los pantalones de su uniforme lucían la raya perfecta que una buena esposa exigiría a su lavandera, pero él no llevaba alianza.

También estaban los dos agentes bantúes que iban con Mtetwa, cuyos nombres Kramer no entendió, aunque tampoco los habría recordado. Uno era delgaducho y al otro le faltaba una oreja casi entera.

—Ahora yo me ocuparé de otras cosas —dijo Terblanche— y el teniente se hará cargo de la investigación de este doble asesinato, ¿de acuerdo?

—Disculpe, señor —empezó Suzman indeciso.

—¿Sí? —invitó Kramer.

—Pensé que se trataba de un único asesinato, y que la muerte del pobre Maaties era más bien cuestión de…

—¿Estar en mal momento en el lugar equivocado? —preguntó Kramer—. Bien, sargento, me alegro de que alguien se pare a pensar. Es importante que hagamos esa distinción desde el principio o perderemos mucho tiempo en sentimentalismos. Está claro que el blanco era Annika Gillets, quizás incluso su marido también, y no Maaties Kritzinger, ¿estamos?

Todos asintieron.

—De la misma manera —continuó Kramer—, sólo investigando el blanco podremos llegar a determinar el motivo, que es lo único que puede llevarnos al autor de este crimen. Claro que eso significa que acabaremos por descubrir las mismas cosas que descubrió Maaties y que lo trajeron hasta aquí la noche pasada. Espero que entonces tengan la oportunidad de vengarse.

—¡Bien! —exclamaron a la vez Suzman y Malan. Mtetwa dejó escapar un gruñido.

—¿Alguien ha encontrado algo interesante? —preguntó Kramer.

Todas las cabezas negaron.

—¿Alguna pregunta?

—Sí, si no le importa, señor —intervino Malan mientras se subía una de sus medias de rugby— ¿deberíamos buscar algo en especial?

Kramer asintió.

—Mecanismos de detonación —dijo—. Parece que ya hay un experto en explosivos de camino hacia aquí, pero mientras podemos intentar descubrir qué provocó la explosión. ¿Se hizo a mano o se usó un detonador? En otras palabras, ¿el asesino estaba cerca cuando estalló o se había alejado lo bastante como para sentirse a salvo?

—Así que quiere que busquemos relojes y alambres —preguntó Sarel Suzman levantando la mirada de su libreta.

—Sí, y no olviden una de las mechas más sencillas: un cigarrillo normal permite unos ocho minutos de…

—¿Un cigarrillo? —interrumpió Malan—. Demonios, hay colillas por todas partes, teniente. No pretenderá que…

—Pues sí —dijo Kramer—. Quiero que recojan todas las colillas y quiero que en el sobre en que metan cada una de ellas anoten con precisión el lugar donde fue recogida. ¿Qué decía, Malan?

—¿Yo, teniente? —respondió Malan, que había mascullado algo y ahora se estaba poniendo colorado—. Yo no…

—Usted sí. Se lo advierto: si me viene con otra tontería de niño pequeño, le daré una patada en el culo tan fuerte que el eco le romperá los dos tobillos ¿entendido?

Malan miró a Mtetwa, que luchaba por no reírse, y luego asintió con gesto brusco en dirección a Kramer.

—Vamos, todo el mundo a trabajar —intervino Terblanche con tono alegre para distender el ambiente—. ¿Quiere que echemos un vistazo, Tromp?

AQUEL ERA EL MOMENTO que Kramer casi había intentado eludir: su propia inspección detallada del lugar. Normalmente, en el escenario de un crimen el truco consistía en buscar algo que estuviera fuera de su sitio, pero allí nada estaba en su sitio.

—¿Por qué no? —respondió Kramer—. Empecemos por donde encontraron el cuerpo de Kritzinger.

Terblanche lo llevó a un lugar situado a unos veinte metros o más del punto donde aún se encontraban los escalones delanteros de la casa, unidos a los pilares de madera.

—Yacía aquí boca arriba —dijo—, con una pierna doblada debajo.

—No hay mucha sangre.

—En su ropa sí. Además, la arena absorbe todo lo que cae en ella.

—Ya. ¿De quién es la bota que hay a unos cinco metros?

—Será de Lance, es de pescar. ¿Nos vamos acercando?

Pisando con mucho cuidado, avanzaron sobre un lecho de fragmentos de madera y paja, esquivando las afiladas esquirlas de los cristales.

—Como verá —dijo Terblanche—, el suelo de la casa sólo ha desaparecido por completo en una de las habitaciones, la pequeña de la parte de atrás. El cocinero dice que iba a ser la habitación de invitados para los científicos que vinieran a estudiar las aves y necesitaran dormir aquí. En ella sólo había una cama sin hacer.

—¿Dónde está el cocinero?

—En su choza. Le dije que no fuera a ninguna parte, por si quería interrogarlo.

—Bien. Vamos a ver el lugar donde estaba la habitación de invitados.

Kramer encontró exactamente lo que esperaba: marcas de quemaduras casi a nivel del terreno en los postes de madera que estaban justo bajo el agujero abierto.

—Así que la bomba debió explotar aquí, sobre la tierra —comentó—. ¿Dónde encontraron el cuerpo de la mujer?

Terblanche tragó saliva.

—La verdad es que por todas partes —contestó.

—Entonces ¿cómo la identificaron?

—Por la mano. La izquierda, en la que llevaba los anillos. Acabó hecha pedazos. Creo que nunca había…

—¿Y qué hacía en la habitación de invitados a esa hora?

—¿Cómo? No entiendo lo que me dice, Tromp.

—He visto antes las heridas que causan las explosiones —explicó Kramer—. Se ven muchas en las minas del Estado Libre. Para acabar literalmente hecha pedazos tenía que haber estado prácticamente encima de la bomba, y no durmiendo en otra habitación.

—Supongo que Annika oiría algún ruido y se acercaría a la habitación de invitados para investigar —sugirió Terblanche.

—Parece lógico —aceptó Kramer—. Sí, seguramente tiene razón. Por cierto, ¿qué son esas marcas tan raras en el barro?

—El rastro de algún cocodrilo —contestó Terblanche—. Recuerdo que una vez que vine a tomar unas cervezas con el constructor que hizo todo esto, bajo la casa había unos cocodrilos enormes. Me dijo que se metían allí muy a menudo pero que no daban problemas. Sólo había que tener cuidado de que no te pillaran una pierna al bajar las escaleras de delante.

—Sí, mi tía tuvo un fox terrier que era igual —dijo Kramer—, hasta que lo pisé. Pero no entiendo esto, ¿cocodrilos que viven cerca del mar?

—No, en el estuario. Es agua dulce.

—Ah, ya…

Kramer centró su atención en el estuario durante un minuto. Era de un marrón como el del limo, o como el del té con una cucharada de leche condensada, y tenía una capa de suciedad como la de la boca de un vagabundo alcoholizado. Un poco más adelante, unas riberas de barro como pequeñas islas llanas se alzaban unos centímetros por encima del agua y en ellas descansaba una docena de cocodrilos. Yacían totalmente inmóviles, blindados, algunos con las mandíbulas abiertas, mostrando sus espantosos dientes.

—Al menos con los cocodrilos sabemos cuándo el tipo al que nos enfrentamos es un psicópata —comentó Kramer.

Terblanche sonrió cansado.

—Nuestro trabajo nunca ha sido de los fáciles —dijo—. Es hora de irse.

AL REGRESAR ENTRE LOS CAÑAMELARES hacia Jafini, Kramer no abrió la boca durante un buen rato y reflexionó sobre lo que sabía hasta el momento. No era gran cosa pero sin duda el caso tenía su intriga.

—¿Sabe qué es lo que me parece más significativo, Hans? —empezó Kramer mientras encendía un Lucky—. La forma en la que Kritzinger escondió su coche para que no lo oyeran desde la casa y cómo luego se acercó a ella a pie y con el arma en la mano. Eso sólo puede significar que sabía que algo malo iba a ocurrir anoche en Fynn’s Creek y que intentaba no delatar su presencia.

—Sí, eso está claro, Tromp.

—Entonces surge la gran pregunta: ¿Cómo consiguió la información? ¿Quién le avisó de que un chiflado iba a volar por los…

—¡No tengo ni idea! —interrumpió Terblanche—. Pero no pudo saberlo con mucha antelación, de lo contrario habría pedido refuerzos.

—Tiene razón, a menos que estuviera exagerando su papel de Llanero Solitario —dijo Kramer—. ¿Está totalmente seguro de que Kritzinger no le mencionó recientemente que podría producirse…

—No, no me dijo nada, Tromp. Estoy seguro. He hecho memoria y la última vez que lo vi fue hace dos días, estaba mecanografiando un informe en su despacho. Su familia lo vio ayer por la mañana y desde entonces parece que no lo ha visto nadie más.

—¿Y su compinche Malan?

—Lo mismo. Por lo que a él respecta, su jefe había salido a ocuparse de unos casos rutinarios con bantúes. Nada especial.

—Ya —dijo Kramer—. ¿Quién más podía saber a qué se dedicaba Kritzinger últimamente? ¿Hablaba de su trabajo con su mujer?

Terblanche hizo un gesto negativo.

—Lo dudo mucho —dijo—. Hettie es una mujer muy nerviosa, no para de comerse las uñas y cualquier tontería le provoca dolor de estómago. Recuerdo que una vez le contó a mi esposa que no le gustaba estar casada con un policía por los muchos peligros a los que se enfrentaba. Acababan de matar a cinco de los nuestros durante una redada para buscar marihuana en la reserva.

—Así que Hettie se lo tomará a la tremenda.

—¡Y tanto! El Dr. Mackenzie ha tenido que pincharle algo fuerte para que se olvide un poco de todo.

—¿Y un amigo íntimo fuera del cuerpo con el que pudiese hablar? Quizás alguno con los que iba de caza.

—¿Con los que iba de caza? —preguntó Terblanche, apartando la vista del camino para mirar a Kramer con sorpresa.

—Sí, el coronel me contó que Kritzinger siempre le llevaba…

A Terblanche se le escapó una risa agria.

—Sí, ya sé: grandes pedazos de venado. Pero se los compraba a los guardas de caza. También una vez me compró a mí una caja de mejillones y seguro que al coronel no se lo dijo. Se aseguraba de mantenerlo contento para poder actuar como a él le daba la gana, es decir ignorando a todos los demás.

—Ya —dijo Kramer, que sabía bien de qué le hablaban.

Llegaron a la desviación donde el camino se encontraba con la carretera de Jafini y Terblanche se detuvo para asegurarse de que no venía nadie. Luego giró a la derecha.

—¡Eh, se ha equivocado! Jafini queda en la otra dirección —dijo Kramer.

—No, he cambiado de idea —contestó Terblanche—. Estoy más despejado. Además, si regresa a buscar su coche seguramente llegará tarde a las autopsias.

Kramer reconocía las mentiras nada más oírlas y se preguntó qué habría provocado aquel cambio tan repentino y radical en el jefe.

—Escuche, Hans, si cree que…

—No se preocupe, Tromp, no me pasará nada. Apuesto a que mi estómago es tan duro como el suyo.

«Santo cielo, así que eso era lo que se ocultaba detrás de aquella tontería —pensó Kramer—. Terblanche tenía miedo de que lo consideraran un gallina si se rajaba y no iba a las autopsias. Nada asustaba más a un policía que el hecho de que alguien sospechara que era un cobarde. Bueno, claro, excepto quizás que lo tomaran por un liberal defensor de los cafres. Aunque, pensándolo bien, ambas cosas venían a ser lo mismo».